martes, 22 de septiembre de 2009

Atardecer en la playa

París, diciembre de 1904
Querido amigo Gerhard:
La lectura de tus aventuras por Bremen, en tu última carta, me ha resultado muy interesante. Yo tengo que contarte lo que me ha ocurrido durante estas últimas semanas. Al principio me porté mal, fui competitivo y egoísta, y demasiado duro y antipático con las personas a las que más quiero. Pero al final he obtenido una valiosa experiencia.
En primer lugar, ¡por fin he conquistado a Jacqueline Lebon! Ya te he escrito sobre ella en muchas ocasiones, pero, por si no te acuerdas o has tirado mis cartas, te la describiré otra vez: ella es una jovencita de quince años, la hija de la profesora de Francés. Jacqueline es delgada, rubia y de ojos azules, muy hermosa y amable. Su padre da clases en la facultad de Medicina.
Un lunes llegué tarde a clase por culpa de Jacqueline, precisamente. Me estuve peinando para resultarle atractivo, pero lo único que conseguí al humedecerme el pelo fue que los cabellos me quedasen erizados y más oscuros que habitualmente. Ya sabes que tengo el pelo castaño, casi negro, sin embargo, ¿y si a Jacqueline no le gustaba verme el pelo tan oscuro? Así todo, no había solución, entonces me marché corriendo. Pero el de Latín ya estaba en clase. Entré y me senté al lado de Jacqueline. Por aquel entonces hacía una semana que éramos novios.
-Hola, Joachim. Bonito peinado -murmuró ella.
Me puse colorado mientras ella me pasaba un folleto disimuladamente. Empecé a leerlo y vi que anunciaba:
"CONCURSO DE PINTURA: Desde el 30 de septiembre al 5 de diciembre de 1904, todos los alumnos podrán presentar sus obras artísticas. El tema es libre, y la obra ganadora será mostrada en la exposición de..."
-¡Clerc, traduzca el texto! -me pidió el profesor.
Guardé el papel rápidamente en el pupitre y obedecí. No obstante, cuando esa clase terminó, leí el texto del concurso completo. Descubrí que además de una buena suma de dinero, el ganador se llevaría un premio que consistía en mostrar la obra en una exposición "de las de verdad", es decir, al lado de las obras de artistas más o menos famosos. Si te soy sincero debo confesarte que los nombres de esos artistas no me suenan mucho. No soy capaz de recordarlos sin consultar el folleto, pero yo creo que viven de la pintura y eso ya me parece magnífico. Por eso le agradecí la información a Jacqueline.
Yo me encontraba alterado por el asunto del concurso. Necesitaba pintar un cuadro para el cinco de diciembre y quedaban unas semanas para esa fecha. Al principio me dediqué a pintar en mis ratos libres, como siempre. Pero me puse a calcular y llegué a la conclusión de que a ese ritmo terminaría el cuadro para poco antes de Navidades. Sin embargo, el cuadro no me salía tan bien como yo esperaba y empecé de nuevo varias veces. Incluso llegué a faltar dos días seguidos a clase para dedicarme por completo a la pintura.
-¿Qué tal? ¿Estuviste enfermo? -me preguntó Jacqueline nada más verme.
-No. Oye, me confundí en el cuadro y tuve que empezarlo otra vez. Estoy muy ocupado.
-Pensaba que... estabas más centrado en los estudios -me reprochó ella.
En otro caso no me habría enfadado, pero con la presión del concurso cualquier cosa me irritaba.
-¡¡Si me hubieras avisado antes, esto no habría pasado!! - le grité-. ¡¡El plazo se ha abierto hace meses!! ¡¿A qué has estado esperando todo este tiempo?!
-Te he avisado nada más enterarme.
La creí, pero eso no impidió que mi enojo persistiese. Al comienzo del recreo volví a enfrentarme a Jacqueline. Ahora soy consciente de que ella no tenía culpa de nada. Pero entonces bajamos las escaleras juntos y ella me miró con extrañeza al ver que yo me dirigía a la biblioteca.
-He dejado allí mis materiales de pintura, voy a continuar con el cuadro -le comenté.
Su cara mostraba desilusión, pero no se quejó. Vino detrás de mí y yo le dije:
-¿Te importa ir... por ahí? Necesito mucha concentración, si estás delante no puedo pintar como es debido.
-Hace... días no decías eso -respondió-. Querías estar conmigo.
-¡Y claro que quiero estar contigo! Pero... soy un hombre ocupado, mira...
-¿Un hombre? -se burló-. Solo eres un niño que no sabe lo que quiere.
Ese comentario me hirió. Sin embargo, era cierto que hacía días yo me moría por estar con ella. Y ese sentimiento seguía vivo dentro de mí, aunque fuese en el fondo. Por eso no dije nada que pudiese molestar a la chica. La acaricié en la mejilla y la besé para tranquilizarla. Ella se marchó mientras yo entraba en la biblioteca.
Intenté pintar, pero no lo hice tan bien como otras veces. Me sentía presionado, incómodo. Yo estoy acostumbrado a pintar libremente, sin ponerme fechas para terminar los trabajos. Y al no tener esa libertad, no disfrutaba pintando. En vez de ver la pintura como un entretenimiento, la veía como una obligación.
Yo estaba dibujando una difícil escena de una ciudad, una escena que no me motivaba especialmente. Entonces intenté cambiarla. Imaginé una bonita puesta de sol junto al mar. Sí, eso estaba mejor. Al fondo, el sol poniéndose; y delante, Jacqueline con las piernas estiradas sobre un banco. Esto me dio resultado, volví a pintar con placer. Lo que hice fue comenzar a dibujar el paisaje, dejando un hueco delante para Jacqueline. Al salir de la biblioteca me encontré con ella, y ambos dijimos:
-Tal vez quieras ir a...
Sonreímos.
-Tú primero -le cedí la palabra.
-Antes me he olvidado de decírtelo -comentó-. Auguste ha quedado con una chica en la cafetería de tu padre y se le ha ocurrido que tú y yo podríamos ir con ellos.
Auguste es el mayor de los hermanos de Jacqueline. Ella es la tercera de cuatro hermanos, y la única niña. Los demás son varones.
-¿Me estás invitando a mi propia cafetería? -pregunté.
-Bueno, yo solamente... Auguste...
-De acuerdo, me parece bien. ¿Cuándo y a qué hora?
-El domingo a las cuatro.
-Vale, iré. ¿Y tú vendrás a posar para mí? Voy a retratarte para el concurso. Si me dejas, claro.
Me gustó que sonriese.
-¿Ya no te estorbo? -quiso saber.
-No. Vas a ser la clave de mi trabajo.
Le expliqué en qué consistiría el cuadro y aunque es tímida se lo tomó bastante bien. Le dije que, aunque expusiesen mi cuadro y ella saliese allí, la mayoría de la gente no la conocería, que París es muy grande. Por fin parecía que todo estaba ya solucionado. Nada más lejos de la realidad. Esa misma tarde Jacqueline vino a mi casa y comencé a dibujarla medio acostada en el sofá. Aguantó un montón de tiempo parada, lo admito. Pero luego se cansó, empezó a moverse y le reñí.
-Ahora no puedo más. Seguimos otro día -me dijo.
Acepté, y la tarde siguiente continué dibujándola. Esta vez ella no aguantaba parada, y no colocaba las manos como yo le había indicado.
-Deja caer la mano izquierda. Sí, hacia abajo -le dije-. Y a ver si paras de moverte.
-Me duele la barriga -se quejó.
Yo estaba enfadado, por eso le dije:
-¡¿Y qué ?! ¡Si te duele, deberías moverte menos!
-Hoy no puedo hacer esto -respondió-. No me encuentro bien. Joachim, déjame marchar.
-¡Pero estás sentada! ¡No te mando correr! ¡Estar ahí parada no te cansa!
-Quiero irme a casa -insistió-. Me duele la barriga y aún tengo los deberes sin hacer.
-Espera. Te tomas una manzanilla y luego seguimos. Y cuando acabe de pintarte, hacemos juntos los deberes.
-No. No puedo seguir. Vendré cuando quieras, pero ahora me voy.
Me irritó que todo fuesen dificultades para terminar mi cuadro.
-¡Pues vete! -grité-. ¡Puedo pintar a otra chica!
-No lo harás -respondió, casi llorando.
Claro que no lo hice, a pesar de que a ella no la vi en unos días. Jacqueline no fue al instituto, y yo finalmente decidí hablar con su madre al final de la clase de Francés, a ver si me explicaba qué ocurría. Esperé a que saliesen todos mis compañeros y entonces le dije:
-Señora Victoire Lebon, profesora, ¿qué le pasa a Jacqueline, está enferma?
-Sí, está mal del estómago.
-¿Puedo ir a verla? -me interesé.
-Claro. Se alegrará, me ha preguntado por ti estos días.
Antes de cenar me dirigí a su casa con el lienzo. La madre de Jacqueline y yo subimos las escaleras y yo pasé a la habitación de la niña. Se trataba de la primera vez que yo entraba allí. El cuarto era normal, como el de todas las chicas, supongo. Jacqueline estaba dormida y yo me sentí incómodo, no quería despertarla. Me entraron muchas ganas de acariciarle su sedosa melena rubia, pero me contuve para no cortarle el sueño.
Su madre bajó las escaleras y yo aproveché para apoyar el lienzo contra el armario. Luego volví a fijarme en la muchacha y la encontré tremendamente destapada: más de la mitad del edredón se encontraba en el suelo. La arropé y ella se despertó.
-¿Qué haces aquí?- quiso saber.
-Vengo a verte -le dije-. Espero que estés mejor que el otro día.
-Sí, un poco.
Se sentó en la cama y yo le pasé un jersey azul marino que había en la mesa, para que se lo vistiese por encima del camisón. La puerta se hallaba entreabierta y vi salir a Auguste de una de las habitaciones. Él también se percató de mi presencia y me dijo:
-¡Ah, hola, Joachim! Mira, lo de ir a tu cafetería..., ya sabes, tú con Jacqueline y yo con... otra, mejor lo dejamos. Mi hermana no se encuentra bien.
Yo ya no me acordaba de esa cita. El concurso de pintura me absorbía y apenas me dejaba pensar en otros asuntos. Auguste se marchó y yo sonreí al comprobar que era un poco más alto que él, y eso que Auguste mide un metro ochenta.
-Jacqueline, el domingo de la semana que viene, iremos tú y yo a la cafetería, si estás mejor -dije-. Y ahora... escucha, no tienes que hacer nada. Voy a retratarte, tú quédate como estás.
-No me retrates -respondió-. ¿Tú sabes cómo he pasado la noche?
-Supongo que mal, pero...
-Además, pensé que me querías por mí misma, por lo que soy. No porque te sirva de modelo. ¡Vaya, es que para ti no valgo más que un objeto!
-¿Cómo puedes decir eso? Si me sirves de modelo es porque hay algo en ti que...
Me interrumpí cuando la madre de Jacqueline entró. Traía una bandeja con un plato de sopa para la niña. Jacqueline me miró, pidiéndome, sin palabras, que continuase explicándole lo que pasaba. Pero hablar de aquello delante de su madre, que además era mi profesora, estaba por encima de mi atrevimiento. La señora Lebon se quedó mirando cómo Jacqueline se tomaba la sopa y la niña dijo:
-Mamá, no hace falta que te quedes. No me mareo.
-Nunca se sabe. Hasta que estés un poco mejor, necesitarás... cuidados.
Yo sabía lo que pasaba: la señora Lebon no quería que me quedase solo con su hija.
-Ya me voy -murmuré.
-¡Pero si acabas de llegar! -protestó Jacqueline.
-Bueno, pero... ya te he visto, y... mis padres me están esperando para cenar.
La besé en la mejilla, sin apartar la vista de la cara de su madre, y me fui.
Jacqueline no volvió a clase hasta la mitad de la semana siguiente.
-No has vuelto por mi casa -me dijo-. Me habría dejado retratar...
-Pues cuando fui, me diste a entender todo lo contrario.
No debería haber dicho eso, esas palabras sonaban demasiado hirientes.
-Bueno, no sé qué te ocurre -respondió ella-. Pasé una noche malísima, por eso estaba durmiendo cuando tú llegaste, y... me viniste con esa tontería de la pintura...
-¡¡¡No es una tontería!!! -bramé.
Desde pequeño, la pintura siempre ha sido especial para mí. Por eso me enfadé tanto.
-No quería decir eso -se disculpó entonces Jacqueline-. Retrátame a la hora del recreo.
Yo no podía pintar estando tan enfadado, pero el enojo se me pasó al cabo de unas horas. A la hora del recreo, Jacqueline posó para mí en un banco del vestíbulo. Ella no dijo nada y yo tampoco. Su cara me recordaba a la de los niños cuando están esperando, asustados, a saber cuál es el duro castigo que su profesor les está a punto de aplicar.
Terminé el cuadro por completo en ese mismo recreo. Me gustó el resultado, había quedado como yo esperaba.
-Ya he terminado, puedes venir a verlo -le dije dulcemente a Jacqueline-. Se titula <>.
Ella observó el cuadro y opinó:
-Está bien. Pintas muy bien, Joachim.
Habló con un tono triste, como si fuese a llorar, y a mí también me puso melancólico. Me gustaría haberle pedido perdón por molestarla, y por mostrarme brusco con ella. Pero Jacqueline se fue antes de que me diese tiempo a hablarle.
Tenemos muchos deberes y a mí un día se me olvidó hacer los de Griego. El profesor se enteró y les escribió una carta a mis padres. Mi padre explotó de rabia. Me dijo que si quería estudiar, que lo hiciese de verdad, que no utilizase el instituto como una excusa para no dedicarme al trabajo familiar de la cafetería. Se enfadó tanto que me prohibió salir de casa para actividades de diversión en unos días. A mí lo que más me preocupó fue que ese domingo por la tarde, que fue cuando se le ocurrió ponerme el castigo, no me quedase más remedio que dejar plantada a Jacqueline en mi cafetería. Le expliqué a mi padre lo que pasaba, pero él no cedió. Y a mí me sentó fatal hacerle eso a Jacqueline. No porque fuese la hija de la profesora de Francés, sino simplemente porque yo la quería. Dentro de mi habitación le di una patada al armario y unas lágrimas silenciosas brotaron de mis ojos. No sé si fueron producto del golpe contra el mueble o de la frustración que me causaba ver empeorar mi relación con Jacqueline y no poder hacer nada para remediarlo.
Desde que me levanté de la cama al día siguiente, me repetí a mí mismo un montón de veces la explicación que le tenía que dar a Jacqueline. <>. Eso mismo iba yo pensando cuando dejé mi cuadro en el aula de dibujo, para presentarlo al concurso. Aquel día era el cinco de diciembre, el último para entregar las obras. Volví a repetir mentalmente mi frase de disculpa al entrar en clase, mientras buscaba con la mirada a Jacqueline, pero no la encontré. Me senté solo en la última fila y esperé a que terminase la clase de Francés para ir a hablar con la profesora.
-¿Qué tal va Jacqueline? -le pregunté-. ¿Ha vuelto a encontrarse mal?
-Se ha puesto peor -declaró.
Noté una punzada en el corazón, yo no quería oír eso. Miré a la profesora sin saber muy bien qué decirle y murmuré:
-El último día que la vi, ella estaba bien.
-Ya, pero ayer por la noche no se acordó de tomar los medicamentos, y hoy por la mañana tampoco. Y nosotros no nos dimos cuenta, no se lo recordamos. Tenía que seguir tomándolos hasta el miércoles, y como no lo hizo, está mal otra vez. Ayer no cenó, no quiso. Supongo que por eso se olvidó de los medicamentos; los toma con la comida.
Me sentí culpable: seguramente ella no había cenado por la preocupación que yo mismo le había provocado al no acudir a nuestra cita. Si ella hubiese cenado, también se habría acordado de tomar los medicamentos y no se habría puesto así. Para remediarlo, durante el recreo me senté solo en un banco del vestíbulo y escribí:
<No hice una traducción de Griego y mi padre lo sabe. Ayer me mandó quedarme en casa por la tarde y no tuve más remedio que obedecerlo. Siento mucho haber faltado a nuestra cita. Perdóname.
>>Tengo muchas ganas de verte, pero mi padre no me dejará. Así todo, una vez que yo vuelva a casa, puedo escaparme sin que él se entere: atando una cuerda a la ventana de mi habitación y bajando por ella. Tal vez ponga esa técnica en práctica.
