viernes, 26 de diciembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA II

París, octubre de 1904
Querida Wendy:
Me alegra que opines de mi hermano Georges esas cosas buenas que me cuentas en la carta. Por mi parte, me han ocurrido sucesos interesantísimos.
El verano dio paso al otoño y a mí me seguía gustando Jean-Damien. Un día, mi madre se sintió mal y no pudo ir al instituto. Entonces, yo volví para casa con mi hermano pequeño, pero antes pasamos por la facultad de Medicina. Yo tenía ganas de ver a Jean-Damien. Esperamos casi un cuarto de hora. Mi hermano Guillaume ya empezaba a sospechar por lo que era, pero yo no le expliqué nada. Y lo que ocurrió fue que en vez de encontrarme con Jean-Damien, vi a Jean-Paul Girardet. Estaba afeitado y conservaba su cabello rizoso tal como yo lo recordaba. Por cierto, llevaba su inseparable chaqueta negra. Hacía casi una semana que yo no lo veía.
-Las pasiones son difíciles de borrar –declaró.
-Hola, Jean-Paul –le dije.
-Hola. A ti te gusta Jean-Damien, y a mí me gustas tú. Por eso digo que las pasiones son difíciles de borrar.
Guillaume se rió.
-¿Eres el novio de mi hermana? –le preguntó.
-Más quisiera yo. Pero... a ver, niñito, ¿te importa... dejarme solo con ella, un momento?
-Bueno, acepto. Pero no me llames “niñito”. En octubre voy a cumplir trece años, y estoy creciendo bastante últimamente.
-Está bien, hombretón. ¿Haces el favor de marcharte?
-No –intervine-. ¡No, Guillaume, no te vayas! Mamá nos dijo que volviésemos juntos a casa.
-A ver, Guillaume, entra en la facultad, y luego ya vamos nosotros a buscarte –sugirió Jean-Paul.
Le dirigí una mirada de reproche.
-No le va a pasar nada –me dijo Jean-Paul.
Y Guillaume obedeció. Tras rechazar los reiterados abrazos de Jean-Paul, le dije (a él, a Jean-Paul):
-¿Qué haces aquí?
-Te he seguido desde el instituto. Para una vez que no te acompaña tu madre...
-¿Y qué quieres?
-¡Tantas cosas...! Pero iré por partes. Se ha abierto una cafetería bastante fina aquí, en París, y quiero invitarte a que vayas allí conmigo. Eso no te compromete a nada. Si no quieres volver a saber nada de mí, me resignaré. Pero primero... dame una oportunidad. Vete conmigo, Jacqueline, por favor.
-No sé.
-Por favor. El sábado por la tarde. Y luego te dejo en paz.
-De acuerdo.
-Bien, entonces quedamos a las cuatro y media en el patio del instituto. No está muy lejos de allí.
Al final, Guillaume me preguntó qué había pasado y se lo conté. No se me da bien mentir, pero más me habría valido que Guillaume nos se enterase de mi futura cita con Jean-Paul. Y lo digo porque nada más llegar a casa, mi hermano pequeño fue corriendo a contárselo a mi madre, y a molestarla, porque ella estaba en la cama. Yo entré en la habitación detrás de mi hermano.
-¡Jacqueline va a ir a una cafetería con un chico! –gritó él-. En cuanto no la tienes controlada, ya hace de las suyas.
-¡Yo no quería! –respondí-. Solo es por quedar bien.
-¡Anda, dale duro! –le dijo Guillaume a mí madre, antes de irse.
-Es cierto, solo es por quedar bien –repetí, ahora que Guillaume no estaba.
-¿Y cuántas veces vas a ir adónde él te pida, por quedar bien con él?
-Solo me va a invitar a una cafetería. Eso me ha dicho, que si no quiero nada más con él, no va a insistir.
Creo que mi madre no quedó muy convencida, pero no dijo nada. Debía de ser porque estaba enferma y no quería discutir.
-Mamá, ¿te estoy molestando? –pregunté.
-No, claro que no.
-Oye, él no es tan terrible –añadí, rápidamente-. Y... la semana pasada, me dijo que explicabas bien.
-¿Le doy clase?
