domingo, 9 de noviembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA I



París, septiembre de 1904
Querido Joachim:
Ya sé que un curso académico nunca empieza bien del todo; con las clases aburridas, algunos compañeros estúpidos, y profesores raros. Así todo, espero que tú hayas comenzado lo mejor posible.
Los últimos días de vacaciones, yo intentaba no recordar eso. Trataba de divertirme sin pensar en lo que iba a ocurrir unos días después. Sin embargo, algo me hizo cambiar. Una mañana, Guillaume me llamó.
-Ven, Jacqueline; mamá está en la puerta, hablando con el cartero –me dijo.
En principio, eso no me parecía interesante en absoluto, pero no tenía otra cosa que hacer, así que seguí a mi hermano pequeño. Bajamos las escaleras y nos escondimos en un rincón para escuchar.
-... sí, en otro instituto distinto –decía mi madre.
-¡Ahora cambias de instituto cada año!
-Bueno, estuve bastante tiempo en el mismo, en el de Santa María. Son estos últimos dos años en los que me toca cambiar.
Yo no sabía que mi madre fuese a dar clases en un instituto distinto al del curso pasado.
-¿Y a qué instituto vas a ir? –le preguntó el cartero.
-Al Luis XIV. Y tendré que darles clases a mis hijos pequeños.
Me embargó la tristeza. Yo no quería que mi madre fuese al mismo instituto que yo, ni que me diese clase. En el instituto de Santa María, ella no me había tocado de profesora, sin embargo, las niñas ya decían que yo sacaba buenas notas por ser hija de “la de Lengua”. Y no era por eso.
-Bueno, así que mamá va a ser nuestra profe –comentó Guillaume-. Será divertido.
-No para mí –murmuré, y seguí escuchando.
-¿Tus hijos pequeños? –decía el cartero-. La niña y... ¿Georges?
-No. La niña y Guillaume. Georges es mayor que ellos, este curso comenzará en la Universidad.
-¡Ah, sí! El pequeño era Guillaume.
-Sí, atontado –murmuró Guillaume.
-Cállate –le pedí-. Aún te va a oír.
-Bah, esta conversación se está volviendo aburrida –comentó mi hermanito-. Voy a traer unas pelotas de tenis. Las lanzaremos contra la puerta. Si le damos al cartero, ganamos 500 puntos, pero, si le damos a mamá, los perdemos y nos quedamos a 500 bajo cero. ¿Me has entendido?
-Sí. Es una brutalidad. Vámonos, Guillaume. Ya hemos oído lo que nos convenía –respondí.
Conseguí disuadirlo de que no iniciase ese estúpido juego. Yo me fui a mi habitación y poco después llegó mi madre, con una carta de Wendy. Yo le reproché a mi madre que le hubiese contado al cartero lo del instituto antes que a nosotros. Ella me explicó que el cartero había sido profesor en el mismo instituto que ella. También me dijo que tenía pensado contarme que sería mi profesora durante este curso, pero que sabiendo lo nerviosa que yo me pondría, había querido esperar hasta el final para darme la noticia. Y es verdad que me puse nerviosa, ya que le comenté que me quería cambiar de instituto. Logró convencerme de que no lo hiciese.
El primer día de clase entré en el instituto con mi madre y con Guillaume, y ya me vieron unos cuantos niños, diez, por lo menos, con ella. Entré sola en mi clase y me senté en el mismo pupitre que el año pasado. Sí, en el del fondo de todo, cerca de la ventana. Deseé que, al igual que el curso anterior (¡vaya, ya ha pasado un año desde el día en que nos conocimos!), tú volvieses a sentarte a mi lado, aunque ya sé que eso es imposible.
A mi lado se sentó una chica nueva. Es morena, pequeña y delgada. Se sentó en el pupitre que el año pasado ocupabas tú, y me dijo:
-¡Uy, cuántos chicos! ¿No hay más chicas aquí?
-Me parece que no. El año pasado era yo sola.
-Bueno, tranquila. Ahora estoy yo. Me llamo Claire Montaigne, ¿y tú?
-Jacqueline Lebon.
Claire Montaigne es insufrible. Cada vez que entraba un profesor distinto, ella me contaba al oído lo que dicho profesor debería hacer para tener un aspecto más juvenil y atractivo. Pasé el recreo con ella, y me contó que Claude Olivier le parecía guapísimo.