>>Por cierto, el viernes, justo después de clase, dan los resultados del concurso de pintura. Si gano, te dedicaré la victoria.
>>Recupérate pronto, no soporto pensar que tu recaída haya sido por mi culpa.
>>Te quiero. Besos,
>>Joachim>>.
A la hora de salir corrí a la sala de profesores y, por suerte, me encontré con la madre de Jacqueline. Le di varios dobleces a la nota y se la entregué a ella.
-Es para Jacqueline, es... bueno, son cosas nuestras -le expliqué.
Ella la guardó sin leer el contenido. Y justo al día siguiente me entregó la respuesta disimuladamente, al lado de un trabajo corregido. Reconocí la letra de Jacqueline en la nota, aunque esta hubiese escrito de manera más temblorosa que de costumbre.
<>.
La nota me puso los pelos de punta y escribí rápidamente la respuesta:
<>.
Le entregué la nota a la madre de Jacqueline, al final de la clase. El tiempo se me pasaba lentamente sin Jacqueline, mi fiel compañera. Pero el viernes fue llegando y con él la entrega del premio de pintura. Entonces me dirigí con ilusión al aula de dibujo. Si yo ganaba, mi cuadro sería expuesto. En aquel momento, nada me parecía más maravilloso que esa posibilidad. ¡Cientos de personas observando mi cuadro, experimentando los sentimientos que mi obra les provocaba! ¿Se puede aspirar a más?
En el aula de dibujo estaban todos los cuadros. Me fijé especialmente en uno que representaba al instituto visto desde el patio. Sonreí, seguro de que el autor sólo lo había diseñado para agradar al director. Este, el director,llegó justo entonces. Estuvo hablando casi durante diez minutos seguidos mientras los participantes esperábamos nerviosamente a que anunciase al ganador. Y eso lo hizo con estas palabras:
-... el instituto es lo que nos une a todos nosotros. Por eso es un orgullo que esté representado en exposiciones importantes. Y lo estará en gran medida gracias a François Tellier.
Un jovencito sentado a mi lado dio un respingo.
-Sí, Tellier, has ganado tú -añadió el director-. Con tu cuadro <>.
Me pareció totalmente injusto. Unas lágrimas de rabia empezaron a caerme mientras Tellier recibía su sobre con dinero. Su cuadro no expresaba nada, y la pintura ni siquiera estaba bien aplicada, ¡tenía trocitos en blanco! El director no sabía de arte, no tenía ni idea, ¿por qué decidía él quién ganaba el premio?
Sentí que se me esfumaba la única posibilidad de triunfar en el mundo de la pintura, en MI mundo. La pintura era mi vida, quería dedicarme a ella... y ni siquiera era capaz de salir vencedor de un concursito de instituto. Me quedé solo en el aula de dibujo, a propósito, reflexionando sobre esto. De repente oí pasos y me asomé a la ventana para así mostrarme de espaldas y ocultar mi cara enrojecida por el llanto.
-Hola -dijo una chica.
En principio no miré para ella, pero supe que era una jovencita por la voz. De hecho, ese tono me recordó al de Jacqueline y por eso me di la vuelta. Efectivamente, era ella. Se encontraba bajo el vano de la puerta, desatándose la bufanda. La noté cambiada: algo más pálida que de costumbre, a causa de su reciente enfermedad, y ligeramente más crecida.
-Soy un cobarde, ya lo sé -le dije entre lágrimas-. Pero es que he perdido.
-¿Cobarde por llorar? No. No te avergüences. Tus ojos verdes brillan más cuando lloras. Si te sirve de algo, te diré que estás... guapo. Y siento que hayas perdido.
Me acerqué a ella, la abracé y la besé, creyendo que de todas las personas del mundo, ella era la única que podía consolarme.
-Creí que estabas muy enferma -le comenté cuando ya no me temblaba la voz.
-Me estoy recuperando. La criada salió y no había nadie más en casa, así que he aprovechado para venir aquí, a ver qué tal te iba en el concurso. Tengo que irme enseguida, los demás se volverán locos si vuelven y ven que he salido.
Yo no quería hablar del concurso, por eso escogí otro tema.
-De algo te valdrá que tu padre sea experto en medicina -comenté-. No estás tardando mucho en recuperarte.
-Sí que he tardado -me contradijo-. Sus remedios no me acababan de hacer efecto. Me puse fatal, no dejaba de perder líquido, y mi madre estuvo a punto de avisar a otro médico sin que mi padre se enterase. Pero al final no fue necesario.
Nos miramos y Jacqueline me preguntó:
-¿Quién ha ganado el concurso?
-François Tellier. Es un chico que... va en la clase de tu hermano pequeño, me parece.
Y le expliqué lo injusta que me parecía la elección del ganador.
-Para de decir eso -me pidió la muchacha-. Has pintado una obra de arte, un cuadro precioso, ¿qué más quieres? Mira, el ganador no sabe de arte, ¡pero tú sí! Antes habrías estado contentísimo de pintar de esta manera. Cuando te vi por primera vez en mi vida, estabas dibujando por placer, no por ganar premios. Dibujabas lo que te apetecía y cuando te apetecía. Y eso a mí me pareció... estupendo. ¿Por qué has cambiado?
-No he cambiado. Me gusta mucho pintar, por eso pinto. Y sigo haciéndolo con libertad, soy fiel a mi estilo. Pero además, me parecería fantástico que la gente pudiese ver mis obras. Y al ganador le exponían su cuadro.
Nos quedamos en silencio y yo volví a abrazar a Jacqueline. Necesitaba su apoyo y ella me lo estaba dando. Al poco rato, ella me recordó que tenía mucha prisa y yo la retuve un momento más, para decirle:
-Llévate mi cuadro. Quiero que lo tengas tú.
-No. Gracias, pero si llego a casa con esto, los demás sabrán que he salido.
-Entonces te acompaño a tu casa. Me quedo hasta que llegue alguien, como que he ido de visita y te he llevado el cuadro.
-Pues muchas gracias. Sé que significa mucho para ti.
El domingo por la tarde Jacqueline se encontraba casi recuperada y la invité a la cafetería de mi padre. Me llevé una sorpresa al ver el cuadro << Atardecer en la playa>> en el local, colgado de una pared.
-El cuadro quedaba muy bien en mi casa, pero tú decías que te gustaba que la gente lo viese. Por eso lo he traído aquí. No es una exposición, sin embargo aquí vienen bastantes personas. Tu padre me ha dado permiso para colgarlo.
Miré a la muchacha, sonriendo, y luego comprobé que el cuadro no pasaba totalmente desapercibido. Me fijé en un niño y una niña pequeños, acompañados de sus abuelos. El niño se quedó mirando el cuadro y comentó:
-¡Mira qué bonito!
-Sí -respondió su abuela-. Aún sigue habiendo buenos pintores.
Todas esas tardes dedicadas por mí a la pintura, tanto en Bremen, cuando era pequeñito, como ahora en París, han servido de algo, ¿no crees, Gerhard? A mí me parece que sí.
Un abrazo,
Joachim.

La desaparición del señor Clerc

París, diciembre de 1904
Querida Louise:
Tu primo Joachim ha sufrido un pequeño percance y se encuentra con la mano de-recha vendada. No te preocupes, no es nada grave, pero debido a estas circunstan-cias la letra le sale desfigurada, le duele la mano al escribir... y, con la buena educa-ción que lo caracteriza, me ha pedido a mí que te escribiese una carta. Él quiere in-formarte de unos acontecimientos muy extraños que le han sucedido estas últimas semanas, y yo te haré llegar esas noticias.
Pero antes de nada, desearás conocerme un poco mejor, así que voy a presentar-me. Me llamo Jacqueline Lebon y en el instituto voy en la misma clase que tu primo. Mi madre es nuestra profesora de Francés durante este curso. Y mi padre es médico, da clases de Anatomía en la facultad. Yo vivo con ambos y con mis tres hermanos: Auguste, Georges y Guillaume-Thomas; de veinte, diecisiete y trece años respecti-vamente (yo tengo quince).
En cuanto a Joachim, él y yo estamos enamorados. Creo que empecé a fijarme es-pecialmente en él hace un mes. Yo me encontraba en el Café Clerc, es decir, en la cafetería de tu primo, cuando unos gamberros me intentaron emborrachar. El alcohol me hizo sentir mareada y Joachim me llevó a su casa. Me apoyé en su almohada porque me llevaba la cabeza, y al sentirme mejor me fijé en su cuarto. En las paredes se podían observar fotos, cuadros, una medalla, una bandera de su país... la habita-ción reflejaba su idiosincrasia . Él es diferente, y eso me gusta. Me parece interesan-te, de igual modo, su afición a la pintura. Por eso me enamoré de él, pero antes ya éramos amigos. Los chicos de clase no están acostumbrados a tratar con chicas y me miran con malicia, sin embargo Joachim nunca los ha imitado. A él siempre le ha parecido que lo lógico es respetarme.
Sería capaz de escribir veinte folios alabando a tu primo, pero él me ha pedido otro trabajo, así que le haré caso.
El domingo 18, día en que comenzaron los hechos que voy a narrar, mi familia y yo comíamos mientras el paisaje de fuera llamaba nuestra atención. Los copos de nieve golpeaban los cristales, y mi hermano Guillaume se ilusionaba imaginando que al día siguiente se libraría de ir al instituto gracias al clima invernal.
-¡Va a ser imposible salir de casa! -repetía una y otra vez.
En una de esas ocasiones, Guillaume se interrumpió al oír golpes en la puerta. La criada nos informó de que el visitante era Joachim, y entonces todos me miraron y yo me levanté. Unas ráfagas de viento habían llevado la nieve al vestíbulo.
-Pasa, Joachim, rápido -le dije al joven.
Él cerró la puerta y se quitó el gorro, azul y cubierto de nieve. A su pelo se habían adherido algunos copos, a pesar de haberse cubierto la mayor parte de la cabeza. Tu primo se despojó también de la bufanda, dejando ver su rostro enrojecido por el frío.
-Hola, Jacqueline, perdona que te moleste -dijo-. Me voy ahora, solo quería saber si has visto a mi padre.
-No.
Asintió con la cabeza.
-Bueno entonces... me voy.
-¿Qué pasa? -me interesé.
-Ayer se fue y aún no ha vuelto.
No supe qué decirle. Su declaración me sorprendió enormemente. Le sugerí que pa-sase a contárselo a mis padres y él obedeció. Desde que hubo repetido lo sucedido, todos nos quedamos callados hasta que mi padre le preguntó:
-¿Has ido a la gendarmería?
-No, señor doctor -murmuró Joachim.
-¿Quieres ir ahora? -intervino mi madre.
-No hace falta. Supongo que no será para tanto. Seguro que se fue por una tontería.
-¿Pero tu crees que está a salvo? -le preguntó mi hermano Georges.
-No lo sé.
Todos, excepto yo, lo liaron con preguntas y sugerencias. Joachim me acariciaba una mano y respondía que sí a casi todo. Yo no intervenía porque consideraba a Joachim preparado para desenvolverse en un caso de esas características. Cualquier reco-mendación que se le diese, ya se la habría planteado él a sí mismo anteriormente. Y era él quien debía decidir qué hacer, no los demás. Cuando estos terminaron de hablarle, mi madre le preguntó si quería comer.
-Ya he comido -declaró-. Me marcho, entonces.
-Espera un poco -le pidió ella-. Ahora nieva mucho, a ver si va parando.
Joachim le hizo caso y esperó en el salón. Al terminar de comer, fui para allí y me senté a su lado. Él parecía tranquilo, estaba observando el Nacimiento que habíamos colocado el día anterior. Al verme, tu primo me ofreció una caja de dulces.
-¡Gracias! ¿Son de tu madre? -le pregunté.
-No. Son comprados. Mi madre está en Alemania.
Yo ya sé que la familia de Joachim, por parte de madre, es alemana, y que él nació allí, y vivió en dicho país hasta los siete años. Pero me sorprendió que su madre no se encontrase con tu tío y con tu primo en París.
-Mi abuela está enferma, ha ido a verla -me explicó-. Estupendo, ¿verdad? Van a llegar las Navidades y a mí me dejan solo.
-Yo estoy aquí.
Me pasó un brazo por los hombros sin importarle que mis dos hermanos mayores entrasen en el salón en ese preciso momento.
-Cuando pare de nevar un poco, mi padre te va a acompañar a la gendarmería -le explicó Georges a Joachim.
Este último asintió con la cabeza, sin mucho ánimo. Me agarró del brazo, pidiéndome apoyo para estos momentos difíciles, y yo le acaricié sus bonitos cabellos de color marrón oscuro. Su pelo tiene algo gracioso, al menos yo lo considero así. Sobre todo cuando se lo humedece deliberadamente, porque al tenerlo un poco ondulado, le queda de punta en vez de liso hacia atrás. Joachim sonrió cuando jugué con su pelo, mostrando así su blanquísima dentadura.
La nevada amainó un poco y Joachim se dirigió él solo a la gendarmería.
-Ninguno de ustedes tiene la culpa de esta desgracia, y no les haré pagar por ella -declaró cuando nos ofrecimos a acompañarlo.
Me besó en la mejilla y se despidió también de los demás antes de marcharse. Yo me asomé a la ventana para verlo avanzar por la calle, contra la nieve y el viento.
-Pobre Joachim -comentó mi madre-. ¡Es un chico tan noble...! ¡Qué pena que le haya sucedido esto!
-Él será noble, pero su padre, lo contrario -respondió Guillaume, sonriendo-. Seguro que lo ha abandonado adrede.
-¡Guillaume! -grité.
Me fastidió muchísimo su sonrisa. Se estaba burlando de Joachim. Su actitud me provocó tanta rabia que no fui capaz de contener las lágrimas. Georges me abrazó, y todos los otros intentaron animarme. Pero claro, siempre hay una excepción: mi her-mano Guillaume-Thomas. Él hacía lo posible para que mi enfado aumentase, esta vez, canturreando:
-A Jackie le gusta Joachim, a Jackie le gusta Joachim...
Podría haberme puesto histérica y gritarle que se callase. Sin embargo, yo contaba con bastante experiencia en esos asuntos. Lo que deseaba Guillaume era que yo gritase. Pues bien, no le iba a dar ese placer.
-¿Y qué, si me gusta Joachim? -le dije en un tono de voz normal-. Y no me llames Jackie.
La carita de Guillaume se ensombreció al instante. Abrió la boca, intentando llenarla de palabras de burla, pero al no encontrarlas abandonó el salón. Ese triunfo sobre mi hermano pequeño no trajo consigo la felicidad. Tal vez porque yo temía que el co-mentario de Guillaume fuese cierto, que el señor Clerc hubiese abandonado a su hijo a propósito.
Esa idea rondó por mi cabeza hasta que Joachim volvió unas horas más tarde, cu-bierto de nieve.
-¿Qué tal todo? -le pregunté cuando corrí a abrirle la puerta.
Se encogió de hombros.
-He hablado con un gendarme, y... me he caído en la nieve, no sabes cómo me duele la mano.
Avisé rápidamente a mi padre con la intención de que le hiciese una cura a tu primo. Yo los observé desde la puerta, sin entrar en el salón, cuando Joachim se sentó en el sofá para que mi padre lo atendiese. En ese momento llamó a la puerta una vecina muy entrometida. Vino a pedir huevos pero se quedó media hora hablando. Joachim y yo manteníamos nuestra propia conversación; la vecina hablaba con mi madre. De pronto, ellas se callaron un momento y escucharon perfectamente que Joachim me decía:
- Sí, me aburre, me aburre mucho esa clase y al profesor no le entiendo nada, pero... me fijo en ti para distraerme.
Justo después, tu primo fue a beber a la cocina y yo lo seguí. Pero no perdí palabra de lo que la vecina le comentaba a mi madre.
-¿Quién es ese jovencito? -le preguntó.
Mi madre le explicó que lo conocíamos del instituto, y la vecina añadió:
-¿Pues te has fijado en cómo lo mira tu niña? La pobrecita parece enamorada.
-Sí, lo mira de la misma forma que tu hijo mayor a la hija del cartero.
La vecina recordó lo ocupadísima que estaba y se marchó enseguida. Esto no tiene una especial relevancia en la aventura de tu primo, pero te lo cuento porque me ha hecho gracia.