-Sí. Se llama Jean-Paul Girardet. Va en una clase de ciencias, ¿lo conoces?
-¿Tiene el pelo rizoso y negro?
-Sí.
-Entonces sé quién es.
Todos le dieron una importancia excesiva a mi cita con Jean-Paul. Yo ya había tenido citas con un chico (con Danny) anteriormente, pero mis padres y mis hermanos se habían enterado de eso una vez que yo no había vuelto a ver a Danny, así que para ellos, esta venía a ser la primera vez que un chico me invitaba a algo.
La tarde del sábado estuve esperando a Jean-Paul en el patio del instituto, con mi hermano Georges. Mis padres aún no me dejan andar sola por París, pero así todo, Georges se marchó en cuanto vimos a Jean-Paul. Con este entré en una cafetería que se encontraba a pocos metros del instituto. Por fuera del local había un letrero que rezaba: “Café Clerc”. Me acordé de mi amigo Joachim Clerc, él también se apellida así. El local era muy amplio. No sabría decir por qué, pero me pareció higiénico. A lo mejor es porque estaba bien iluminado, ya que si estuviera oscuro, me habría dado sensación de sucio, aunque eso no tuviese que ver.
En la cafetería se encontraba bastante gente y Jean-Paul buscó un sitio cerca de un numeroso grupo de hombres y mujeres. Nos sentamos y esperamos a que nos atendiese un camarero. Este llegó pronto. Según calculé, tendría unos cuarenta y cinco años. Estaba muy delgado y tenía el pelo castaño, muy corto. Jean-Paul y yo le pedimos sendas naranjadas. Esperando por la bebida, miré alrededor y en un extremo del local vi a un joven alto que se hallaba de espaldas. Su pelo era castaño, más cercano al negro que el rubio, y un poquito ondulado. Deseé verlo por delante, pues por detrás parecía atractivo. Más que Jean-Paul. Entonces, el chico alto se dio la vuelta y descubrí que era mi amigo Joachim Clerc. Él también me vio, y corrió a abrazarme.
-¡Me voy a quedar en París, voy a ir al mismo instituto que tú, otra vez! –me explicó.
Me levantó en el aire y dio vueltas hasta que le pedí que parase.
-Jacqueline, te he echado mucho de menos –dijo.
-Yo también. ¿Pero qué haces aquí?
-Esta es la cafetería de mi padre. La ha comprado hace muy poco. Mientras estuvimos en Alemania, reunió el dinero suficiente para pagar el local. Llevaba años ahorrando para esto. Hemos vendido la taberna de antes, la mala. Este sitio es mucho mejor, ¿no crees?
-Nunca he estado en la otra, pero supongo que sí.
Joachim seguía acariciándome un brazo mientras se fijaba en Jean-Paul.
-Joachim, este es Jean-Paul –le dije.
Ellos se estrecharon la mano, con poco ánimo, y se quedaron serios.
-¿Quieres algo, Jacqueline? –me preguntó Joachim-. Si quieres te invito, y... a ti también, Jean-Paul.
Lo de “a ti también, Jean-Paul” lo dijo de una forma tan antinatural que me sorprendió, y que ofendió a Jean-Paul.
-No, Joachim –respondió este-. A ella ya la he invitado yo. Y yo no necesito tus invitaciones, así que ya puedes marcharte.
Joachim me sonrió y se fue a atender a unos clientes que lo llamaban.
-No me habías hablado de él –me dijo Jean-Paul.
Me encogí de hombros.
-En tu lista de preferencias, ¿ese tipo y Jean-Damien están por delante de mí? –insistió Jean-Paul.
-Joachim es un amigo. No va a intentar conquistarme, no te preocupes.
El hombre delgado llegó con las naranjadas, y Joachim volvió a acercarse.
-¡Mira, papá, ha venido Jacqueline! –le dijo al camarero.
Yo no sabía que aquel hombre delgado era el padre de Joachim. Me besó en las mejillas y dijo:
-Tenía ganas de conocerte. Joachim habla mucho de lo buena chica que eres, en todos los aspectos.
Luego el padre de Joachim le estrechó la mano a Jean-Paul, preguntándole:
-¿Eres uno de los hermanos de Jacqueline?