-¿Y a ti cual te parece el más guapo? –me preguntó.
Me puso en un compromiso. Si decía uno, ella comenzaría a propagar que me gustaba tal chico, por eso respondí:
-Bah, ninguno.
-Venga, ¿no te gusta nadie? –me preguntó-. Tú dime.
-Pues... no.
Me miró con aire de superioridad.
-Bueno, pues... qué cosa más rara. ¿Seguro que no te atrae ninguno? Porque a todas las chicas les gusta uno. No sé, pareces un poco rara.
Supongo que intentar quedar bien ante los demás es instintivo. Por eso yo, aunque Claire no me estuviese gustando, intenté caerle bien. Y le dije:
-Bueno, en realidad sí que me gusta uno.
-¡Ah, claro, ya me parecía! –exclamó-. ¿Es del instituto?
-No. No lo conoces es... alemán.
Lo siento, Joachim, pero me estaba refiriendo a ti. Fuiste el primer chico que se me vino a la cabeza.
-¡Qué interesante! –gritó Claire-. ¡¿Dónde están los alemanes?!
-En Alemania.
-Ya. Pero yo me refiero... ¿no hay alguno en París? –se interesó.
-El chico del que te hablo vive en Alemania. Lo conocí en París el año pasado. Iba en mi clase. Era increíble, era un chico increíble. No he conocido a ninguno igual.
-Seguro. Era muy guapo, ¿verdad?
-¡Sí! Pero no me refiero a eso. Él me respetaba.
-Bueno, y... ¿sois novios? –quiso saber.
-¡No! No, no vamos por ese camino. No me gusta, solo es mi amigo –le confesé.
-Pero... ¿no me acabas de decir que sí que te gusta?
Me sentí estúpida. Claro que acababa de contárselo.
-Sí... sí, me gusta –mentí-. Pero yo a él no. Eso era lo que te quería decir.
-¡Vaya! Entonces a él no le vale cualquiera, ¡porque tú eres muy guapa y esbelta, Jacqueline! Pero mira, te daré unas lecciones. Así no se te escapará ninguno.
-¿Ningún qué?
-¡Ningún chico, por supuesto! Verás, Jacqueline, tu ropa es muy buena, pero... deberás utilizar otra. Tonos más oscuros. Sí, así llamarás más la atención: quiero que me prometas que lo harás.
El timbre, indicando el fin del recreo, me libró de hacer una promesa que no cumpliría, o de responderle a Claire que ella no era nadie para elegir mi vestuario por mí.
La siguiente clase era la de Lengua, impartida por mi madre. Cuando ella entró, los demás se pusieron de pie. Yo no lo hice, sino que me quedé sentada hasta que Claire me dio un codazo. Entonces me levanté. Era más fácil eso que inventarme una disculpa.
-Mira, esta profesora tiene mejor aspecto –me susurró Claire-. No está ni demasiado gorda ni demasiado delgada. Y le queda bien el pelo recogido en la cola de caballo. Aunque, eso sí, parece un poco exigente. ¿Tú la conoces, sabes cómo se llama?
-De nombre, algo como... Victoire.
Hice que dudaba para ocultar el mayor tiempo posible que ella era mi madre. Pero no me sirvió de nada. Claude Olivier me miró, sonriendo, y gritó:
-¡Mamá!
-¿Y a tu madre qué le llamas? ¿Profesora? –le dijo mi madre a él.
Los alumnos se rieron.
-No, profesora, disculpe –respondió Claude.
No ocurrió ninguna otra cosa rara durante esa clase. Aunque al terminar, Claire me preguntó:
-¿Por qué diría Claude eso de “mamá”?
Claude la escuchó, y desde la primera fila dijo a voz de gritó:
-¡¡¡Porque Jacqueline es la hija de Victoire Lebon!!!
Si alguien, aparte de Claire, no lo sabía, ahora ya se había enterado, incluida la gente que andaba por el pasillo.
-¡¿Esa profesora es tu madre?! –exclamó Claire-. ¡Habérmelo dicho! Y, oye, ¿su pelo castaño es natural o teñido? Porque si es teñido, quiero utilizar ese color cuando sea mayor.
-Ella es castaña –respondí, y fingí ir al baño para que Claire me dejase en paz.