Joachim dijo varias veces que se iba a marchar, pero nevaba tantísimo que le reco-mendamos que se quedase. Y yo deseé que nevase eternamente para que no tuvie-se que marcharse nunca. Finalmente cenó con nosotros. Él a veces me sonreía y me tocaba el hombro, pues se hallaba sentado junto a mí. Nuestro amor es fuerte e ino-cente, por eso a él no le importaba que los demás lo descubriesen. Pasados los tiempos en los que él me amaba en secreto, reuniendo el valor suficiente para decír-melo, el sufrimiento sistemático había desaparecido de nuestra relación. Ahora, esta se había convertido en un colorido y alegre cuadro, apenas emborronado con man-chas que enseguida eran cubiertas por bonitas pinceladas.
Una de esas manchas era el misterio que rodeaba al padre de Joachim. Tu primo no quería hablar sobre eso, me lo dejó bien claro al terminar de cenar. No obstante, in-sistí tanto que conseguí arrancarle estas palabras:
-Mi padre me mandó ir a servir de camarero a nuestra cafetería. Le dije que tenía que estudiar, me libré de esa forma. Y te prometo que estudié, pero quise descansar un poco, pintando en un lienzo nuevo. Mi padre volvió a casa justo entonces y me vio divirtiéndome. Nos enfadamos, él me desgarró el lienzo y se marchó. No he vuelto a verlo desde entonces.
-¿Dónde crees que pasó la noche? -le pregunté.
Joachim se encogió de hombros.
-Emborrachándose por ahí -supuso.
-¡No, Joachim!
-¿Qué? Es lo que creo. Estoy siendo sincero, Jacqueline. No se puede esperar más de él.
Le dirigí una mirada de reproche.
-Yo lo quiero mucho -añadió-. Me dio comida, ropa, casa...y... es mi padre, caramba. Pero ahora... se ha hartado de mí.
-Eso no puede ser cierto -dije.
Le acaricié la mano vendada mientras las lágrimas le llenaban sus preciosos ojos verdes.
-Sé que tu padre no haría esto -comentó-. No os dejaría de lado, no se marcharía. Pero el mío... no es responsable, no se comporta como un adulto. Aunque no por eso lo voy a querer menos.
-¡Joachim, hablas como si tu padre no fuese a volver nunca! -me alarmé.
-Él querrá volver -declaró-. No es tan... excesivamente rencoroso. Pero si le pasa algo... Jacqueline, mi pequeña, hace mucho frío. Si no sobrevive...
Me aterró esa negra posibilidad. Por su parte, Joachim siguió hablando pero no pude entender sus palabras. El llanto no le dejaba hablar con claridad. Le froté las mejillas y los demás intentaron también animarlo. Así todo, su llanto tardó en detenerse. Cuando por fin parecía un poco más tranquilo me llevó al vestíbulo. Su intención era hablar conmigo a solas.
-Jacqueline, yo quiero pintar -me explicó-. Dudo que pueda vivir de eso algún día, no sé si a alguien le interesarán mis cuadros, pero yo quiero pintarlos. Siento esa nece-sidad. La pintura me ayuda a conocerme mejor a mí mismo, a sentirme bien. No sé explicarlo, pero digamos que es una parte muy importante de mi vida. Mi madre tal vez no lo comprenda, sin embargo, no se enfada. Pero mi padre... cree que es una pérdida de tiempo. No quiere que pinte, discutimos... discutíamos mucho por ese tema. Desde hace muchos años. Simplemente, él no aguantaría más y se diría: <>. Él no lo entiende. Yo lo valoro por encima de nuestras dife-rencias. Sin embargo... él se fue, y... si le pasa algo, yo soy el responsable.
Yo iba a contradecirlo. Joachim nunca había querido que su padre se marchase, por eso no era responsable de lo que le ocurriese a este por fuera. No obstante, el mu-chacho no me dejó tiempo para hablar.
-Estoy cansado, quiero echarme en algún sitio -dijo-. No voy a poder dormir, pero por lo menos, quiero estirar el cuerpo.
-Sí, claro. Tal vez... en la habitación de uno de mis hermanos...
-Me conformo con un sofá.
-No. No te vamos a tratar así.
Finalmente nos pusimos de acuerdo para que durmiese al lado de Georges.
Los pronósticos de Guillaume se cumplieron: al día siguiente no hubo clase. Salí un momento a la calle con mis hermanos y con Joachim. Les ayudé a hacer un muñeco de nieve a Auguste y a Georges, consciente de que Joachim me observaba desde el banco en el que se hallaba sentado. Luego mis hermanos mayores entraron en casa y yo me acerqué a tu primo, me quedé de pie enfrente de él. Lo miré con dulzura mientras él apoyaba sus manos, protegidas por los guantes, en las mías, que esta-ban de igual modo.
-Tu padre sabe cómo defenderse -murmuré-. No te preocupes.
No obtuve respuesta de Joachim porque él recibió el impacto de una bola de nieve en la mejilla. Miré a la derecha y descubrí que el responsable había sido Guillaume.
-¡Para de una vez! -grité.
Al instante recibí la respuesta de Guillaume: un pedazo de nieve que me golpeó en la cara y me hizo perder el equilibrio. Me caí al suelo de rodillas y alguien (Guillaume) me metió nieve por debajo de la ropa. Temblé cuando el hielo me resbaló por la es-palda. Tirada boca abajo en el suelo nevado, yo gemía de frío. Guillaume se burló un momento, hasta que Joachim le gritó:
-¡¡¿Qué haces animal?!! ¡¡¿Es que quieres matarla?!!
Y escuché el sonido del manotazo que, sin duda, Joachim le había propinado en la mejilla a mi hermano pequeño. En ese momento casi no podía levantarme, me dolía mucho la rodilla (menos mal que el dolor pronto desapareció). Entonces tu primo me cogió en brazos y me dedicó unas dulces palabras, muy distintas a las que él mismo le acababa de destinar a Guillaume. Me agarré a la ropa de tu primo y desde sus brazos vi a mi hermano pequeño haciendo pucheros y murmurando: <>. Creo que Joachim mide sobre un metro ochenta y cinco (te lo digo por si hace tiempo que no lo ves). Impresiona cuando se enfada, no me extraña que mi hermano reaccionase así.
Sin embargo, Joachim es muy dulce cuando se lo propone. Muestra de ello es el cuidado con el que me llevó al salón y me acostó sobre la butaca más cercana a la chimenea. Encendió el fuego y me frotó la espalda. A continuación me tapó con su abrigo y le explicó a mi madre lo que había pasado. Al enterarse, ella me estuvo atendiendo todo el día para evitar, según sus palabras, que yo "cogiese una gripe o algo peor". Joachim salió antes de comer para ver si su padre había vuelto.
-Pobre jovencito -comentó mi madre cuando él no estaba-. Tiene... ¿cuántos, dieci-séis años? ¿Cómo se va a arreglar si a su padre le pasa algo?
-Es un muchachote y su madre volverá pronto. Así todo, espero que el señor Clerc esté bien -contesté.
Pero no había garantías de que el señor Clerc se encontrase como yo deseaba. Joachim volvió al cabo de un rato, anunciando que no había rastro de su padre. Tu primo insistió en irse a comer por ahí, él solo. Dijo que venía a informarnos de lo ocu-rrido (que en realidad y por desgracia, no había sido nada), pero que no se iba a quedar molestándonos durante más tiempo. Sin embargo, la comida ya estaba pre-parada, incluida una ración para él, y por eso aceptó quedarse.
Mi padre volvió con un periódico y Joachim corrió a leer las noticias. Le parecería que su padre podía ser el protagonista de alguna, de ahí su interés. Pero tu primo se presentó a comer con cara de desilusión. Se sentó a mi derecha y yo le di una pal-madita en la espalda para animarlo. Mis padres le hablaban mientras comíamos, le hacían preguntas con la intención de que se sintiese integrado. Él respondía con total normalidad y sin dar muestras de su preocupación. Pero en el fondo, estaba intran-quilo. No dejaba de pensar en su padre, y lo sé porque el terminar de comer me sen-té a su lado en el salón y él me preguntó:
-¿Crees que está muerto?
Me impresionó oírlo. Yo a veces también me lo preguntaba, pero escuchar esas palabras de boca de otra persona, del propio Joachim, me ponía los pelos de punta.
-No -respondí-. Joachim... no sé por qué, pero tengo la intuición de que está vivo.
Tu primo asintió e inmediatamente hizo una mueca de dolor.
-¿Qué pasa? -le pregunté.
-Nada, nada.
Se fue del salón, pero así todo, unas horas más tarde yo descubrí lo que ocurría. Tu primo y mi padre estaban hablando en la habitación de Georges. Los escuché desde las escaleras, a pesar de que su tono de voz no era elevado.
-...sí, me duele -decía Joachim -.Cuando Guillaume le echó el hielo por la espalda a Jacqueline, ella se quedó temblando en la nieve, no podía moverse. Yo tenía miedo de que cogiese una pulmonía y la traje a un lugar abrigado. En brazos. Y la mano... no sé, puede haber sido una mala postura. La niña está delgada, pero claro, algo pesa. Yo ya tenía la mano torcida, y ahora me da pinchazos.
-Gracias por preocuparte de Jacqueline -respondió mi padre-. Mira, te voy a poner otro vendaje. Pero si ves que no mejoras, ven conmigo al hospital. Aquí no tengo muchos materiales para hacerte curas.
Mi madre iba a darnos las notas del primer trimestre en el salón, en aquel momento. Lo oficial sería esperar dos o tres días, como los demás compañeros, pero Guillaume y yo insistimos tanto que mi madre cedió (lástima que se mantuviese firme en otras ocasiones, cuando le pedíamos pistas acerca de lo que preguntaría en los exáme-nes, por ejemplo). Yo iba a avisar a Joachim y fue entonces cuando lo escuché hablando con mi padre. La puerta de la habitación de Georges se hallaba entreabier-ta, pero yo llamé prudentemente antes de entrar. Esperé a que mi padre terminase de vendarle la mano a Joachim y luego bajamos al salón.
Guillaume, Joachim, mi madre y yo nos sentamos al lado de la chimenea. Yo me enteré de que había aprobado todo, con varios notables y sobresalientes. Joachim sacó sobresaliente en Alemán y en Arte, pero suspendió Latín. Y a Guillaume le que-daron tres asignaturas, incluida la de mi madre. Él se creía que iba a aprobar por ser hijo de la profesora y no estudió. Ya lo habíamos advertido de los riesgos que conlle-vaba hacer eso.
La nevada adelantó las vacaciones de Navidad; desde la semana del domingo día 18 no hemos vuelto a clase. Mi madre les mandó las notas por correo a los demás alumnos, acompañadas de unas postales navideñas que compró Joachim en un es-tanco con ese propósito. Yo siempre recordaré esa anécdota con agrado.
Joachim se quedó a vivir con nosotros durante unos días. A mis padres les parecía muy duro que pasase completamente solo las Navidades y lo invitaron a quedarse. Pasó la Nochebuena con nosotros, por supuesto. Pero esa Nochebuena fue casi un desastre. En primer lugar, el padre de Joachim se hallaba en paradero desconocido; y en segundo, él, tu primo, seguía con dolor en la mano derecha. Durante la cena mencionamos a su padre y él comentó:
-No sé dónde estará, pero ahora vamos a divertirnos como podamos. Por mucho que lamentemos su ausencia, no va a aparecer.
Recordé esas palabras cuando me acosté, con una sensación agridulce. Pasadas varias horas escuché pasos y susurros. Me levanté y le pregunté a mi madre qué ocurría.
-Joachim no podía dormir -me dijo-. Por la mano. Se acaba de ir al hospital...
-¿Con papá?
-Sí.
Volví a acostarme y creo que apenas dormí tres horas. Cuando intentaba relajarme, me venía a la mente la imagen de Joachim aguantando un tratamiento extremada-mente doloroso. Era terrible, lo pasé fatal. Pero la situación en la que se encontraba Joachim acarreó un acontecimiento muy positivo, enseguida comprenderás por qué lo pienso.
Me despertaron unas voces sobre las ocho menos cuarto de la madrugada. Como era el día de Navidad me levanté, por pronto que fuese, para abrir los regalos. Y la mejor de las sorpresas fue ver a Joachim y a su padre en el salón. El primero sonre-ía, con un lienzo en las manos. Y el segundo llevaba un brazo en cabestrillo. Su as-pecto no era muy bueno, ¡pero vivía! Joachim me vio entrar y exclamó:
-¡¡Mira, lo hemos encontrado!! El sábado, después de discutir y romperme el lienzo, mi padre salió y resbaló en la nieve, entonces...
-Pero Joachim explícale a tu... amiga que salí para comprarte otro lienzo -intervino el señor Clerc.
-¡Ah, sí! -exclamó Joachim, con alegría-. Mi padre se calmó después de que discutié-semos, y se acordó de los muchos jóvenes que dedican su tiempo a emborracharse. Entonces se dio cuenta de que... bueno, pintar es mejor que emborracharse. Y, sí, salió para comprarme otro lienzo. Pero como ya te he explicado, resbaló. Estuvo en el hospital hasta ahora mismo, hasta que lo vi. Iban a darlo de alta ahora, y... vaya, ya hemos salido juntos del hospital. Por cierto, él me envió unas notas a casa, o al menos le pidió a un enfermero que lo hiciese. Pero esas notas no han llegado, cuan-do pasé por casa, no las vi.
-El enfermero era inglés, sospecho que pudo copiar mal la dirección -intervino el se-ñor Clerc-. Pero no importa.
Joachim me entregó tres paquetes, sonriendo. Uno contenía un cuadro que me re-presentaba a mí. Estaba muy bien hecho. El dibujo no era solamente una chica rubia de ojos azules, sino que además tenía mis rasgos. El segundo paquete guardaba una pulsera de oro.
-¡Vaya, Joachim, pero esto es muy caro... para ti!
-Tengo mis recursos -respondió de forma enigmática.
Y el dentro del tercer paquete se encontraba una caja de dulces. Guillaume también debió de despertarse entonces. Me vio con ese último regalo y exclamó:
-¡Hermanita, si comes todo lo que te da Clerc, te va a explotar el estómago! ¡Compar-te los dulces conmigo!
Joachim siempre será Joachim; y Guillaume, Guillaume. Y es bonito que ciertas co-sas no cambien. Hasta aquí llega la tarea que me encomendó tu primo, ya te he con-tado lo que pasó. Y al recordarlo me estoy dando cuenta de que estas Navidades no están siendo tan malas. Al menos, puedo calificarlas de inolvidables.
Feliz Año Nuevo, y un abrazo de
Jacqueline Lebon.

miércoles, 28 de enero de 2009

LA HIJA DE LA PROFESORA III

París, noviembre de 1904

Querida Wendy:
Desde que vi al rizoso Jean-Paul Girardet con una chica en el Café Clerc, evité a toda costa cruzarme con él. Tal vez fuese porque yo no quería retomar nuestra relación, y si él me lo pedía, me daría vergüenza decirle que no.
Durante unos días tuve suerte, no lo vi por los pasillos. Sin embargo, tuvo que llegar el ineludible momento de cruzarme con él. Mi amigo Joachim Clerc me acompañaba a la salida. Jean-Paul se hallaba sentado solo, en los escalones que dan paso desde el patio al vestíbulo.
-Jacqueline, ven un momento –me dijo.
Me acerqué a él y Joachim se vino conmigo.
-Clerc, vete –ordenó Jean-Paul sin ningún tipo de reparo.
-Tú a mí no me das órdenes –le plantó cara Joachim.
-Te haces el chulo porque alguien interesante, como Jacqueline, se digna a ser tu amiga. Pero ella es mi novia. Y eso es más.
-¿Tu novia? ¿Una de cuantas? –preguntó Joachim-. Porque el miércoles ya estabas con otra en mi cafetería.
Jean-Paul puso mala cara, apretó los labios, pero contuvo su enfado y me dijo:
-De eso te quería hablar, a ver si podemos a otra hora. Cuando Clerc no nos estorbe.
-Si quieres decirme algo, estoy aquí. Dímelo delante de Joachim u olvídate.
Jean-Paul mantuvo su expresión de enfado y declaró:
-Siento lo del otro día. Creí que sería divertido andar con varias chicas, pero... no me he divertido nada. Porque solo hay una que me importa y eres tú. Quiero que volvamos a quedar. Por ejemplo, el sábado por la tarde.