-No. Soy Jean-Paul Girardet, un amigo de la chica.
-¿Sí? Pues tratadla bien, vosotros dos. A ver, Joachim, ¿quieres quedarte ahí con tus amigos? ¿Os traigo unos bollos?
-¡Sí! –aceptó Joachim, sentándose a mi lado.
Jean-Paul me miró de una forma que parecía decir: “¡Pero mándale que se vaya!” Sin embargo, yo estaba contenta de que Joachim se quedase con nosotros.
Jean-Paul habló casi todo el tiempo, sin apenas dejarnos intervenir a los demás. Pero sus comentarios me resultaron agradables y divertidos. De vez en cuando, Joachim me acariciaba la mano, pero Jean-Paul no se daba cuenta. Y él, Jean-Paul, me tenía cogida de la cintura, y Joachim sí que podía verlo. Me extrañó la actitud de Joachim. Normalmente, él solía mantenerse más distante. Pero no le di importancia. Hacía tiempo que no nos veíamos y él estaría contento de reunirse conmigo.
Al cabo de un rato, Jean-Paul y yo nos despedimos de Joachim y subimos a un coche (de caballos) que nos llevó muy cerca de mi casa. Por el camino, Jean-Paul fue muy amable conmigo. Me trató con mucha dulzura.
-¿Te lo has pasado bien? –fue una de sus preguntas-. ¿Quieres volver a ir a algún sitio conmigo?
-Me he divertido. Sí, me gustaría ir contigo a algún lado. Gracias por todo.
-Gracias a ti por aceptar mi invitación. Y no te pido que respondas ahora, pero quiero que reflexiones. Ya que Joachim es solo tu amigo y no entra en esto, hay algo que debes decidir entre Jean-Damien y yo. Debes elegir entre él, que te ha rechazado, que te considera solamente una niñita; y yo, que me preocupo de hacerte feliz.
Jean-Damien quedó olvidado entonces. Yo lo había pasado muy bien con Jean-Paul. Él me había tratado de manera irreprochable, y además, me di cuenta de que él tenía un carácter que me hacía sentir cómoda, no intimidada. Yo pasaba más vergüenza cuando estaba delante de Jean-Damien que delante de Jean-Paul. Me sentía más relajada con el segundo, tal vez porque era de mi edad, al contrario que Jean-Paul, que me llevaba seis años.
-Quiero estar contigo –le confesé a Jean-Paul.
Él me besó en el pelo, y yo me bajé del carruaje, delante de mi casa. Durante la cena mis padres y mis hermanos se interesaron por los detalles de la cita, y les conté algunos.
-Así que ahora ya está –me dijo mi madre más tarde, cuando nadie nos oía-. Has dicho que solo era eso, que lo único que queríais era probar esa cafetería una vez, pero que no ibais a volver.
-Pero él es amable y da confianza –respondí-. Si me pide ir a algún lado, si tengo tiempo, le diré que sí. No te importará, ¿verdad?
-No. Sobre todo porque lo conozco.
Auguste y mi padre estaban hablando en el pasillo.
-Es mejor eso que que esté obsesionada con un chico mayor que no le hace caso –decía Auguste-. Si solamente pensase en Jean-Damien Fontaine, podría desarrollar algún tipo de problema. Es bueno que...
Mi hermano se interrumpió al verme a mí.
.Me alegro por ti –me dijo.
Joachim se incorporó a las clases el lunes. Se sentó a mi lado, en la última fila, como el año anterior. Cuando tuvimos clase con mi madre, él se levantó y fue a entregarle unos papeles a ella. Al pasar a mi lado me tocó un poco el hombro y mi madre se dio cuenta; vi que lo miraba con suspicacia.
-¿Qué haces? –le pregunté a Joachim en voz baja, cuando volvió.
-He escrito un cuento para el concurso literario –me contestó.
-Digo que... ¿por qué me tocas?
-¿Tocarte? ¡Ah! Tenías un pelo en el hombro. Te lo he quitado –dijo.
Se mordió el labio inferior y se pasó el resto del tiempo con la mirada perdida en algún punto del otro lado de la ventana.
-¿De qué trata tu cuento? –le pregunté a Joachim a la hora del recreo.