Claire es presumida, mandona, metomentodo, indiscreta... por eso le pedí a mi madre que la cambiase de sitio. Yo lo pasaba fatal con ella a mi lado. Y mi madre me hizo caso al día siguiente, la puso en primera fila sin darle a ella explicaciones acerca del cambio. Después de eso, mi madre explicó una parte de un tema y preguntó quién quería salir al encerado a analizar una oración. Dado el escaso número de voluntarios (cero, en realidad), mi madre me pidió a mí que saliese.
-Ven aquí, Jacqueline, hoy la haces tú –me dijo.
Obedecí, preguntándole con la mirada por qué me escogía a mí y no a otro, y comencé a analizar la oración. Me la había puesto difícil. Era compuesta, de un tipo que a ti te resultaba difícil. Llegué a cierto punto y luego me quedé atascada.
-¿No sigues, Jacqueline? –me dijo Claude-. ¡Pero si es “facilita” !
-¿Quieres ayudarle tú? –le preguntó mi madre.
-Vamos a dejarle que se esfuerce un poco, a ver si le sale –contestó Claude.
Seguí mirando la oración durante unos minutos, y finalmente admití:
-No me sale.
-Bueno, pues a ver, Jacqueline, quédate ahí –dijo mi madre-. Y haz tú la oración, Olivier, ya que te resulta tan fácil. Luego se la explicamos a ella.
Claude se levantó y borró un trozo de lo que yo había escrito.
-Eso estaba bien –informó mi madre-. No hacía falta que lo borrases.
-Ya, pero, ¿sabe una cosa? Me gusta empezar desde cero.
Borró todo y escribió lo que a él le pareció.
-Mira, Olivier, eso está peor que lo de Jacqueline –le dijo mi madre-. No te permito que presumas (además, ya era sin motivo) ni que les dirijas esas miradas a las chicas.
-¿Pero qué miradas?
-No te hagas el tonto. Cuando Jacqueline pasó a tu lado la miraste con malicia, le comentaste no sé qué a tu compañero de atrás y os reísteis.
Claude, lejos de avergonzarse, sonrió.
-Bueno, pero yo no tengo la culpa de que su nena sea guapa, ni de que tenga buen cuerpo –declaró-. Si alguien tiene la culpa, será usted. Usted la engendró, no yo.
Algunos se rieron.
-Antes de marcharte, porque te vas a ir ahora mismo, que sepas que el problema es tu actitud, no el físico de Jacqueline–contestó mi madre.
Claude se encogió de hombros y metió unos libros en la mochila.
-Jacqueline, el sujeto de la segunda oración... –empezó a decir mi madre.
-Pero bueno, ya que es su hija, explíqueselo en su casa, ¿para qué perder el tiempo aquí? –la interrumpió Claude.
-Tú ya te vas a ir. Y como veo que esto no te interesa, pues entonces, con más motivo. Márchate y déjanos tranquilos a todos. Venga, vete fuera, Olivier.
Claude no protestó.
-Bien, de acuerdo –dijo-. Buenos, días, profesora, hasta luego.
Claire volvió a estar conmigo durante el recreo. Me habló de tonterías, de cómo debería actuar ante los chicos; y me reprochó que yo no estuviese utilizando la ropa que ella me sugería. También me pidió que te olvidase (ella cree que estoy enamorada de ti), y terminó sugiriéndome que sedujese a Claude Olivier (la sola idea me dio náuseas, por muy guapo que fuese).
-Claude me dio un puñetazo el año pasado, y me hizo la zancadilla –le expliqué a Claire-. Comprenderás que no me interese demasiado.
-Vaya, hay problemas entre vosotros. Pues... búscate a otro. ¡Mejor para mí, a ver qué le parezco a Claude!
A partir de entonces, Claire se dedicó a molestar a Claude durante los recreos en vez de hacer lo propio conmigo. Y aunque ella me resultase desagradable, verás lo poco que yo me adaptaba al nuevo curso si te cuento que busqué la compañía de mi hermano Guillaume durante el recreo. Lo digo por sus amigos, que son insoportables, no por él. Pero no tuve que aguantarlos. Guillaume me dijo:
-Si no sabes qué hacer, vete a jugar al fútbol con Pierre y con esos. Necesitan a alguien que defienda su portería.
-¿Quién es Pierre?
-Ése –explicó mi hermano, señalando a un niño rubio, bajo de estatura y delgado.