-No va a poder ser, le coincide con una cita que tiene conmigo. Es que voy a retratarla en un cuadro y... claro, va a ir a mi casa a posar –intervino Joachim.
Se lo acababa de inventar, no habíamos quedado en eso.
-¿Sí? ¿Y cuánto le pagas por ese favor, por ir a perder el tiempo allí parada para ti? –preguntó Jean-Paul.
-Somos amigos, no nos cobramos los favores. Hay gente que... hace cosas aunque no le supongan una ganancia económica. Pero esto es nuevo para ti, ¿verdad, Girardet?
Jean-Paul le propinó un puñetazo a Joachim, a pesar de que este último pasaba del metro ochenta. Las palabras de disculpa del primero habían sonado muy bonitas, pero acababa de demostrar que su actitud no se encontraba en concordancia con ellas.
-¿Qué me dices, Jacqueline? ¿Vendrás otro día, entonces? –insistió Jean-Paul.
Negué con la cabeza al mismo tiempo que Joachim lo agarraba a él del cuello de la camisa.
-Para, Joachim, déjalo –intervine-. Es un maleducado, no te equipares a él.
Joachim me obedeció.
-Así que soy un maleducado, ¿eh? –dijo Jean-Paul-. Pues verás de qué soy capaz. Mejor te será no tenerme de enemigo, nena. Procura no ponerme enfadado. Después no llores si no te gustan las consecuencias.
-Da asco que amenaces a una señorita –respondió Joachim-. Vámonos, Jacqueline.
Entonces yo lo obedecí a él.
Durante los días siguientes seguí escapando de Jean-Paul, y ahora me era más fácil porque, aparentemente, él también huía de mí. Joachim y yo pasábamos bastante tiempo juntos. Yo notaba que él se preocupaba por mí más que de costumbre. Estaba siendo muy amable.
Un día al llegar a casa encontré un papelito dentro del bolsillo de mi abrigo. Tenía escrito lo siguiente:
<NO TE COMENTÉ NADA EN CLASE PORQUE ESTABAS ATENDIENDO Y NO QUERÍA INTERRUMPIRTE.
NOS VEMOS EN LA TABERNA DE MAURICE (ESPERO).
BESOS, JOACHIM>>.
Me pareció raro que Joachim no me hubiese hablado de eso durante el recreo. Y otra cosa extraña era que toda la nota se encontrase escrita con letras mayúsculas. Pero decidí no darles importancia a esos detalles e ir a la cafetería a ayudar a mi amigo. Mi hermano Georges me acompañó hasta allí y luego se marchó. Fue una lástima que no se hubiese quedado.
Entré en la taberna y vi al camarero, a tres hombres en la barra y a un chico en una mesa. El chico era Jean-Paul. Evité mirar a este último, me senté lejos de él.
-Si tu madre te ve aquí, se desmaya –me dijo el muchacho-. ¿Se puede saber a qué has venido?
-He quedado con Joachim –respondí.
-Qué raro. ¿Por qué no en su cafetería?
-Allí hay obras.
En aquel momento no entendí por qué, pero Jean-Paul se rió. Los hombres de la taberna me miraban y eso me hacía sentir incómoda.
-Venga, te invito –me dijo Jean-Paul al cabo de unos minutos-. ¿Qué quieres?
La barra y las mesas estaban llenas de polvo. El local no me pareció limpio y decidí no tomar nada.
-Gracias, Jean-Paul, pero ahora no me apetece nada –declaré.
En aquel momento entró alguien más en la taberna y yo miré a la derecha para averiguar si era o no Joachim. Y no era. Se trataba de un muchachote de pelo negro. Saludó a Jean-Paul y se sentó en la misma mesa que yo. Entonces Jean-Paul se cambió de sitio y se vino a sentar con nosotros. Los dos chicos estuvieron hablando y riéndose durante un buen rato. Yo no les decía nada, por eso uno de los hombres de la barra se dirigió a mí.
-Eh, chavalita, ¿esos no te distraen? –me preguntó-. ¿Quieres ir a dar una vuelta conmigo, a ver si así te diviertes?
No respondí. Me había dicho eso con la única intención de meterse conmigo.
-Vamos, ¿por qué no? –insistió.
-Estoy esperando a una persona –contesté.
Jean-Paul y el chico que se hallaba en nuestra mesa se rieron.
-Y si no viene, ¿qué vas a hacer? –insistió el hombre de la barra.
-Vendrá.
Jean-Paul y su amigo volvieron a reírse.
-No –dijo Jean-Paul-. No vendrá. Tú te crees que ese muchachito te es leal, pero por detrás, se desentiende de ti. No le importas nada.
-¡Es mentira!
-Bueno, Jacqueline, piensa lo que quieras, pero ya verás cómo no viene.
Miré el reloj. Eran las cinco menos cuarto y Joachim me había escrito que llegaría a las cuatro.
-Espera un momento, ¿qué tienes en la cara? –dijo Jean-Paul-. Estás manchada, ¿no será tinta?
Me toqué el rostro.
-En la mejilla derecha –insistió Jean-Paul-. Es una mancha enorme, ahora que me fijo. Anda, vete a limpiarte al baño.
Obedecí, pero cuando me miré al espejo no me encontré manchada en absoluto. Volví a la mesa y descubrí que los chicos habían pedido una bebida para mí.
-Vaya, ya estás limpia –comentó el amigo de Jean-Paul.
-No estaba sucia –le dije.
Él se encogió de hombros y me ofreció una bebida.
-Es limonada –me dijo Jean-Paul.
La bebí y me supo bastante mal. Incluso noté que me mareaba, ¿pero cómo, si no llevaba alcohol? Entonces sí que llegó Joachim.
-¿Qué haces aquí? –me preguntó.
-¿Cómo que qué hago? He venido por lo de Historia.
-¿Qué?
-Por lo de Historia, por lo que me has escrito en la nota.
-¿Qué nota? No te he escrito ninguna.
Me sentí confusa, por las respuestas de Joachim y por la bebida, que me estaba mareando cada vez más. Por eso no dije nada, sino que le mostré el papelito que me había aparecido en el abrigo.
-¡Eh, Jean-Paul, te has olvidado de poner “te quiero”, o algo así en la nota!–susurró el amigo de Jean-Paul.
Yo me encontraba mal, sin embargo, fui capaz de razonar quién era el verdadero autor del mensaje. Era Jean-Paul, para reunirse conmigo. Me puse de pie y me caí.
Abrí los ojos en una habitación en la que nunca había estado anteriormente. Me dolía mucho la cabeza.
-Mamá –llamé.
Al cabo de unos segundos apareció Joachim. Estaba empapado.
-¿Estás mejor? –se interesó.
-Un poco.
-Jean-Paul quería emborracharte, por eso te escribió esa tontería de nota –me explicó Joachim-. En mayúsculas, para que no reconocieses su letra. Ah, por cierto, el alcohol se te subió a la cabeza, pero no hiciste ninguna tontería. Te desmayaste. Te he traído a mi casa en brazos, desde la taberna.
-Llovía mucho, ¿verdad? –supuse.
-Bastante. He intentado taparte con mi abrigo. No quería que tú te mojases.
-Gracias –le dije-. Eres muy amable.
Me sentí extraña, como si siempre hubiese estado enamorada de él. Me pareció que ser amigos era demasiado poco.
-No es para tanto. Menos mal que llegué a tiempo. Vi a tu hermano Georges por el camino y me contó dónde estabas. Yo quería verte, porque...
Se interrumpió al darse cuenta de que yo observaba su habitación con interés. Es que era muy bonita, con fotos suyas, mías, de mis hermanos; cuadros pintados por él, una bandera de su patria alemana... Ahora Joachim era muy guapo, y al parecer, siempre lo había sido. Me di cuenta al observar una foto suya de cuando era pequeño. Estaba sonriendo, montado a caballo.
-¿Por qué querías verme? –le pregunté.
-No importa. Tenía un regalo para ti. Te lo daré cuando te encuentres mejor.
Y así lo hizo. Esa tarde, mi hermano Guillaume celebraba su decimotercer cumpleaños con nuestra familia, y yo le pedí a Joachim que se acercase a mi casa para probar la tarta. Al final nos quedamos solos en el jardín, se notaba que el muchacho tenía ganas de estar solo conmigo. Se sacó una cajita del bolsillo y me la entregó. Yo la abrí y vi que dentro se encontraba el anillo que él había querido regalarme meses antes, cuando cumplí quince años.
-Antes me lo rechazaste –dijo-. Me pediste que se lo diese a alguien especial, pero esa eres tú. Quiero... desde finales de agosto he querido darte esto, y hablar contigo en serio, pero no he podido...
-¿Por qué?
-Porque al dártelo, quería ser sincero, completamente sincero contigo. Y tú andabas con otros. Siempre había otros, y... yo no quería meterme. Era tu vida. Verás, antes, en tu cumpleaños, el anillo significaba amistad. Pero he cambiado. No sé cómo, ni qué me ha pasado, pero no importa. Yo... antes siempre decía que te quería como a una hermana, sin embargo... ahora siento algo totalmente diferente. ¿Sabes lo que quiero decir?
Me metí el anillo en el dedo y murmuré:
-Creo que sí.
Y él me besó.
-Ahora ya lo sabes –dijo-. Y estoy contento de haberte contado lo que siento. Aunque me pidas que me aparte de ti.
-¡Claro que no lo haré! –respondí-. ¡Te preocupas de mí, me haces regalos...! ¡No soy tan cruel! Y además... estoy de acuerdo contigo. Joachim, ahora no hay otros, y me alegro. Solo estás tú.
Desde entonces somos novios. Al día siguiente recibí el primer premio en el concurso literario, gracias a aquel relato mío que ahora me parecía tan lejano, La mirada del chico de los ojos verdes. Cuando escribí aquello, Jean-Damien Fontaine había sido la base de mi inspiración. Pero ahora, fue la mirada de otro chico de ojos verdes la que se clavó en mí cuando fui a recoger el premio. La de Joachim Clerc. Todo el amor que había sentido yo por Jean-Damien lo sentía ahora por Joachim, y esta vez sí que era correspondido.

viernes, 26 de diciembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA II

París, octubre de 1904
Querida Wendy:
Me alegra que opines de mi hermano Georges esas cosas buenas que me cuentas en la carta. Por mi parte, me han ocurrido sucesos interesantísimos.
El verano dio paso al otoño y a mí me seguía gustando Jean-Damien. Un día, mi madre se sintió mal y no pudo ir al instituto. Entonces, yo volví para casa con mi hermano pequeño, pero antes pasamos por la facultad de Medicina. Yo tenía ganas de ver a Jean-Damien. Esperamos casi un cuarto de hora. Mi hermano Guillaume ya empezaba a sospechar por lo que era, pero yo no le expliqué nada. Y lo que ocurrió fue que en vez de encontrarme con Jean-Damien, vi a Jean-Paul Girardet. Estaba afeitado y conservaba su cabello rizoso tal como yo lo recordaba. Por cierto, llevaba su inseparable chaqueta negra. Hacía casi una semana que yo no lo veía.
-Las pasiones son difíciles de borrar –declaró.
-Hola, Jean-Paul –le dije.
-Hola. A ti te gusta Jean-Damien, y a mí me gustas tú. Por eso digo que las pasiones son difíciles de borrar.
Guillaume se rió.
-¿Eres el novio de mi hermana? –le preguntó.
-Más quisiera yo. Pero... a ver, niñito, ¿te importa... dejarme solo con ella, un momento?
-Bueno, acepto. Pero no me llames “niñito”. En octubre voy a cumplir trece años, y estoy creciendo bastante últimamente.
-Está bien, hombretón. ¿Haces el favor de marcharte?
-No –intervine-. ¡No, Guillaume, no te vayas! Mamá nos dijo que volviésemos juntos a casa.
-A ver, Guillaume, entra en la facultad, y luego ya vamos nosotros a buscarte –sugirió Jean-Paul.
Le dirigí una mirada de reproche.
-No le va a pasar nada –me dijo Jean-Paul.
Y Guillaume obedeció. Tras rechazar los reiterados abrazos de Jean-Paul, le dije (a él, a Jean-Paul):
-¿Qué haces aquí?
-Te he seguido desde el instituto. Para una vez que no te acompaña tu madre...
-¿Y qué quieres?
-¡Tantas cosas...! Pero iré por partes. Se ha abierto una cafetería bastante fina aquí, en París, y quiero invitarte a que vayas allí conmigo. Eso no te compromete a nada. Si no quieres volver a saber nada de mí, me resignaré. Pero primero... dame una oportunidad. Vete conmigo, Jacqueline, por favor.
-No sé.
-Por favor. El sábado por la tarde. Y luego te dejo en paz.
-De acuerdo.
-Bien, entonces quedamos a las cuatro y media en el patio del instituto. No está muy lejos de allí.
Al final, Guillaume me preguntó qué había pasado y se lo conté. No se me da bien mentir, pero más me habría valido que Guillaume nos se enterase de mi futura cita con Jean-Paul. Y lo digo porque nada más llegar a casa, mi hermano pequeño fue corriendo a contárselo a mi madre, y a molestarla, porque ella estaba en la cama. Yo entré en la habitación detrás de mi hermano.
-¡Jacqueline va a ir a una cafetería con un chico! –gritó él-. En cuanto no la tienes controlada, ya hace de las suyas.
-¡Yo no quería! –respondí-. Solo es por quedar bien.
-¡Anda, dale duro! –le dijo Guillaume a mí madre, antes de irse.
-Es cierto, solo es por quedar bien –repetí, ahora que Guillaume no estaba.
-¿Y cuántas veces vas a ir adónde él te pida, por quedar bien con él?
-Solo me va a invitar a una cafetería. Eso me ha dicho, que si no quiero nada más con él, no va a insistir.
Creo que mi madre no quedó muy convencida, pero no dijo nada. Debía de ser porque estaba enferma y no quería discutir.
-Mamá, ¿te estoy molestando? –pregunté.
-No, claro que no.
-Oye, él no es tan terrible –añadí, rápidamente-. Y... la semana pasada, me dijo que explicabas bien.
-¿Le doy clase?
-Sí. Se llama Jean-Paul Girardet. Va en una clase de ciencias, ¿lo conoces?
-¿Tiene el pelo rizoso y negro?
-Sí.
-Entonces sé quién es.
Todos le dieron una importancia excesiva a mi cita con Jean-Paul. Yo ya había tenido citas con un chico (con Danny) anteriormente, pero mis padres y mis hermanos se habían enterado de eso una vez que yo no había vuelto a ver a Danny, así que para ellos, esta venía a ser la primera vez que un chico me invitaba a algo.
La tarde del sábado estuve esperando a Jean-Paul en el patio del instituto, con mi hermano Georges. Mis padres aún no me dejan andar sola por París, pero así todo, Georges se marchó en cuanto vimos a Jean-Paul. Con este entré en una cafetería que se encontraba a pocos metros del instituto. Por fuera del local había un letrero que rezaba: “Café Clerc”. Me acordé de mi amigo Joachim Clerc, él también se apellida así. El local era muy amplio. No sabría decir por qué, pero me pareció higiénico. A lo mejor es porque estaba bien iluminado, ya que si estuviera oscuro, me habría dado sensación de sucio, aunque eso no tuviese que ver.
En la cafetería se encontraba bastante gente y Jean-Paul buscó un sitio cerca de un numeroso grupo de hombres y mujeres. Nos sentamos y esperamos a que nos atendiese un camarero. Este llegó pronto. Según calculé, tendría unos cuarenta y cinco años. Estaba muy delgado y tenía el pelo castaño, muy corto. Jean-Paul y yo le pedimos sendas naranjadas. Esperando por la bebida, miré alrededor y en un extremo del local vi a un joven alto que se hallaba de espaldas. Su pelo era castaño, más cercano al negro que el rubio, y un poquito ondulado. Deseé verlo por delante, pues por detrás parecía atractivo. Más que Jean-Paul. Entonces, el chico alto se dio la vuelta y descubrí que era mi amigo Joachim Clerc. Él también me vio, y corrió a abrazarme.
-¡Me voy a quedar en París, voy a ir al mismo instituto que tú, otra vez! –me explicó.
Me levantó en el aire y dio vueltas hasta que le pedí que parase.