-Bah, está mal hecho –respondió-. Lo escribí... bueno... participando en el concurso, tu madre lo tiene en cuenta para la nota, así que... bueno, por eso lo hice. Pero lo que escribí es una tontería. Eso no es lo mío.
-Venga, seguro que no está tan mal.
-Tu cuento está bien –me dijo-. Bien redactado... y... les gustará a los profesores.
Él había leído mi cuento hacía poco.
-¿Puedo leer el tuyo? –le pregunté.
-Bueno, sí. Te lo traeré algún día, pero no te va a gustar.
Jean-Paul nos vio.
-Tú ya estás con la chica durante las clases –le dijo a Joachim-. Así que ahora déjamela a mí.
-Joachim no conoce a mucha gente aquí –intervine.
-Bueno, pues que se arregle -. Dijo Jean-Paul-. Nosotros tenemos derecho a estar en privado a veces.
Joachim se marchó con pinta de enfadado.
-Un amigo suyo de otra clase dejó los estudios –le expliqué a Jean-Paul. Joachim no tiene con quién estar.
-Olvídate un poco de él. Hay más gente en el mundo. Yo, por ejemplo. Piensa un poco en mí –dijo Jean-Paul, dulcemente.
Le hice caso. Él me trató muy bien, me dijo cosas bonitas y me invitó a ir el domingo siguiente a la cafetería de Joachim.
Al final del recreo volví a clase. Joachim no estaba y no iba a volver en todo el día, porque se había llevado sus pertenencias. Al día siguiente sí que lo vi, en clase.
-¿Qué tal con tu novio? –me preguntó.
-Bien.
-Ah. Me alegro.
No parecía sincero.
-Lo siento, yo no quería dejarte solo... –empecé a decirle.
Asintió con la cabeza.
-No te preocupes –respondió-. No importa, la culpa no es tuya.
Joachim se portó conmigo de manera natural, no estaba enfadado. De todas formas, parecía poco centrado en lo que hacía. Se le notaba que apenas prestaba atención a las explicaciones de los profesores. Mi madre le mandó salir al encerado, y él se sobresaltó cuando ella lo llamó. Se levantó torpemente y se le cayó la tiza de las manos al disponerse a escribir. Su letra no parecía la suya, y escribió que “árbol” era un verbo, lo que suscitó las risas de muchos.
-¿Te encuentras bien? –le preguntó mi madre.
-Sí. He dormido poco, madame Lebon. Eso es todo.
Joachim se volvió a sentar a mi lado y a mí me pareció más despejado desde entonces.
-Escucha, a la hora del recreo me gustaría enseñarte un cuadro que estoy pintando –me dijo-. El lienzo es muy grande y no lo puedo traer aquí, así que tendrás que venir a mi casa. Si quieres, claro.
-¿Y nos va a dar tiempo de ir y de volver durante el recreo?
-No hay clase a la hora siguiente. Le he oído decir a la de Arte que el de Griego no va a venir.
-¿Estás seguro?
-¡Sí! Sí, si no, pregúntale a tu madre.
Hice eso último, y como mi madre me confirmó que el de Griego no iría, salí del instituto con Joachim. Me sorprendió que me cogiese del brazo mientras andábamos. Normalmente, él se mantenía apartado, es decir, sin tocarme, siempre que iba conmigo. Se lo comenté, y él me dijo:
-Es para que no te pierdas. Si chocas con la gente y te separas de mí, te meterás en un lío, ¿no te parece? Y tu madre se volverá loca, no te dejará andar sola.
-Ya, pero si nos ve Jean-Paul...
-No nos verá.
No tardamos demasiado en llegar a la casa de Joachim. Yo había estado una vez allí, y ahora la encontré tal como la recordaba. Era una casa relativamente pequeña, pero bien pintada y acogedora. Pasamos al salón y allí mismo se hallaba el lienzo que me quería enseñar Joachim. La pintura no se encontraba terminada, pero ya se entreveía la temática. Un trozo de mar y de barco estaban ya coloreados por encima de las finas líneas del dibujo. Era un buen trabajo; el barco y el mar no parecían planos, sino que daban sensación de profundidad.