-¿Es de tu clase? –le pregunté.
-Sí.
Guillaume me llevó junto a Pierre.
-Déjale jugar a mi hermana –le dijo.
-¿Una niña? Venga, no quiero perder.
-¡Eh, es bastante buena, déjale probar!
-De acuerdo, está bien –aceptó Pierre-. A ver, Jacqueline, colócate al fondo.
Guillaume le habría hablado de mí, si no, sería imposible que me conociese. Y, por cierto, Pierre debió de sorprenderse, porque no lo hice tan mal.
-Has estado bien, ¿te has divertido? –me preguntó.
-Sí.
-Pues vuelve cuando quieras.
Le hice caso. Eso era mucho más divertido que estar escuchando las tonterías de Claire. Y gracias a esos partidos de fútbol conocí a un chico maravilloso. No fue en el mismo momento de jugar, pero eso influyó, ya que se me rompieron las medias, y al final de las clases, tuve que ir a comprar otras. Mi madre iría conmigo, sin embargo, a Guillaume le dolía la barriga y ella se fue con él para casa. A mí, mi madre me pidió que fuese hasta la facultad de Medicina, y que esperase a que saliesen o Auguste o mi padre para ir con uno de ellos a la tienda (ellos estaban en la facultad por los exámenes de septiembre). Yo obedecí y me quedé esperando fuera a que ellos saliesen. De repente se me acercaron dos chicos, uno de ellos alto, delgado, rubio y de ojos verdes; y el otro, gordo y pequeño. Me hablaron mucho, sobre todo el guapo (que se llamaba Jean-Damien Fontaine), y aunque en el momento pasé vergüenza, me gustaría estar hablando ahora con ellos, otra vez.
Desde entonces no he sido capaz de olvidar a Jean-Damien. Llegué a creer que él sentía algún interés por mí, ya que me había hablado tanto. Entonces, yo me encontraba muy feliz. Pero otras veces me venía a la cabeza la idea de que yo era solamente una niña para él. Y eso me producía un sufrimiento que no soy capaz de explicar. Si nunca has notado algo así, no lo vas a entender, pero no te miento, se pasa muy mal, es muy duro. Un día no me pude contener. Auguste va a la facultad de Medicina, así que le pregunté:
-¿Tú conoces a un chico alto y rubio? Fontaine, me parece que se apellida.
No me lo parecía, sino que estaba segura. Solo dije eso para que no se diese cuenta de que me interesaba mucho.
-Hay muchos chicos altos y rubios –respondió Auguste-. Hasta yo soy así.
-Uno de la facultad de Medicina, me refiero a ese.
-¿Fontaine? No, no sé. Tal vez lo conozca de vista, pero así por el nombre, no. ¿Qué pasa con él?
¿Qué iba a pasar? Que yo lo amaba, pero no iba a decírselo a Auguste. En lugar de eso, comenté:
-Nada, me habló un día. Te lo pregunto por curiosidad, pero... bah, no pasa nada.
En clase, mi madre anunció que había un concurso literario en el instituto. El plazo para presentar las obras ya había comenzado y duraría algo más de un mes. Y a mediados de septiembre, mi madre nos haría un examen de analizar oraciones.
Yo seguía obsesionada con Jean-Damien Fontaine y solo se me ocurrió crear un relato (en forma de carta, te menciono a ti como destinatario) en el cual él y yo éramos novios. Jean-Damien me gustaba tanto que procuré que el cuento fuese lo más real posible, es decir, que utilicé personajes reales, como mis padres y mis hermanos. Aunque hice que, en vez de ahora, eso sucediese cuatro años más adelante, aproximadamente. Si yo tuviese diecinueve, puede que él no me considerase solamente una niña. Y yo a él le eché veintiuno, más o menos, por eso en el cuento le sumé cuatro (ya que también me sumé cuatro a mí misma y al resto de personajes). Por cierto, el cuento se titula La mirada del chico de los ojos verdes.
A pesar de la vergüenza que me daba utilizar nuestros nombres verdaderos, aunque escribiese el cuento sin poder librarme del sonrojo que invadía mi cara, no renuncié a ello. El relato no parecía lo suficientemente real cuando yo probaba a cambiar nuestros nombres. Sería una tontería de enamorada, pero solo me sentía contenta con lo que estaba haciendo cuando dejaba a un lado los seudónimos. Por lo tanto, utilicé todos los nombres verdaderos, exceptuando el del hijo de Auguste, que en realidad no existe. Solo lo inventé porque sabía que al mayor de mis hermanos le haría gracia aparecer casado y con un hijo en un cuento escrito por mí.