-Jacqueline, te he echado mucho de menos –dijo.
-Yo también. ¿Pero qué haces aquí?
-Esta es la cafetería de mi padre. La ha comprado hace muy poco. Mientras estuvimos en Alemania, reunió el dinero suficiente para pagar el local. Llevaba años ahorrando para esto. Hemos vendido la taberna de antes, la mala. Este sitio es mucho mejor, ¿no crees?
-Nunca he estado en la otra, pero supongo que sí.
Joachim seguía acariciándome un brazo mientras se fijaba en Jean-Paul.
-Joachim, este es Jean-Paul –le dije.
Ellos se estrecharon la mano, con poco ánimo, y se quedaron serios.
-¿Quieres algo, Jacqueline? –me preguntó Joachim-. Si quieres te invito, y... a ti también, Jean-Paul.
Lo de “a ti también, Jean-Paul” lo dijo de una forma tan antinatural que me sorprendió, y que ofendió a Jean-Paul.
-No, Joachim –respondió este-. A ella ya la he invitado yo. Y yo no necesito tus invitaciones, así que ya puedes marcharte.
Joachim me sonrió y se fue a atender a unos clientes que lo llamaban.
-No me habías hablado de él –me dijo Jean-Paul.
Me encogí de hombros.
-En tu lista de preferencias, ¿ese tipo y Jean-Damien están por delante de mí? –insistió Jean-Paul.
-Joachim es un amigo. No va a intentar conquistarme, no te preocupes.
El hombre delgado llegó con las naranjadas, y Joachim volvió a acercarse.
-¡Mira, papá, ha venido Jacqueline! –le dijo al camarero.
Yo no sabía que aquel hombre delgado era el padre de Joachim. Me besó en las mejillas y dijo:
-Tenía ganas de conocerte. Joachim habla mucho de lo buena chica que eres, en todos los aspectos.
Luego el padre de Joachim le estrechó la mano a Jean-Paul, preguntándole:
-¿Eres uno de los hermanos de Jacqueline?
-No. Soy Jean-Paul Girardet, un amigo de la chica.
-¿Sí? Pues tratadla bien, vosotros dos. A ver, Joachim, ¿quieres quedarte ahí con tus amigos? ¿Os traigo unos bollos?
-¡Sí! –aceptó Joachim, sentándose a mi lado.
Jean-Paul me miró de una forma que parecía decir: “¡Pero mándale que se vaya!” Sin embargo, yo estaba contenta de que Joachim se quedase con nosotros.
Jean-Paul habló casi todo el tiempo, sin apenas dejarnos intervenir a los demás. Pero sus comentarios me resultaron agradables y divertidos. De vez en cuando, Joachim me acariciaba la mano, pero Jean-Paul no se daba cuenta. Y él, Jean-Paul, me tenía cogida de la cintura, y Joachim sí que podía verlo. Me extrañó la actitud de Joachim. Normalmente, él solía mantenerse más distante. Pero no le di importancia. Hacía tiempo que no nos veíamos y él estaría contento de reunirse conmigo.
Al cabo de un rato, Jean-Paul y yo nos despedimos de Joachim y subimos a un coche (de caballos) que nos llevó muy cerca de mi casa. Por el camino, Jean-Paul fue muy amable conmigo. Me trató con mucha dulzura.
-¿Te lo has pasado bien? –fue una de sus preguntas-. ¿Quieres volver a ir a algún sitio conmigo?
-Me he divertido. Sí, me gustaría ir contigo a algún lado. Gracias por todo.
-Gracias a ti por aceptar mi invitación. Y no te pido que respondas ahora, pero quiero que reflexiones. Ya que Joachim es solo tu amigo y no entra en esto, hay algo que debes decidir entre Jean-Damien y yo. Debes elegir entre él, que te ha rechazado, que te considera solamente una niñita; y yo, que me preocupo de hacerte feliz.
Jean-Damien quedó olvidado entonces. Yo lo había pasado muy bien con Jean-Paul. Él me había tratado de manera irreprochable, y además, me di cuenta de que él tenía un carácter que me hacía sentir cómoda, no intimidada. Yo pasaba más vergüenza cuando estaba delante de Jean-Damien que delante de Jean-Paul. Me sentía más relajada con el segundo, tal vez porque era de mi edad, al contrario que Jean-Paul, que me llevaba seis años.
-Quiero estar contigo –le confesé a Jean-Paul.
Él me besó en el pelo, y yo me bajé del carruaje, delante de mi casa. Durante la cena mis padres y mis hermanos se interesaron por los detalles de la cita, y les conté algunos.
-Así que ahora ya está –me dijo mi madre más tarde, cuando nadie nos oía-. Has dicho que solo era eso, que lo único que queríais era probar esa cafetería una vez, pero que no ibais a volver.
-Pero él es amable y da confianza –respondí-. Si me pide ir a algún lado, si tengo tiempo, le diré que sí. No te importará, ¿verdad?
-No. Sobre todo porque lo conozco.
Auguste y mi padre estaban hablando en el pasillo.
-Es mejor eso que que esté obsesionada con un chico mayor que no le hace caso –decía Auguste-. Si solamente pensase en Jean-Damien Fontaine, podría desarrollar algún tipo de problema. Es bueno que...
Mi hermano se interrumpió al verme a mí.
.Me alegro por ti –me dijo.
Joachim se incorporó a las clases el lunes. Se sentó a mi lado, en la última fila, como el año anterior. Cuando tuvimos clase con mi madre, él se levantó y fue a entregarle unos papeles a ella. Al pasar a mi lado me tocó un poco el hombro y mi madre se dio cuenta; vi que lo miraba con suspicacia.
-¿Qué haces? –le pregunté a Joachim en voz baja, cuando volvió.
-He escrito un cuento para el concurso literario –me contestó.
-Digo que... ¿por qué me tocas?
-¿Tocarte? ¡Ah! Tenías un pelo en el hombro. Te lo he quitado –dijo.
Se mordió el labio inferior y se pasó el resto del tiempo con la mirada perdida en algún punto del otro lado de la ventana.
-¿De qué trata tu cuento? –le pregunté a Joachim a la hora del recreo.
-Bah, está mal hecho –respondió-. Lo escribí... bueno... participando en el concurso, tu madre lo tiene en cuenta para la nota, así que... bueno, por eso lo hice. Pero lo que escribí es una tontería. Eso no es lo mío.
-Venga, seguro que no está tan mal.
-Tu cuento está bien –me dijo-. Bien redactado... y... les gustará a los profesores.
Él había leído mi cuento hacía poco.
-¿Puedo leer el tuyo? –le pregunté.
-Bueno, sí. Te lo traeré algún día, pero no te va a gustar.
Jean-Paul nos vio.
-Tú ya estás con la chica durante las clases –le dijo a Joachim-. Así que ahora déjamela a mí.
-Joachim no conoce a mucha gente aquí –intervine.
-Bueno, pues que se arregle -. Dijo Jean-Paul-. Nosotros tenemos derecho a estar en privado a veces.
Joachim se marchó con pinta de enfadado.
-Un amigo suyo de otra clase dejó los estudios –le expliqué a Jean-Paul. Joachim no tiene con quién estar.
-Olvídate un poco de él. Hay más gente en el mundo. Yo, por ejemplo. Piensa un poco en mí –dijo Jean-Paul, dulcemente.
Le hice caso. Él me trató muy bien, me dijo cosas bonitas y me invitó a ir el domingo siguiente a la cafetería de Joachim.
Al final del recreo volví a clase. Joachim no estaba y no iba a volver en todo el día, porque se había llevado sus pertenencias. Al día siguiente sí que lo vi, en clase.
-¿Qué tal con tu novio? –me preguntó.
-Bien.
-Ah. Me alegro.
No parecía sincero.
-Lo siento, yo no quería dejarte solo... –empecé a decirle.
Asintió con la cabeza.
-No te preocupes –respondió-. No importa, la culpa no es tuya.
Joachim se portó conmigo de manera natural, no estaba enfadado. De todas formas, parecía poco centrado en lo que hacía. Se le notaba que apenas prestaba atención a las explicaciones de los profesores. Mi madre le mandó salir al encerado, y él se sobresaltó cuando ella lo llamó. Se levantó torpemente y se le cayó la tiza de las manos al disponerse a escribir. Su letra no parecía la suya, y escribió que “árbol” era un verbo, lo que suscitó las risas de muchos.
-¿Te encuentras bien? –le preguntó mi madre.
-Sí. He dormido poco, madame Lebon. Eso es todo.
Joachim se volvió a sentar a mi lado y a mí me pareció más despejado desde entonces.
-Escucha, a la hora del recreo me gustaría enseñarte un cuadro que estoy pintando –me dijo-. El lienzo es muy grande y no lo puedo traer aquí, así que tendrás que venir a mi casa. Si quieres, claro.
-¿Y nos va a dar tiempo de ir y de volver durante el recreo?
-No hay clase a la hora siguiente. Le he oído decir a la de Arte que el de Griego no va a venir.
-¿Estás seguro?
-¡Sí! Sí, si no, pregúntale a tu madre.
Hice eso último, y como mi madre me confirmó que el de Griego no iría, salí del instituto con Joachim. Me sorprendió que me cogiese del brazo mientras andábamos. Normalmente, él se mantenía apartado, es decir, sin tocarme, siempre que iba conmigo. Se lo comenté, y él me dijo:
-Es para que no te pierdas. Si chocas con la gente y te separas de mí, te meterás en un lío, ¿no te parece? Y tu madre se volverá loca, no te dejará andar sola.
-Ya, pero si nos ve Jean-Paul...
-No nos verá.
No tardamos demasiado en llegar a la casa de Joachim. Yo había estado una vez allí, y ahora la encontré tal como la recordaba. Era una casa relativamente pequeña, pero bien pintada y acogedora. Pasamos al salón y allí mismo se hallaba el lienzo que me quería enseñar Joachim. La pintura no se encontraba terminada, pero ya se entreveía la temática. Un trozo de mar y de barco estaban ya coloreados por encima de las finas líneas del dibujo. Era un buen trabajo; el barco y el mar no parecían planos, sino que daban sensación de profundidad.
-Eres bueno en esto –le dije-. Me gustaría que tuvieses éxito.
Sonrió.
-Gracias. Pero yo pinto por diversión, porque me gusta mucho. No para ganar dinero. Y... estoy deseando probar algo diferente. Un retrato, me apetece pintar un retrato. Hasta ahora, solo he pintado paisajes. Así que... si quieres hacer los honores...
-¿Qué?
-Que te quiero de modelo, si no te importa. Solo tienes que sentarte en el sofá, de lado. No tienes que hacer nada más.
-¿Tengo que estar mucho tiempo ahí parada? –le pregunté.
-No. Solo es para ver cómo quedas, en general. Te dibujo, y para los detalles de la cara me guío por una foto.
-Está bien.
Me quité el abrigo y me senté en el sofá.
-Ponte de lado –me pidió él-. Tus perfiles con buenos los dos, pero yo prefiero que te sientes en la esquina de la derecha, de mi derecha, y que te pongas de lado, que se te vea la parte izquierda de la cara.
Lo obedecí como pude.
-Así está mejor, pero sube las piernas al sofá. A ver, descálzate primero, por favor, que si no mi madre me mata. Luego pon las piernas como si estuvieras en una cama, pero de la cintura para arriba, quédate erguida.
Le hice caso y me reí. Quería ver cómo quedaría el cuadro.
-Bien, así me gusta. Pero no dejes las piernas así estiradas. Crúzalas y encógelas un poco. Y no me mires a mí. Mira al brazo izquierdo del sofá, por ejemplo, que te queda enfrente. O a la estantería; lo importante es que mires al frente. Y entrecruza las manos.
Volví a obedecer.
-Bien, ahora estás perfecta. Esto te lo mando porque en mi cabeza se ha formado una imagen así del cuadro. No es por capricho.
Permanecí unos cuantos minutos en esa posición. Luego Joachim se me acercó sin yo saberlo (yo miraba al frente) y empezó a hacerme cosquillas por el cuello. Le mandé parar, entre risas, y él me dijo:
-Seguro que Jean-Paul no te hace reír tanto. ¡Pues debería!
-Para. Para... ¡Joachim! Y... ¿qué tienes... contra él?
Le hablé entre jadeos y risas, pues seguía haciéndome cosquillas.
-Ayer me quedé solo en el recreo por su culpa –respondió.
-Pero... (¡Ah, Joachim! ¡Estate quieto!) El sábado... ya lo miraste mal.
-Él me miró mal a mí primero. Por eso me puse serio.
Joachim me hizo cosquillas en los pies y me cogió en brazos. Le pedí que me bajase, pero él me subió a la mesa.
-Ahora quiero que poses ahí –declaró-. Sentada en la mesa. ¡Pero antes, cálmate! ¡Estás temblando como si te fueran a matar!
-Si me fueran a matar, no me reiría.
-También es cierto. Pero...
Joachim se quedó en silencio al oír la cerradura abriéndose. Me ayudó a bajarme de la mesa y susurró:
-Ponte los zapatos. Seguro que la que viene es mi madre, iré a entretenerla mientras te calzas.
Me puse los zapatos y me los até mientras Joachim hablaba en alemán con su madre. Luego los dos pasaron al salón, y Joachim y yo nos despedimos de ella, ya que nos marchamos entonces.
-Actúas fatal –me reprochó Joachim, sonriendo, una vez fuera-. No has parado de reírte delante de mi madre.
-Pues tú a veces también te reías. ¿Y a qué ha venido esto?
-¿El qué?
-Lo de las cosquillas.
Ahora Joachim llevaba su mano apoyada en mi brazo izquierdo. Unos meses antes, no lo habría hecho. Y tampoco lo de las cosquillas.
-Te estabas cansando de posar, ¿no? –me dijo-. Pues así, te has movido.
-Antes no lo habrías hecho. Estás cambiado.
-Estoy contento de haber vuelto a París. No me culpes porque a veces tenga ganas de divertirme.
Se me había olvidado pedirle que me enseñase su cuento del concurso literario.
-Ah, bueno, otro día –respondió cuando se lo comenté.
Nos estábamos riendo al entrar en el instituto, y Jean-Paul Girardet nos vio.
-Vaya. Te he estado buscando, Jacqueline. Y te descubro con él –dijo.
-Déjala en paz –intervino Joachim-. He ido a enseñarle un cuadro y... la necesitaba para un trabajo. No la he cortejado, ¿de acuerdo?
-Sí. Pero tal vez porque ella no se ha dejado seducir –respondió Jean-Paul-. Aunque a ti no te faltasen ganas. Porque siempre quieres estar con ella.
-Si tienes celos de mí es que eres tonto –declaró Joachim, y se fue.
-Ya sabes que él no conoce a casi nadie aquí –le dije a Jean-Paul-. De él puedes fiarte, es el chico más inocente que conozco.
-Pues cómo serán los otros –murmuró Jean-Paul.
Esto no influyó en nuestra relación. Jean-Paul, al menos aparentemente, no estaba enfadado. Me siguió tratando igual que siempre a partir de entonces. Pasé unos cuantos recreos con él, y volvimos a la cafetería el domingo. Esta vez, Joachim no estaba allí. Jean-Paul me regaló flores, y me di cuenta de que la madre de Joachim nos estaba mirando mientras esto ocurría. Yo estaba muy contenta. Antes, cuando me gustaba Jean-Damien, deseaba que me pasase algo así. Y ahora me estaba ocurriendo, pero con Jean-Paul, que era más amable, atento y simpático que Jean-Damien.
Joachim comenzó a llevar su equipo de dibujo (el que yo le regalé) al instituto. Lo utilizaba durante los recreos, porque no tenía con quién estar. No se repitieron escenas como aquella de las cosquillas durante mucho tiempo. Joachim y yo apenas hablábamos. Un día, a principios de octubre, él me preguntó:
-¿Qué tal tu hermano Georges en Arquitectura? ¿Está bien esa carrera?
-Sí. Él acaba de empezar y dice que le gusta.
-Como dibujo bien, mi madre cree que yo debería hacerla, pero... a mí no me gustan las ciencias. Además, yo no sé si tendré paciencia para meterme en una carrera.
-Pues tenla. Haz una que te guste más.
Joachim se rió.
-Bueno, mira, el domingo a las cuatro, ¿quieres venir a posar otra vez para mí? Es para el cuadro del sofá...
-No, Joachim, lo siento. He quedado con Jean-Paul.
Joachim se quejó en voz baja y luego añadió:
-No. Si es que ya no quiero. ¡¡Estoy harto de que me dejes de lado!! ¡¿Me oyes?! Me buscaré a otra persona para que pose. Mientras tanto, tú vete a que Jean-Paul te...
-No vas a encontrar a otra persona –lo interrumpí-. No la encuentras ni para pasar el recreo...
Fui muy cruel, no debería haberle dicho eso. Joachim cogió su libro de Latín y lo lanzó al suelo con mucha violencia. También dio un puñetazo en el pupitre.
-¡¡¡Solo eres una niña llorona!!! –gritó-. ¡No hay quién te aguante! ¿Te das cuenta?
-Pues Jean-Paul no cree eso –dije.
-¡¡¡Pues vete con Jean-Paul!!! ¡Y a mí déjame en paz! ¡Lo estoy deseando!
Sacó un papel doblado del bolsillo y lo lanzó de malas maneras contra mi pupitre.
-Ahí tienes el cuento –dijo-. Por mí, como si lo tiras por el retrete. No te preocupes de devolvérmelo.
Yo guardé el papel en el bolsillo. Joachim cogió unos libros y los colocó, unos encima de otros, entre su pupitre y el mío. Él quería levantar una muralla entre nosotros dos, no podía ni verme. A la hora del recreo fui al baño para leer el cuento sin que nadie me molestase. Además, así evitaba que Jean-Paul me viese leyéndolo. Seguro que no le haría gracia saber que yo leía algo escrito por Joachim. Desdoblé el papel y vi que ponía lo siguiente:
El hallazgo de la felicidad (por Joachim Clerc)
En agosto, mi amiga Jacqueline Lebon, que por aquel entonces tenía diecinueve años, me escribió diciéndome que se casaba. <>,pensé al leerlo. Pero así todo, continué con la lectura.
No pude asistir a su boda por culpa de mi trabajo, pero por lo que he oído, la boda estuvo muy bien. A Bremen me llegaron más cartas de mi amiga. Me llamó la atención una en la que me contaba que su marido se emborrachaba mucho. <>, pensé. Pero seguí leyendo, a ver qué más barbaridades ponía.
Y esa carta se repitió. Me llegaron más de ese tipo. En otra me explicó que ella había dejado los estudios al casarse, que su marido no quería que estudiase. Y yo me pregunté en dónde estaría la felicidad, porque si no se hallaba en la vida de una jovencita hermosa, recién casada, no sé en dónde se iba a encontrar.
Me habría gustado ir a ver a Jacqueline a París, para averiguar si ella estaba cambiada físicamente o no. Pero no pude, mi trabajo, otra vez, me lo impedía.
Pasó más tiempo, muchos meses, y en la misma carta recibí dos noticias que cambiarían la vida de mi amiga: me contó que ella iba a tener un bebé, y que su esposo acababa de morir. <<¡Cómo te pasas!>>, creí, después de leer eso. <>. Su relato me ofendía, pero así todo seguí leyendo.
Continuamos escribiéndonos, y más adelante se me escapó decirle que si no se hubiera casado nunca, sería más feliz. Ella dejó de escribirme a partir de entonces. Le envié cartas pidiéndole perdón, sin embargo, ella no me contestaba. Más adelante tuve la suerte de conseguir un trabajo en París. Entonces, un día, decidí ir a ver a Jacqueline. Estaba con su hijo, me dijo que se llamaba Joachim, como yo. <> -murmuré.
Me explicó que varias de mis cartas no le habían llegado, y que ahora no estaba enfadada conmigo. Entonces descubrí que la felicidad estaba allí. Solo tenía que coger al niño en brazos para darme cuenta. Pero la felicidad no era eso solamente, sino el gusto de saber que desde entonces, yo me quedaría en París, a pocos kilómetros de mi mejor amiga, para poder ayudarla, a ella y también a su hijo, cuando me necesitasen.
<>, pensé. Yo me había puesto colorada al empezar a leer el cuento, y así seguía incluso después de terminarlo. Al salir de los lavabos choqué de lleno con Jean-Paul y el cuento se me cayó al suelo. Él se apresuró a cogerlo.
-¿Puedo verlo? –preguntó, aunque ya había desdoblado el papel para echarle un vistazo.
-Sí, bueno... –murmuré.
-Vaya. Es una nota de Clerc –dijo-. Y por lo que veo, te ha sacado los colores.
-Oye, solo es un cuento, puedes leerlo –respondí.
-No. No, no hace falta.
Jean-Paul parecía tranquilo, no se enfadó, pero vi en su cara una expresión de perspicacia que no me gustó. Sin embargo, me trató tan bien durante el recreo que me pareció que realmente ese gesto no significaba nada.
Joachim ya estaba en clase cuando yo volví del recreo. Mantenía la barrera de los libros, eso quería decir que seguía enfadado.
-Te traigo el cuento –le dije.
-No lo quiero –respondió.
-Pues el final es aceptable.
-Pero la realidad no es como ese final –declaró.
-¿Por qué?
-Porque yo no soy feliz.
-¿Y yo qué puedo hacer?
-Deja a Girardet –me respondió claramente.
-¿Por qué me pides eso?
-Porque no eres como antes, y la culpa es suya. A mí me parece un gamberro.
-Pues a mí no. Y no me noto cambiada de carácter.
-Antes no me dejabas de lado. Y ahora cállate. Volveremos a hablar si haces lo que te recomiendo, si no, será una pérdida de tiempo que sigamos siendo amigos.
No contesté, me quedé aturdida. Mi madre entró en clase y noté que se extrañaba al ver la barrera de libros que mediaba entre Joachim y yo. Ese día nos mandó hacer unos ejercicios por parejas, según estábamos sentados. Ella casi nunca mandaba trabajar por grupos y a mí me fastidió que se le ocurriese precisamente entonces.
-¿Se puede hacer individualmente? –preguntó Joachim en voz alta.
-En otras circunstancias se podría, pero ahora tienes a Jacqueline a tu lado y no sé qué te cuesta trabajar con ella –dijo mi madre.
Joachim retiró la barrera de los libros.
-Tú me importas –le dije-. No me hagas escoger entre Jean-Paul y tú. Quiero ser tu amiga y su novia. Quiero llevarme bien con los dos.
-Hay que agrupar las palabras según su significado –murmuró él, refiriéndose al ejercicio.
Solo hablamos sobre el ejercicio. Sé que mi madre me mandó trabajar con él para que volviésemos a ser amigos, y a la larga, su método funcionó. Joachim retiró la barrera de los libros. Pero a veces, cuando se le quedaba sin copiar alguna palabra cuando los profesores dictaban apuntes, en vez de preguntarme a mí, Joachim acudía a unos chicos que se sentaban delante de nosotros para mantenerse informado. Eso me molestaba mucho.
Otro día, el profesor de Alemán me hizo unas preguntas bastante difíciles. Eran sobre una lección que deberíamos haber llevado preparada de casa. Yo ni siquiera había leído el tema, ya que había pasado la tarde intentando hacer una traducción larguísima de Latín. Como te acabo de contar, el tema de Alemán era difícil, así que contesté bastante mal a las preguntas del profesor. Él me riñó mucho delante de todos mis compañeros. Me dijo que, aunque hasta ahora yo hubiese sacado muy buenas notas, él no me iba a seguir aprobando por eso, ni porque mi madre fuese una profesora del instituto. Me dijo muchas más cosas, pero procuré no prestarle atención, consciente de que cuanto más me fijase, más fácil sería que me echase a llorar. Porque su tono era muy brusco.
-Tranquila, a mí muchas veces me dice que debo mejorar la ortografía, eso que mi madre es alemana y he vivido allí –me comentó Joachim al final de la clase.
Me sorprendió que me hablase, y además para decirme eso.
-Si quieres, quedamos un día y te explico la lección –añadió-. El miércoles a partir de las cuatro y media puedes venir a la cafetería de mi padre. Y si hay mucho alboroto, desde allí vamos a otro lado.
-Gracias. Estoy de acuerdo en ir, pero... sigo con Jean-Paul, no sé si te importa.
-Quiero que seas mi amiga. De Girardet ocúpate tú. Es tu vida.
-Pero decías que...
-Girardet no me cae muy bien, nunca ha sido amable conmigo. Pero ahora creo que si a ti te va bien con él, debéis seguir juntos. Solo quiero que seas feliz.
Volvimos a hablar poco durante los días siguientes, a pesar de que ya no estábamos enfadados.
-¿Notas raro a Girardet? –me dijo Joachim entonces, a la vuelta del recreo.
-No. ¿Por qué, qué pasa?
-No lo sé muy bien.
-Dime lo que sabes, por favor –le pedí.
Joachim sacó un cigarrillo y lo mantuvo apretado en la mano.
-¡Creía que no fumabas! –exclamé.
-No fumo desde enero. Pero ahora estoy tenso. Tal vez esto me relaje.
-Mi padre dice que...
-Que el tabaco no es sano precisamente, ¿verdad? Pues de acuerdo.
Se levantó y tiró a la papelera ese cigarrillo y otros más, todos los que tenía.
-¿Qué pasa con Jean-Paul? –insistí.
-A lo mejor no es nada, pero si pasa algo, ya lo descubrirás por ti misma.
Salvo ese comentario misterioso, Joachim no me explicó nada más.
El miércoles mi madre me acompañó al Café Clerc. No me molestó que fuese conmigo, porque así, si Jean-Paul me veía con Joachim, no pensaría mal, dado que mi madre también estaba. Entré con ella en la cafetería y se me heló la sangre al ver a Jean-Paul con una muchacha. Me quedé quieta, observándolos. Estaban cogidos de la mano y se miraban de una forma que traspasaba las barreras de la amistad. Mi madre también los vio y apoyó una mano en mi hombro.
-No pasa nada, no te preocupes –me dijo, en voz baja.
Entonces Jean-Paul miró un poco a su derecha y me vio.
-Vámonos –le dijo a la chica, con un hilo de voz, poniéndose muy serio.
-¿Tan pronto? –se extrañó ella.
-Sí. Vamos.
Se levantaron y Jean-Paul le pagó al padre de Joachim. Jean-Paul y la chica pasaron a mi lado. Él evitó mirarme, y yo a él. Él tampoco saludó a mi madre.
-¡¡Girardet, me das asco!! –gritó una voz familiar.
Jean-Paul no se dio la vuelta, pero yo sí miré a la barra. El que había hablado era Joachim, que salía de la cocina con un bollo caliente. Se lo sirvió a una señora, y luego él nos dijo a mi madre y a mí:
-Siéntense, por favor. ¿Quieren algo?
Mi madre pidió un bollo como el de la otra señora. Yo no quería nada, pero Joachim me trajo té.
-Tómatelo, Jacqueline –dijo-. Te invito yo. Y a usted también, profesora, faltaría más.
Mi madre le dijo que le iba a pagar, pero Joachim no aceptó. Yo dejé los libros de Alemán sobre la mesa. No me apetecía nada utilizarlos.
-Madame Lebon, el chico que acaba de marcharse, el que estaba con una chica, era el novio de Jacqueline –explicó Joachim.
-Sí, ya lo sé. Es alumno mío.
Yo no pude contenerme y me saltaron las lágrimas. Pero no armé escándalo, lo único que pasó fue que las lágrimas me resbalaron por las mejillas.
-Tranquila –me dijeron Joachim y mi madre.
-No vale la pena que llores por él –añadió mi amigo.
Entonces recordé que el día anterior Joachim me había preguntado si yo notaba raro a Jean-Paul.
-Tú lo sabías –comenté.
-Sí, hace poco lo vi con la misma chica. Me entraron sospechas, pero no te dije nada. Se me ocurrió pensar que a lo mejor era una hermana suya, o... bueno, ya sabes, preferí no desconfiar. No te lo dije para no inquietarte sin motivo. Pero... hoy, antes de llegar tú... bah, se decían cosas de novios, no te quiero engañar. Además, ya lo has visto.
Joachim me secó las lágrimas de la cara y mi madre me cogió de la mano. El muchacho pasó la mano por mi libro de Alemán y me preguntó:
-¿Estás bien? ¿Empezamos?
-Bueno, cuanto antes mejor –cambié de opinión-. Así también acabaremos antes.
Joachim se sentó a mi izquierda y abrió uno de los libros, mientras declaraba:
-Madame Lebon, usted esté el tiempo que quiera. Cuando desee marcharse, hágalo. Yo puedo acompañar a Jacqueline a su casa, si usted prefiere que no vaya sola.
-Gracias, Joachim, eres muy amable –contestó mi madre.
-¿Usted cree? Pero lo que prometo hacer no tiene mérito. No supone para mí un esfuerzo, sino un placer.
Me sorprendió esta manera de hablar de Joachim, desconocía esa capacidad suya para la elocuencia. Eso sí, su tono era natural, se notaba que estaba siendo sincero.
Mi madre comenzó a leer el periódico mientras Joachim me explicaba el tema. A veces él miraba a mi madre con cierto nerviosismo, un poco intimidado ante la idea de que lo escuchase, según me pareció. A mí tampoco me haría ninguna gracia que una profesora me escuchase explicarle algo a su hija, así que comprendí a Joachim perfectamente. Y mi madre también, porque al poco rato se marchó.
Mientras Joachim me daba explicaciones me centré en eso, en lo que él me decía. Pero cuando terminó, volvió a embargarme el desánimo. En verano, Danny me había engañado, y ahora Jean-Paul. Y Jean-Damien ni siquiera se había fijado en mí. Creo que tener tres hermanos varones fue lo que me salvó del error que habría sido desconfiar de todos los chicos en general. Mis hermanos no eran como Jean-Paul. Y Joachim tampoco.
-Ya está. ¿Quieres irte a casa? –me dijo Joachim, al final.
-Todavía no. Mi madre les habrá contado a los demás lo ocurrido, y Guillaume se va a reír de mí. No estoy preparada para aguantarlo.
-No tiene por qué reírse. Tú no has hecho nada mal, no tienes de qué avergonzarte.
Joachim ya estaba de pie, se había levantado al terminar de explicarme el tema. Yo me quedé sentada, él se puso detrás y me abrazó.
-Voy a esperar todo el tiempo que haga falta –declaró-. Pero en algún momento te tendrás que enfrentar a Guillaume.
Me pasó una mano por la barbilla, y la otra por el abdomen.
-Sé que hace días te recomendé apartarte de Girardet –añadió-. Pero siento que te haya pasado esto. No quiero que sufras.
-Si ya no estás enfadado conmigo, ya no sufro. Tú me importas más que Jean-Paul. Has hecho muchas más cosas por mí que él.
-No quiero enfadarme contigo nunca más –me dijo.
Me agarró de la mano y tiró suavemente para que me levantase.
Yo me puse de pie y comenté:
-El final de tu cuento se está pareciendo a la realidad. Porque cuando pasa algo, siempre acabamos los dos juntos.
Joachim me acarició el pelo, pero se alejó un poco de mí al percatarse de que su padre nos miraba.
-Tengo que ir con ella a su casa –murmuró Joachim, dirigiéndose a su padre.
Así lo hizo. Y yo me quedé contenta de que me acompañase él, más que si mi acompañante hubiese sido Jean-Paul.
En la próxima carta te seguiré contando lo que vaya sucediendo.
Besos,
Jacqueline.

domingo, 9 de noviembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA I



París, septiembre de 1904
Querido Joachim:
Ya sé que un curso académico nunca empieza bien del todo; con las clases aburridas, algunos compañeros estúpidos, y profesores raros. Así todo, espero que tú hayas comenzado lo mejor posible.
Los últimos días de vacaciones, yo intentaba no recordar eso. Trataba de divertirme sin pensar en lo que iba a ocurrir unos días después. Sin embargo, algo me hizo cambiar. Una mañana, Guillaume me llamó.
-Ven, Jacqueline; mamá está en la puerta, hablando con el cartero –me dijo.
En principio, eso no me parecía interesante en absoluto, pero no tenía otra cosa que hacer, así que seguí a mi hermano pequeño. Bajamos las escaleras y nos escondimos en un rincón para escuchar.
-... sí, en otro instituto distinto –decía mi madre.
-¡Ahora cambias de instituto cada año!