De hecho, a Auguste sí que le hizo gracia, y a los demás también les gustó aparecer en la obra. Y otra cosa, mi madre no forma parte del jurado que otorga los premios. Es obvio, si yo ganase, podría considerarse una cuestión de interés.
Y en cuanto al examen de oraciones, hubo un lío. Todos los de la clase, sin excepción, estaban de acuerdo en que yo le cogiese el examen a mi madre, cuando ella lo tuviese preparado, y que escribiese en un papel las preguntas para ver lo que caía en la prueba. Yo me negué y ellos me presionaron repetidas veces. Les di mil disculpas, les aseguré que mi madre a mí no me enseñaba sus exámenes, y que yo no sabía dónde los guardaba (todo eso es cierto), sin embargo, ellos no se rindieron. Claude Olivier estaba harto y me quiso hacer daño. Era la quinta o la sexta vez que yo me negaba ante él, y él me agarró el cuerpo y luego me empujó contra la mesa del profesor (que en aquel momento se encontraba vacía). La mesa se corrió mucho de sitio, se quedó muy descolocada, y enseguida entró un profesor. Yo seguía apoyada en la mesa y él me vio así.
-Esto no es un juguete, ¿quién ha andado moviendo la mesa? –preguntó.
-La niña, ¿no la ve ahí? –intervino Claude.
Muy poco más tarde entró mi madre. Teníamos clase con ella, el otro profesor había entrado por culpa del alboroto, pero se marcharía enseguida.
-Cuidado con la señorita –le dijo ese profesor a mi madre-. Quiere rebelarse descolocando el material.
Yo estaba afectada y asustada por culpa de lo que Claude me había hecho. Por eso dije:
-¡Mamá, yo no he sido! ¡Claude me ha empujado!
-¡Porque eres una traidora a la clase! –gritó Claude-. ¡Pero estás tú sola contra veintidós; saldrás malparada!
-¿Una traidora? –preguntó el profesor, que aún no se había ido.
Y Claude no se dirigió a él al responder, sino que le dijo a mi madre:
-Su pequeña no es tan maravillosa como usted cree. No sabe lo que es el compañerismo, no tiene ni idea.
Además, él me miró y me dijo:
-Si le explicas algo a algún profesor, te romperé la boca a puñetazos para que aprendas a callar. Y ahora me voy por mi propia voluntad, antes de que a nadie se le ocurra echarme.
Cogió sus cosas y se fue. El otro profesor lo acompañaba.
-¿Qué pasa? –me preguntó mi madre.
-No quiero hablar delante de ellos –respondí, en voz baja-. Después te lo explico.
A la hora del recreo fui con mi madre a un aula vacía. Le pedí que no hablase de eso con nadie del instituto, aunque ella ya había oído claramente las amenazas de Claude. Y le expliqué lo que pasaba, que mis compañeros me forzaban a robarle un examen a ella para ver lo que caía. Mi madre se mostró agradecida al saber que yo me había negado.
-Ellos son unos maleducados, ya los conoces –dije-. No iba a traicionarte a ti para agradarlos a ellos.
Mi madre me sugirió que les enseñase a mis compañeros un examen falso, haciéndoles creer que era el verdadero. Así, el día del examen se llevarían una sorpresa, pero no podrían echarme la culpa, creerían que yo quería ayudarlos y dejarían de tenerme manía.
A mí me pareció un plan correcto, el mejor que se podía llevar a cabo. Porque si mi madre les decía a mis compañeros: “Ya sé que queréis copiar”, ellos descubrirían que yo había hablado con mi madre acerca de eso, y no me dejarían en paz. Y si no hacíamos nada, mis compañeros me tomarían manía para siempre por no querer colaborar con ellos.
Por lo tanto, actué como mi madre me había recomendado. Al volver a clase al día siguiente, les mostré a mis compañeros un examen falso. Claude Olivier no estaba; lo habían expulsado temporalmente por su mal comportamiento, no obstante, los demás chicos eran parecidos a él y sonrieron, sintiéndose triunfantes de ver aquel “examen”. Siguieron con sus “miraditas irrespetuosas” hacia mí, sin embargo, dejaron de presionarme por el tema de la prueba.
Otro suceso digno de mención fue este: Auguste no paró hasta encontrar a Jean-Damien Fontaine y enseñarle mi cuento, del que sin saberlo, él era protagonista ( le enseñó un borrador, el original lo tenían los profesores del instituto). Primero me volví loca, no quería que Jean-Damien leyese eso, me daba muchísima vergüenza. Pero luego me lo tomé mejor. Esa era la mejor forma de mostrarle mis sentimientos.
Durante un recreo yo me hallaba jugando al fútbol con Pierre. Y Jean-Damien se presentó en mi instituto. Me quedé mirando para él como una tonta, me parecía un sueño que él estuviese allí. Antes, en la clase de Arte, yo me había cansado de prestar atención (ya sabes lo pesada que es la profesora), y me había imaginado qué pasaría si yo me casase con Jean-Damien. Y ahora, en el recreo, Jean-Damien estaba allí realmente, no eran imaginaciones. Solo dejé de mirar al apuesto joven cuando Pierre gritó, enfadado, a causa del gol que yo había recibido.
-A Jacqueline se le da mejor la literatura que esto –le comentó Jean-Damien a Pierre.
-Normalmente, esto se le da bastante bien –respondió Pierre-. Pero ahora se ha despistado, no sé qué le pasa.
-Yo creo que lo sé –comentó Jean-Damien-. A ver, Jacqueline, ¿quieres que hablemos?
-Sí, claro.
Me llevó a un aula vacía. Estaba prohibido quedarse allí durante los recreos, pero yo no se lo dije a Jean-Damien.
-Auguste me ha enseñado tu cuento –me explicó-. Y está muy bien, me ha gustado mucho. En la facultad nos lo estamos pasando unos a otros para leerlo. Sin embargo, quiero que me digas una cosa, Jacqueline, ¿has escrito esto por algún motivo en particular? ¿Estás enamorada de mí?
No me atreví a responderle. No obstante, mi silencio y el rubor de mis mejillas hablaron en mi lugar.
-Eres una niña –me dijo Jean-Damien-. ¿Cuántos años crees que tengo yo?
-¿Veintiuno? –supuse.
-¡Sí! Sí, has acertado. Y perdóname la falta de educación, pero, ¿cuántos tienes tú?
-Quince.
-Bueno. Creía que dirías trece. Pero así todo... no debes obsesionarte conmigo. Eres muy jovencita, seguro que hay muchos chicos a los que les gustas –supuso.
Me sentí indignada. ¿Para qué me había hablado tanto él, aquel día en la facultad de Medicina, si yo no le gustaba?
-¿Y qué si les gusto a otros chicos? –le pregunté.
-Que escojas entre ellos y te olvides de mí.
Me sentí como si Jean-Damien me acabase de insultar. Sé que no es lo mismo, pero esta es la única forma que se me ocurre para expresar lo mal que me sentía. Escoger entre otros chicos y olvidarme de él me parecía una barbaridad.
-¿Y si no puedo? –le pregunté.
-Tienes que poder. Para mí sería más fácil decirte: “Sí, Jacqueline, te quiero”. Pero me parece que es mejor decirte la verdad. No creo conveniente hacerte ilusiones para luego romperte el corazón.
Me quedé mirando para él, conteniendo las lágrimas. Si supiera lo que él significaba para mí, no diría eso.
-Jacqueline, eres muy hermosa –añadió-. De verdad. Y pareces una chica encantadora. Seguro que encontrarás a alguien.
-Pero no me sirve “alguien”.
-Mira, yo no puedo... es como si un niño de nueve años se enamora de ti, le dirías que no al instante. Tienes que comprenderme. Venga, vámonos.
Abrió la puerta y me miró. Yo me di la vuelta enseguida para que no me viese llorar. Por un lado, yo lo seguía queriendo. Sin embargo, por otro, me enfadé con él. Me pareció un estúpido por venir al instituto a decirme que no me quería; para eso excusaba venir. Y eran esos sentimientos ambiguos los que me hacían daño y me provocaban las lágrimas. Si solamente estuviese enfadada con Jean-Damien, si no siguiese queriéndolo, no habría llorado.
-Pasa. Vamos, Jacqueline, salgamos de aquí –dijo.