-Bueno, estuve bastante tiempo en el mismo, en el de Santa María. Son estos últimos dos años en los que me toca cambiar.
Yo no sabía que mi madre fuese a dar clases en un instituto distinto al del curso pasado.
-¿Y a qué instituto vas a ir? –le preguntó el cartero.
-Al Luis XIV. Y tendré que darles clases a mis hijos pequeños.
Me embargó la tristeza. Yo no quería que mi madre fuese al mismo instituto que yo, ni que me diese clase. En el instituto de Santa María, ella no me había tocado de profesora, sin embargo, las niñas ya decían que yo sacaba buenas notas por ser hija de “la de Lengua”. Y no era por eso.
-Bueno, así que mamá va a ser nuestra profe –comentó Guillaume-. Será divertido.
-No para mí –murmuré, y seguí escuchando.
-¿Tus hijos pequeños? –decía el cartero-. La niña y... ¿Georges?
-No. La niña y Guillaume. Georges es mayor que ellos, este curso comenzará en la Universidad.
-¡Ah, sí! El pequeño era Guillaume.
-Sí, atontado –murmuró Guillaume.
-Cállate –le pedí-. Aún te va a oír.
-Bah, esta conversación se está volviendo aburrida –comentó mi hermanito-. Voy a traer unas pelotas de tenis. Las lanzaremos contra la puerta. Si le damos al cartero, ganamos 500 puntos, pero, si le damos a mamá, los perdemos y nos quedamos a 500 bajo cero. ¿Me has entendido?
-Sí. Es una brutalidad. Vámonos, Guillaume. Ya hemos oído lo que nos convenía –respondí.
Conseguí disuadirlo de que no iniciase ese estúpido juego. Yo me fui a mi habitación y poco después llegó mi madre, con una carta de Wendy. Yo le reproché a mi madre que le hubiese contado al cartero lo del instituto antes que a nosotros. Ella me explicó que el cartero había sido profesor en el mismo instituto que ella. También me dijo que tenía pensado contarme que sería mi profesora durante este curso, pero que sabiendo lo nerviosa que yo me pondría, había querido esperar hasta el final para darme la noticia. Y es verdad que me puse nerviosa, ya que le comenté que me quería cambiar de instituto. Logró convencerme de que no lo hiciese.
El primer día de clase entré en el instituto con mi madre y con Guillaume, y ya me vieron unos cuantos niños, diez, por lo menos, con ella. Entré sola en mi clase y me senté en el mismo pupitre que el año pasado. Sí, en el del fondo de todo, cerca de la ventana. Deseé que, al igual que el curso anterior (¡vaya, ya ha pasado un año desde el día en que nos conocimos!), tú volvieses a sentarte a mi lado, aunque ya sé que eso es imposible.
A mi lado se sentó una chica nueva. Es morena, pequeña y delgada. Se sentó en el pupitre que el año pasado ocupabas tú, y me dijo:
-¡Uy, cuántos chicos! ¿No hay más chicas aquí?
-Me parece que no. El año pasado era yo sola.
-Bueno, tranquila. Ahora estoy yo. Me llamo Claire Montaigne, ¿y tú?
-Jacqueline Lebon.
Claire Montaigne es insufrible. Cada vez que entraba un profesor distinto, ella me contaba al oído lo que dicho profesor debería hacer para tener un aspecto más juvenil y atractivo. Pasé el recreo con ella, y me contó que Claude Olivier le parecía guapísimo.
-¿Y a ti cual te parece el más guapo? –me preguntó.
Me puso en un compromiso. Si decía uno, ella comenzaría a propagar que me gustaba tal chico, por eso respondí:
-Bah, ninguno.
-Venga, ¿no te gusta nadie? –me preguntó-. Tú dime.
-Pues... no.
Me miró con aire de superioridad.
-Bueno, pues... qué cosa más rara. ¿Seguro que no te atrae ninguno? Porque a todas las chicas les gusta uno. No sé, pareces un poco rara.
Supongo que intentar quedar bien ante los demás es instintivo. Por eso yo, aunque Claire no me estuviese gustando, intenté caerle bien. Y le dije:
-Bueno, en realidad sí que me gusta uno.
-¡Ah, claro, ya me parecía! –exclamó-. ¿Es del instituto?
-No. No lo conoces es... alemán.
Lo siento, Joachim, pero me estaba refiriendo a ti. Fuiste el primer chico que se me vino a la cabeza.
-¡Qué interesante! –gritó Claire-. ¡¿Dónde están los alemanes?!
-En Alemania.
-Ya. Pero yo me refiero... ¿no hay alguno en París? –se interesó.
-El chico del que te hablo vive en Alemania. Lo conocí en París el año pasado. Iba en mi clase. Era increíble, era un chico increíble. No he conocido a ninguno igual.
-Seguro. Era muy guapo, ¿verdad?
-¡Sí! Pero no me refiero a eso. Él me respetaba.
-Bueno, y... ¿sois novios? –quiso saber.
-¡No! No, no vamos por ese camino. No me gusta, solo es mi amigo –le confesé.
-Pero... ¿no me acabas de decir que sí que te gusta?
Me sentí estúpida. Claro que acababa de contárselo.
-Sí... sí, me gusta –mentí-. Pero yo a él no. Eso era lo que te quería decir.
-¡Vaya! Entonces a él no le vale cualquiera, ¡porque tú eres muy guapa y esbelta, Jacqueline! Pero mira, te daré unas lecciones. Así no se te escapará ninguno.
-¿Ningún qué?
-¡Ningún chico, por supuesto! Verás, Jacqueline, tu ropa es muy buena, pero... deberás utilizar otra. Tonos más oscuros. Sí, así llamarás más la atención: quiero que me prometas que lo harás.
El timbre, indicando el fin del recreo, me libró de hacer una promesa que no cumpliría, o de responderle a Claire que ella no era nadie para elegir mi vestuario por mí.
La siguiente clase era la de Lengua, impartida por mi madre. Cuando ella entró, los demás se pusieron de pie. Yo no lo hice, sino que me quedé sentada hasta que Claire me dio un codazo. Entonces me levanté. Era más fácil eso que inventarme una disculpa.
-Mira, esta profesora tiene mejor aspecto –me susurró Claire-. No está ni demasiado gorda ni demasiado delgada. Y le queda bien el pelo recogido en la cola de caballo. Aunque, eso sí, parece un poco exigente. ¿Tú la conoces, sabes cómo se llama?
-De nombre, algo como... Victoire.
Hice que dudaba para ocultar el mayor tiempo posible que ella era mi madre. Pero no me sirvió de nada. Claude Olivier me miró, sonriendo, y gritó:
-¡Mamá!
-¿Y a tu madre qué le llamas? ¿Profesora? –le dijo mi madre a él.
Los alumnos se rieron.
-No, profesora, disculpe –respondió Claude.
No ocurrió ninguna otra cosa rara durante esa clase. Aunque al terminar, Claire me preguntó:
-¿Por qué diría Claude eso de “mamá”?
Claude la escuchó, y desde la primera fila dijo a voz de gritó:
-¡¡¡Porque Jacqueline es la hija de Victoire Lebon!!!
Si alguien, aparte de Claire, no lo sabía, ahora ya se había enterado, incluida la gente que andaba por el pasillo.
-¡¿Esa profesora es tu madre?! –exclamó Claire-. ¡Habérmelo dicho! Y, oye, ¿su pelo castaño es natural o teñido? Porque si es teñido, quiero utilizar ese color cuando sea mayor.
-Ella es castaña –respondí, y fingí ir al baño para que Claire me dejase en paz.
Claire es presumida, mandona, metomentodo, indiscreta... por eso le pedí a mi madre que la cambiase de sitio. Yo lo pasaba fatal con ella a mi lado. Y mi madre me hizo caso al día siguiente, la puso en primera fila sin darle a ella explicaciones acerca del cambio. Después de eso, mi madre explicó una parte de un tema y preguntó quién quería salir al encerado a analizar una oración. Dado el escaso número de voluntarios (cero, en realidad), mi madre me pidió a mí que saliese.
-Ven aquí, Jacqueline, hoy la haces tú –me dijo.
Obedecí, preguntándole con la mirada por qué me escogía a mí y no a otro, y comencé a analizar la oración. Me la había puesto difícil. Era compuesta, de un tipo que a ti te resultaba difícil. Llegué a cierto punto y luego me quedé atascada.
-¿No sigues, Jacqueline? –me dijo Claude-. ¡Pero si es “facilita” !
-¿Quieres ayudarle tú? –le preguntó mi madre.
-Vamos a dejarle que se esfuerce un poco, a ver si le sale –contestó Claude.
Seguí mirando la oración durante unos minutos, y finalmente admití:
-No me sale.
-Bueno, pues a ver, Jacqueline, quédate ahí –dijo mi madre-. Y haz tú la oración, Olivier, ya que te resulta tan fácil. Luego se la explicamos a ella.
Claude se levantó y borró un trozo de lo que yo había escrito.
-Eso estaba bien –informó mi madre-. No hacía falta que lo borrases.
-Ya, pero, ¿sabe una cosa? Me gusta empezar desde cero.
Borró todo y escribió lo que a él le pareció.
-Mira, Olivier, eso está peor que lo de Jacqueline –le dijo mi madre-. No te permito que presumas (además, ya era sin motivo) ni que les dirijas esas miradas a las chicas.
-¿Pero qué miradas?
-No te hagas el tonto. Cuando Jacqueline pasó a tu lado la miraste con malicia, le comentaste no sé qué a tu compañero de atrás y os reísteis.
Claude, lejos de avergonzarse, sonrió.
-Bueno, pero yo no tengo la culpa de que su nena sea guapa, ni de que tenga buen cuerpo –declaró-. Si alguien tiene la culpa, será usted. Usted la engendró, no yo.
Algunos se rieron.
-Antes de marcharte, porque te vas a ir ahora mismo, que sepas que el problema es tu actitud, no el físico de Jacqueline–contestó mi madre.
Claude se encogió de hombros y metió unos libros en la mochila.
-Jacqueline, el sujeto de la segunda oración... –empezó a decir mi madre.
-Pero bueno, ya que es su hija, explíqueselo en su casa, ¿para qué perder el tiempo aquí? –la interrumpió Claude.
-Tú ya te vas a ir. Y como veo que esto no te interesa, pues entonces, con más motivo. Márchate y déjanos tranquilos a todos. Venga, vete fuera, Olivier.
Claude no protestó.
-Bien, de acuerdo –dijo-. Buenos, días, profesora, hasta luego.
Claire volvió a estar conmigo durante el recreo. Me habló de tonterías, de cómo debería actuar ante los chicos; y me reprochó que yo no estuviese utilizando la ropa que ella me sugería. También me pidió que te olvidase (ella cree que estoy enamorada de ti), y terminó sugiriéndome que sedujese a Claude Olivier (la sola idea me dio náuseas, por muy guapo que fuese).
-Claude me dio un puñetazo el año pasado, y me hizo la zancadilla –le expliqué a Claire-. Comprenderás que no me interese demasiado.
-Vaya, hay problemas entre vosotros. Pues... búscate a otro. ¡Mejor para mí, a ver qué le parezco a Claude!
A partir de entonces, Claire se dedicó a molestar a Claude durante los recreos en vez de hacer lo propio conmigo. Y aunque ella me resultase desagradable, verás lo poco que yo me adaptaba al nuevo curso si te cuento que busqué la compañía de mi hermano Guillaume durante el recreo. Lo digo por sus amigos, que son insoportables, no por él. Pero no tuve que aguantarlos. Guillaume me dijo:
-Si no sabes qué hacer, vete a jugar al fútbol con Pierre y con esos. Necesitan a alguien que defienda su portería.
-¿Quién es Pierre?
-Ése –explicó mi hermano, señalando a un niño rubio, bajo de estatura y delgado.
-¿Es de tu clase? –le pregunté.
-Sí.
Guillaume me llevó junto a Pierre.
-Déjale jugar a mi hermana –le dijo.
-¿Una niña? Venga, no quiero perder.
-¡Eh, es bastante buena, déjale probar!
-De acuerdo, está bien –aceptó Pierre-. A ver, Jacqueline, colócate al fondo.
Guillaume le habría hablado de mí, si no, sería imposible que me conociese. Y, por cierto, Pierre debió de sorprenderse, porque no lo hice tan mal.
-Has estado bien, ¿te has divertido? –me preguntó.
-Sí.
-Pues vuelve cuando quieras.
Le hice caso. Eso era mucho más divertido que estar escuchando las tonterías de Claire. Y gracias a esos partidos de fútbol conocí a un chico maravilloso. No fue en el mismo momento de jugar, pero eso influyó, ya que se me rompieron las medias, y al final de las clases, tuve que ir a comprar otras. Mi madre iría conmigo, sin embargo, a Guillaume le dolía la barriga y ella se fue con él para casa. A mí, mi madre me pidió que fuese hasta la facultad de Medicina, y que esperase a que saliesen o Auguste o mi padre para ir con uno de ellos a la tienda (ellos estaban en la facultad por los exámenes de septiembre). Yo obedecí y me quedé esperando fuera a que ellos saliesen. De repente se me acercaron dos chicos, uno de ellos alto, delgado, rubio y de ojos verdes; y el otro, gordo y pequeño. Me hablaron mucho, sobre todo el guapo (que se llamaba Jean-Damien Fontaine), y aunque en el momento pasé vergüenza, me gustaría estar hablando ahora con ellos, otra vez.
Desde entonces no he sido capaz de olvidar a Jean-Damien. Llegué a creer que él sentía algún interés por mí, ya que me había hablado tanto. Entonces, yo me encontraba muy feliz. Pero otras veces me venía a la cabeza la idea de que yo era solamente una niña para él. Y eso me producía un sufrimiento que no soy capaz de explicar. Si nunca has notado algo así, no lo vas a entender, pero no te miento, se pasa muy mal, es muy duro. Un día no me pude contener. Auguste va a la facultad de Medicina, así que le pregunté:
-¿Tú conoces a un chico alto y rubio? Fontaine, me parece que se apellida.
No me lo parecía, sino que estaba segura. Solo dije eso para que no se diese cuenta de que me interesaba mucho.
-Hay muchos chicos altos y rubios –respondió Auguste-. Hasta yo soy así.
-Uno de la facultad de Medicina, me refiero a ese.
-¿Fontaine? No, no sé. Tal vez lo conozca de vista, pero así por el nombre, no. ¿Qué pasa con él?
¿Qué iba a pasar? Que yo lo amaba, pero no iba a decírselo a Auguste. En lugar de eso, comenté:
-Nada, me habló un día. Te lo pregunto por curiosidad, pero... bah, no pasa nada.
En clase, mi madre anunció que había un concurso literario en el instituto. El plazo para presentar las obras ya había comenzado y duraría algo más de un mes. Y a mediados de septiembre, mi madre nos haría un examen de analizar oraciones.
Yo seguía obsesionada con Jean-Damien Fontaine y solo se me ocurrió crear un relato (en forma de carta, te menciono a ti como destinatario) en el cual él y yo éramos novios. Jean-Damien me gustaba tanto que procuré que el cuento fuese lo más real posible, es decir, que utilicé personajes reales, como mis padres y mis hermanos. Aunque hice que, en vez de ahora, eso sucediese cuatro años más adelante, aproximadamente. Si yo tuviese diecinueve, puede que él no me considerase solamente una niña. Y yo a él le eché veintiuno, más o menos, por eso en el cuento le sumé cuatro (ya que también me sumé cuatro a mí misma y al resto de personajes). Por cierto, el cuento se titula La mirada del chico de los ojos verdes.
A pesar de la vergüenza que me daba utilizar nuestros nombres verdaderos, aunque escribiese el cuento sin poder librarme del sonrojo que invadía mi cara, no renuncié a ello. El relato no parecía lo suficientemente real cuando yo probaba a cambiar nuestros nombres. Sería una tontería de enamorada, pero solo me sentía contenta con lo que estaba haciendo cuando dejaba a un lado los seudónimos. Por lo tanto, utilicé todos los nombres verdaderos, exceptuando el del hijo de Auguste, que en realidad no existe. Solo lo inventé porque sabía que al mayor de mis hermanos le haría gracia aparecer casado y con un hijo en un cuento escrito por mí.
De hecho, a Auguste sí que le hizo gracia, y a los demás también les gustó aparecer en la obra. Y otra cosa, mi madre no forma parte del jurado que otorga los premios. Es obvio, si yo ganase, podría considerarse una cuestión de interés.