Pasé a su lado sin mirarlo.
-¡No! ¡No, no te pongas así! –exclamó-. No llores.
Iba a pasarme un brazo por los hombros, pero lo rechacé.
-Cálmate, pequeña –me dijo-. Sufro viéndote llorar. Venga, tranquilízate.
Me besó en la mejilla y se alejó. Justo entonces se abrió una de las puertas que daban al pasillo en el que yo me encontraba. Me quedé sin saber qué hacer, temiendo que se tratase de un profesor, pero enseguida vi que era un alumno. Era un muchacho rizoso, de pelo negro, y cuyas mejillas estaban cubiertas de un finísimo vello incipiente.
-¿Qué te pasa, Jacqueline? –me dijo.
Yo no lo conocía. Me sorprendió que él a mí sí.
-¿Me conoces? –quise saber.
-Un poco. Yo me llamo Jean-Paul Girardet. Soy hermano de Pierre, el niño con el que juegas al fútbol. No sé por qué lloras, pero a mí también me pasan cosas. Madame Lebon... ¿la conoces?
-Sí.
-Pues me mandó quedarme en clase durante unos minutos por no haber hecho los ejercicios. Menuda tontería. ¿A ella qué más le da si hago los deberes o no? ¡Es cosa mía! ¡Que deje de meterse en mi vida! Esa profesora... bueno, explica bien, pero por lo demás, no sé... las hay mejores.
-Y si explica bien, ¿qué más le quieres? –le pregunté.
Se encogió de hombros.
-Veo que a ti te cae en gracia –comentó.
-Es mi madre.
Noté que a Jean-Paul le enrojecían las mejillas.
-¿Sí? –dijo-. Pues… bueno, ahora que lo pienso… sí, tienes algo de ella. Sois muy guapas, las dos. Aunque... los ojos los tienes como tu papá, ¿verdad? Azules. Y ella, castaños.
Asentí con la cabeza. En otro momento me habría hecho gracia que, para llamarme guapa a mí, tuviese que hacer lo propio con una profesora a la que casi acababa de criticar.
Jean-Paul sacó un pañuelo del bolsillo y me lo entregó.
-Vamos al vestíbulo, si te parece. Y mientras tanto te secas las lágrimas y me cuentas qué te ha pasado.
Le hice caso.
-Ese chico, Jean-Damien, debería haberte dado una oportunidad –opinó Jean-Paul-. Eres demasiado maravillosa como para rechazarte antes de nada. Seguro que él no vale la pena. No vuelvas a llorar por él.
Me sentía muy confusa para darle la razón. Yo seguía creyendo que Jean-Damien valía la pena, sin embargo, el joven rizoso de pelo negro me repetía una y otra vez que no, y me recomendaba que dejase de pensar en Jean-Damien. Yo apenas le respondía, no le estaba haciendo mucho caso, pero de repente noté que sus dedos se cerraban alrededor de los míos. Aparté la mano sin pensarlo, y Jean-Paul exclamó:
-¡¿Y mi pañuelo?!
Yo creía que me tocaba la mano por otro motivo.
-Me he sonado –contesté-. Si quieres, lo llevo a mi casa y te lo traigo después de lavarlo.
-¡No! Nada tuyo me da asco, Jacqueline. Entonces, a no ser que quieras conservar el pañuelo como recuerdo mío, puedes dármelo ahora.
Se lo entregué.
-Bueno, espero que nos veamos más veces –dijo Jean-Paul -. Suelo observarte cuando juegas al fútbol con mi hermano. Eres... muy bella, no quiero perderte de vista.
Y se marchó. Yo me sentía intimidada, por decirlo de alguna manera, sabiendo que Jean-Paul me observaba sin que yo me diese cuenta. Pero al fin y al cabo, él no parecía dispuesto a hacerme daño. Me habría gustado averiguar por qué me decía esas cosas del tipo de “eres muy bella”. ¿Sería por decir algo, o estaría intentando conquistarme? Me percaté de que si yo le gustaba a él realmente, pero él a mí no y lo rechazaba, le haría sentir igual que Jean-Damien a mí. ¡Jean-Damien! Yo lo prefería a él antes que a Jean-Paul.