Y en cuanto al examen de oraciones, hubo un lío. Todos los de la clase, sin excepción, estaban de acuerdo en que yo le cogiese el examen a mi madre, cuando ella lo tuviese preparado, y que escribiese en un papel las preguntas para ver lo que caía en la prueba. Yo me negué y ellos me presionaron repetidas veces. Les di mil disculpas, les aseguré que mi madre a mí no me enseñaba sus exámenes, y que yo no sabía dónde los guardaba (todo eso es cierto), sin embargo, ellos no se rindieron. Claude Olivier estaba harto y me quiso hacer daño. Era la quinta o la sexta vez que yo me negaba ante él, y él me agarró el cuerpo y luego me empujó contra la mesa del profesor (que en aquel momento se encontraba vacía). La mesa se corrió mucho de sitio, se quedó muy descolocada, y enseguida entró un profesor. Yo seguía apoyada en la mesa y él me vio así.
-Esto no es un juguete, ¿quién ha andado moviendo la mesa? –preguntó.
-La niña, ¿no la ve ahí? –intervino Claude.
Muy poco más tarde entró mi madre. Teníamos clase con ella, el otro profesor había entrado por culpa del alboroto, pero se marcharía enseguida.
-Cuidado con la señorita –le dijo ese profesor a mi madre-. Quiere rebelarse descolocando el material.
Yo estaba afectada y asustada por culpa de lo que Claude me había hecho. Por eso dije:
-¡Mamá, yo no he sido! ¡Claude me ha empujado!
-¡Porque eres una traidora a la clase! –gritó Claude-. ¡Pero estás tú sola contra veintidós; saldrás malparada!
-¿Una traidora? –preguntó el profesor, que aún no se había ido.
Y Claude no se dirigió a él al responder, sino que le dijo a mi madre:
-Su pequeña no es tan maravillosa como usted cree. No sabe lo que es el compañerismo, no tiene ni idea.
Además, él me miró y me dijo:
-Si le explicas algo a algún profesor, te romperé la boca a puñetazos para que aprendas a callar. Y ahora me voy por mi propia voluntad, antes de que a nadie se le ocurra echarme.
Cogió sus cosas y se fue. El otro profesor lo acompañaba.
-¿Qué pasa? –me preguntó mi madre.
-No quiero hablar delante de ellos –respondí, en voz baja-. Después te lo explico.
A la hora del recreo fui con mi madre a un aula vacía. Le pedí que no hablase de eso con nadie del instituto, aunque ella ya había oído claramente las amenazas de Claude. Y le expliqué lo que pasaba, que mis compañeros me forzaban a robarle un examen a ella para ver lo que caía. Mi madre se mostró agradecida al saber que yo me había negado.
-Ellos son unos maleducados, ya los conoces –dije-. No iba a traicionarte a ti para agradarlos a ellos.
Mi madre me sugirió que les enseñase a mis compañeros un examen falso, haciéndoles creer que era el verdadero. Así, el día del examen se llevarían una sorpresa, pero no podrían echarme la culpa, creerían que yo quería ayudarlos y dejarían de tenerme manía.
A mí me pareció un plan correcto, el mejor que se podía llevar a cabo. Porque si mi madre les decía a mis compañeros: “Ya sé que queréis copiar”, ellos descubrirían que yo había hablado con mi madre acerca de eso, y no me dejarían en paz. Y si no hacíamos nada, mis compañeros me tomarían manía para siempre por no querer colaborar con ellos.
Por lo tanto, actué como mi madre me había recomendado. Al volver a clase al día siguiente, les mostré a mis compañeros un examen falso. Claude Olivier no estaba; lo habían expulsado temporalmente por su mal comportamiento, no obstante, los demás chicos eran parecidos a él y sonrieron, sintiéndose triunfantes de ver aquel “examen”. Siguieron con sus “miraditas irrespetuosas” hacia mí, sin embargo, dejaron de presionarme por el tema de la prueba.
Otro suceso digno de mención fue este: Auguste no paró hasta encontrar a Jean-Damien Fontaine y enseñarle mi cuento, del que sin saberlo, él era protagonista ( le enseñó un borrador, el original lo tenían los profesores del instituto). Primero me volví loca, no quería que Jean-Damien leyese eso, me daba muchísima vergüenza. Pero luego me lo tomé mejor. Esa era la mejor forma de mostrarle mis sentimientos.
Durante un recreo yo me hallaba jugando al fútbol con Pierre. Y Jean-Damien se presentó en mi instituto. Me quedé mirando para él como una tonta, me parecía un sueño que él estuviese allí. Antes, en la clase de Arte, yo me había cansado de prestar atención (ya sabes lo pesada que es la profesora), y me había imaginado qué pasaría si yo me casase con Jean-Damien. Y ahora, en el recreo, Jean-Damien estaba allí realmente, no eran imaginaciones. Solo dejé de mirar al apuesto joven cuando Pierre gritó, enfadado, a causa del gol que yo había recibido.
-A Jacqueline se le da mejor la literatura que esto –le comentó Jean-Damien a Pierre.
-Normalmente, esto se le da bastante bien –respondió Pierre-. Pero ahora se ha despistado, no sé qué le pasa.
-Yo creo que lo sé –comentó Jean-Damien-. A ver, Jacqueline, ¿quieres que hablemos?
-Sí, claro.
Me llevó a un aula vacía. Estaba prohibido quedarse allí durante los recreos, pero yo no se lo dije a Jean-Damien.
-Auguste me ha enseñado tu cuento –me explicó-. Y está muy bien, me ha gustado mucho. En la facultad nos lo estamos pasando unos a otros para leerlo. Sin embargo, quiero que me digas una cosa, Jacqueline, ¿has escrito esto por algún motivo en particular? ¿Estás enamorada de mí?
No me atreví a responderle. No obstante, mi silencio y el rubor de mis mejillas hablaron en mi lugar.
-Eres una niña –me dijo Jean-Damien-. ¿Cuántos años crees que tengo yo?
-¿Veintiuno? –supuse.
-¡Sí! Sí, has acertado. Y perdóname la falta de educación, pero, ¿cuántos tienes tú?
-Quince.
-Bueno. Creía que dirías trece. Pero así todo... no debes obsesionarte conmigo. Eres muy jovencita, seguro que hay muchos chicos a los que les gustas –supuso.
Me sentí indignada. ¿Para qué me había hablado tanto él, aquel día en la facultad de Medicina, si yo no le gustaba?
-¿Y qué si les gusto a otros chicos? –le pregunté.
-Que escojas entre ellos y te olvides de mí.
Me sentí como si Jean-Damien me acabase de insultar. Sé que no es lo mismo, pero esta es la única forma que se me ocurre para expresar lo mal que me sentía. Escoger entre otros chicos y olvidarme de él me parecía una barbaridad.
-¿Y si no puedo? –le pregunté.
-Tienes que poder. Para mí sería más fácil decirte: “Sí, Jacqueline, te quiero”. Pero me parece que es mejor decirte la verdad. No creo conveniente hacerte ilusiones para luego romperte el corazón.
Me quedé mirando para él, conteniendo las lágrimas. Si supiera lo que él significaba para mí, no diría eso.
-Jacqueline, eres muy hermosa –añadió-. De verdad. Y pareces una chica encantadora. Seguro que encontrarás a alguien.
-Pero no me sirve “alguien”.
-Mira, yo no puedo... es como si un niño de nueve años se enamora de ti, le dirías que no al instante. Tienes que comprenderme. Venga, vámonos.
Abrió la puerta y me miró. Yo me di la vuelta enseguida para que no me viese llorar. Por un lado, yo lo seguía queriendo. Sin embargo, por otro, me enfadé con él. Me pareció un estúpido por venir al instituto a decirme que no me quería; para eso excusaba venir. Y eran esos sentimientos ambiguos los que me hacían daño y me provocaban las lágrimas. Si solamente estuviese enfadada con Jean-Damien, si no siguiese queriéndolo, no habría llorado.
-Pasa. Vamos, Jacqueline, salgamos de aquí –dijo.
Pasé a su lado sin mirarlo.
-¡No! ¡No, no te pongas así! –exclamó-. No llores.
Iba a pasarme un brazo por los hombros, pero lo rechacé.
-Cálmate, pequeña –me dijo-. Sufro viéndote llorar. Venga, tranquilízate.
Me besó en la mejilla y se alejó. Justo entonces se abrió una de las puertas que daban al pasillo en el que yo me encontraba. Me quedé sin saber qué hacer, temiendo que se tratase de un profesor, pero enseguida vi que era un alumno. Era un muchacho rizoso, de pelo negro, y cuyas mejillas estaban cubiertas de un finísimo vello incipiente.
-¿Qué te pasa, Jacqueline? –me dijo.
Yo no lo conocía. Me sorprendió que él a mí sí.
-¿Me conoces? –quise saber.
-Un poco. Yo me llamo Jean-Paul Girardet. Soy hermano de Pierre, el niño con el que juegas al fútbol. No sé por qué lloras, pero a mí también me pasan cosas. Madame Lebon... ¿la conoces?
-Sí.
-Pues me mandó quedarme en clase durante unos minutos por no haber hecho los ejercicios. Menuda tontería. ¿A ella qué más le da si hago los deberes o no? ¡Es cosa mía! ¡Que deje de meterse en mi vida! Esa profesora... bueno, explica bien, pero por lo demás, no sé... las hay mejores.
-Y si explica bien, ¿qué más le quieres? –le pregunté.
Se encogió de hombros.
-Veo que a ti te cae en gracia –comentó.
-Es mi madre.
Noté que a Jean-Paul le enrojecían las mejillas.
-¿Sí? –dijo-. Pues… bueno, ahora que lo pienso… sí, tienes algo de ella. Sois muy guapas, las dos. Aunque... los ojos los tienes como tu papá, ¿verdad? Azules. Y ella, castaños.
Asentí con la cabeza. En otro momento me habría hecho gracia que, para llamarme guapa a mí, tuviese que hacer lo propio con una profesora a la que casi acababa de criticar.
Jean-Paul sacó un pañuelo del bolsillo y me lo entregó.
-Vamos al vestíbulo, si te parece. Y mientras tanto te secas las lágrimas y me cuentas qué te ha pasado.
Le hice caso.
-Ese chico, Jean-Damien, debería haberte dado una oportunidad –opinó Jean-Paul-. Eres demasiado maravillosa como para rechazarte antes de nada. Seguro que él no vale la pena. No vuelvas a llorar por él.
Me sentía muy confusa para darle la razón. Yo seguía creyendo que Jean-Damien valía la pena, sin embargo, el joven rizoso de pelo negro me repetía una y otra vez que no, y me recomendaba que dejase de pensar en Jean-Damien. Yo apenas le respondía, no le estaba haciendo mucho caso, pero de repente noté que sus dedos se cerraban alrededor de los míos. Aparté la mano sin pensarlo, y Jean-Paul exclamó:
-¡¿Y mi pañuelo?!
Yo creía que me tocaba la mano por otro motivo.
-Me he sonado –contesté-. Si quieres, lo llevo a mi casa y te lo traigo después de lavarlo.
-¡No! Nada tuyo me da asco, Jacqueline. Entonces, a no ser que quieras conservar el pañuelo como recuerdo mío, puedes dármelo ahora.
Se lo entregué.
-Bueno, espero que nos veamos más veces –dijo Jean-Paul -. Suelo observarte cuando juegas al fútbol con mi hermano. Eres... muy bella, no quiero perderte de vista.
Y se marchó. Yo me sentía intimidada, por decirlo de alguna manera, sabiendo que Jean-Paul me observaba sin que yo me diese cuenta. Pero al fin y al cabo, él no parecía dispuesto a hacerme daño. Me habría gustado averiguar por qué me decía esas cosas del tipo de “eres muy bella”. ¿Sería por decir algo, o estaría intentando conquistarme? Me percaté de que si yo le gustaba a él realmente, pero él a mí no y lo rechazaba, le haría sentir igual que Jean-Damien a mí. ¡Jean-Damien! Yo lo prefería a él antes que a Jean-Paul.
Al día siguiente realicé el examen de análisis sintáctico. Al empezar, mis compañeros me miraron con extrañeza: yo les había hecho creer que las preguntas iban a ser otras. Me encogí de hombros, fingiendo estar tan sorprendida como ellos. Yo tampoco sabía lo que iba a entrar en el examen, pero no contaba con que cayesen unas preguntas determinadas, por eso no me extrañé. Pero antes de que ningún compañero tuviese ocasión de protestar, mi madre dijo en voz alta:
-Por cierto, he cambiado las pruebas, antes iba a poneros otras. A veces hago esto: redacto varios exámenes distintos y luego elijo uno de ellos para que lo hagáis. Y el último suelo redactarlo muy pocos días antes del examen.
Fue muy bueno que dijese eso. Así, mis compañeros no me acusarían a mí de enseñarles exámenes falsos a propósito. Y lo mejor fue que al salir del examen, Villeneuve le comentó a Charles:
-Mira, para otra vez no le pedimos nada a Jacqueline. Total, si Lebon escribe tantos modelos de examen, no sabemos cuál es el correcto.
-A no ser que Jacqueline nos lo traiga todos.
-Eso es imposible. Ya le costó muchísimo dar con uno, ¿y no has oído a Lebon? Uno de los exámenes lo redacta poco antes de ponérnoslo. Y así a nosotros no nos daría tiempo de hacer las chuletas.
A la hora del recreo me dirigí al lugar en el que Pierre y yo jugábamos al fútbol. Pero él no estaba. Jean-Paul, su hermano mayor, ocupaba su puesto. Yo había estado pensando mucho en Jean-Damien la noche anterior, antes de quedarme dormida. Pero a veces, de repente, venía a mi cabeza la imagen de Jean-Paul, consolándome, llamándome “bella”, y marchándose acto seguido. Su misterio me incitaba a ir detrás de él para conocerlo mejor.
-No he querido lavar el pañuelo de ayer –me dijo Jean-Paul nada más verme-. En el pañuelo están tus lágrimas, y ellas son la expresión de tus sentimientos.
No supe qué contestarle, pero no necesité hablar, pues el joven me agarró rápidamente del brazo y me llevó detrás de unos árboles. Una vez allí, noté el tacto de sus dedos en los míos, como el día anterior. La diferencia residía en que ahora yo no tenía ningún pañuelo que devolverle. Reaccioné como la otra vez, apartando la mano.
-¿Qué quieres? –murmuré.
-Te quiero a ti.
Me acarició las mejillas, pero yo le ordené que parase.
-¿Es por Jean-Damien? –me preguntó, algo irritado.
-Puede ser –le dije-. En parte.
-¡¿Pero cómo es que te sigue gustando?! ¡¿Por qué vas detrás de un tonto?!
-Jean-Damien no es ningún tonto.
-Sí que lo es. Prescinde de ti sin haber probado a... hacerte caso. No te ha dado ninguna oportunidad, es un soberbio. Se cree demasiado importante para rebajarse ante ti. Sin embargo, la realidad es esta: tú vales mucho más que él. Y yo me doy cuenta. Jacqueline, él no te hará caso, pero eso no debe preocuparte.
-A ti desde luego, no te preocupa –le comenté-. Seguro que estás encantado de que Jean-Damien me rechace.
-¿Por qué lo piensas?
-Por ... lo que me acabas de decir. Yo te pregunté qué querías y me contestaste que... bueno, ya sabes lo que contestaste.
-Que te quiero a ti. No voy a negarlo.
-Yo... no puedo... Escucha...
-No importa. No te gusto , puedes decirlo –respondió Jean-Paul-. Pero... si me necesitas para algo, estoy en una de las clases de ciencias de tu mismo curso, ¿de acuerdo? Y... si no das conmigo, llama a mi hermano para que me avise. Yo estaré encantado de ayudarte.
-Bueno, gracias.
-Ahora me voy.
Me besó en la frente.
-Siento hacerte daño, yo sé lo mal que se pasa cuando te rechazan... -empecé a decirle.
-Tranquila. Sé que acabaré conquistándote. Por eso no me siento mal.
Estas enigmáticas palabras fueron las últimas que me dirigió hasta el momento. No he vuelto a verlo, ni tampoco a Jean-Paul, pero deseo poder contarte algo más sobre ellos en mi próxima carta.
Besos,
Jacqueline.