Al día siguiente realicé el examen de análisis sintáctico. Al empezar, mis compañeros me miraron con extrañeza: yo les había hecho creer que las preguntas iban a ser otras. Me encogí de hombros, fingiendo estar tan sorprendida como ellos. Yo tampoco sabía lo que iba a entrar en el examen, pero no contaba con que cayesen unas preguntas determinadas, por eso no me extrañé. Pero antes de que ningún compañero tuviese ocasión de protestar, mi madre dijo en voz alta:
-Por cierto, he cambiado las pruebas, antes iba a poneros otras. A veces hago esto: redacto varios exámenes distintos y luego elijo uno de ellos para que lo hagáis. Y el último suelo redactarlo muy pocos días antes del examen.
Fue muy bueno que dijese eso. Así, mis compañeros no me acusarían a mí de enseñarles exámenes falsos a propósito. Y lo mejor fue que al salir del examen, Villeneuve le comentó a Charles:
-Mira, para otra vez no le pedimos nada a Jacqueline. Total, si Lebon escribe tantos modelos de examen, no sabemos cuál es el correcto.
-A no ser que Jacqueline nos lo traiga todos.
-Eso es imposible. Ya le costó muchísimo dar con uno, ¿y no has oído a Lebon? Uno de los exámenes lo redacta poco antes de ponérnoslo. Y así a nosotros no nos daría tiempo de hacer las chuletas.
A la hora del recreo me dirigí al lugar en el que Pierre y yo jugábamos al fútbol. Pero él no estaba. Jean-Paul, su hermano mayor, ocupaba su puesto. Yo había estado pensando mucho en Jean-Damien la noche anterior, antes de quedarme dormida. Pero a veces, de repente, venía a mi cabeza la imagen de Jean-Paul, consolándome, llamándome “bella”, y marchándose acto seguido. Su misterio me incitaba a ir detrás de él para conocerlo mejor.
-No he querido lavar el pañuelo de ayer –me dijo Jean-Paul nada más verme-. En el pañuelo están tus lágrimas, y ellas son la expresión de tus sentimientos.
No supe qué contestarle, pero no necesité hablar, pues el joven me agarró rápidamente del brazo y me llevó detrás de unos árboles. Una vez allí, noté el tacto de sus dedos en los míos, como el día anterior. La diferencia residía en que ahora yo no tenía ningún pañuelo que devolverle. Reaccioné como la otra vez, apartando la mano.
-¿Qué quieres? –murmuré.
-Te quiero a ti.
Me acarició las mejillas, pero yo le ordené que parase.
-¿Es por Jean-Damien? –me preguntó, algo irritado.
-Puede ser –le dije-. En parte.
-¡¿Pero cómo es que te sigue gustando?! ¡¿Por qué vas detrás de un tonto?!
-Jean-Damien no es ningún tonto.
-Sí que lo es. Prescinde de ti sin haber probado a... hacerte caso. No te ha dado ninguna oportunidad, es un soberbio. Se cree demasiado importante para rebajarse ante ti. Sin embargo, la realidad es esta: tú vales mucho más que él. Y yo me doy cuenta. Jacqueline, él no te hará caso, pero eso no debe preocuparte.
-A ti desde luego, no te preocupa –le comenté-. Seguro que estás encantado de que Jean-Damien me rechace.
-¿Por qué lo piensas?
-Por ... lo que me acabas de decir. Yo te pregunté qué querías y me contestaste que... bueno, ya sabes lo que contestaste.
-Que te quiero a ti. No voy a negarlo.
-Yo... no puedo... Escucha...
-No importa. No te gusto , puedes decirlo –respondió Jean-Paul-. Pero... si me necesitas para algo, estoy en una de las clases de ciencias de tu mismo curso, ¿de acuerdo? Y... si no das conmigo, llama a mi hermano para que me avise. Yo estaré encantado de ayudarte.
-Bueno, gracias.
-Ahora me voy.
Me besó en la frente.
-Siento hacerte daño, yo sé lo mal que se pasa cuando te rechazan... -empecé a decirle.
-Tranquila. Sé que acabaré conquistándote. Por eso no me siento mal.
Estas enigmáticas palabras fueron las últimas que me dirigió hasta el momento. No he vuelto a verlo, ni tampoco a Jean-Paul, pero deseo poder contarte algo más sobre ellos en mi próxima carta.
Besos,
Jacqueline.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡¡¡Muy bien!!!

¡¡¡Sigue así!!!

Un saludo.

Alex.