-Eres bueno en esto –le dije-. Me gustaría que tuvieses éxito.
Sonrió.
-Gracias. Pero yo pinto por diversión, porque me gusta mucho. No para ganar dinero. Y... estoy deseando probar algo diferente. Un retrato, me apetece pintar un retrato. Hasta ahora, solo he pintado paisajes. Así que... si quieres hacer los honores...
-¿Qué?
-Que te quiero de modelo, si no te importa. Solo tienes que sentarte en el sofá, de lado. No tienes que hacer nada más.
-¿Tengo que estar mucho tiempo ahí parada? –le pregunté.
-No. Solo es para ver cómo quedas, en general. Te dibujo, y para los detalles de la cara me guío por una foto.
-Está bien.
Me quité el abrigo y me senté en el sofá.
-Ponte de lado –me pidió él-. Tus perfiles con buenos los dos, pero yo prefiero que te sientes en la esquina de la derecha, de mi derecha, y que te pongas de lado, que se te vea la parte izquierda de la cara.
Lo obedecí como pude.
-Así está mejor, pero sube las piernas al sofá. A ver, descálzate primero, por favor, que si no mi madre me mata. Luego pon las piernas como si estuvieras en una cama, pero de la cintura para arriba, quédate erguida.
Le hice caso y me reí. Quería ver cómo quedaría el cuadro.
-Bien, así me gusta. Pero no dejes las piernas así estiradas. Crúzalas y encógelas un poco. Y no me mires a mí. Mira al brazo izquierdo del sofá, por ejemplo, que te queda enfrente. O a la estantería; lo importante es que mires al frente. Y entrecruza las manos.
Volví a obedecer.
-Bien, ahora estás perfecta. Esto te lo mando porque en mi cabeza se ha formado una imagen así del cuadro. No es por capricho.
Permanecí unos cuantos minutos en esa posición. Luego Joachim se me acercó sin yo saberlo (yo miraba al frente) y empezó a hacerme cosquillas por el cuello. Le mandé parar, entre risas, y él me dijo:
-Seguro que Jean-Paul no te hace reír tanto. ¡Pues debería!
-Para. Para... ¡Joachim! Y... ¿qué tienes... contra él?
Le hablé entre jadeos y risas, pues seguía haciéndome cosquillas.
-Ayer me quedé solo en el recreo por su culpa –respondió.
-Pero... (¡Ah, Joachim! ¡Estate quieto!) El sábado... ya lo miraste mal.
-Él me miró mal a mí primero. Por eso me puse serio.
Joachim me hizo cosquillas en los pies y me cogió en brazos. Le pedí que me bajase, pero él me subió a la mesa.
-Ahora quiero que poses ahí –declaró-. Sentada en la mesa. ¡Pero antes, cálmate! ¡Estás temblando como si te fueran a matar!
-Si me fueran a matar, no me reiría.
-También es cierto. Pero...
Joachim se quedó en silencio al oír la cerradura abriéndose. Me ayudó a bajarme de la mesa y susurró:
-Ponte los zapatos. Seguro que la que viene es mi madre, iré a entretenerla mientras te calzas.
Me puse los zapatos y me los até mientras Joachim hablaba en alemán con su madre. Luego los dos pasaron al salón, y Joachim y yo nos despedimos de ella, ya que nos marchamos entonces.
-Actúas fatal –me reprochó Joachim, sonriendo, una vez fuera-. No has parado de reírte delante de mi madre.
-Pues tú a veces también te reías. ¿Y a qué ha venido esto?
-¿El qué?
-Lo de las cosquillas.
Ahora Joachim llevaba su mano apoyada en mi brazo izquierdo. Unos meses antes, no lo habría hecho. Y tampoco lo de las cosquillas.
-Te estabas cansando de posar, ¿no? –me dijo-. Pues así, te has movido.
-Antes no lo habrías hecho. Estás cambiado.
-Estoy contento de haber vuelto a París. No me culpes porque a veces tenga ganas de divertirme.
Se me había olvidado pedirle que me enseñase su cuento del concurso literario.
-Ah, bueno, otro día –respondió cuando se lo comenté.
Nos estábamos riendo al entrar en el instituto, y Jean-Paul Girardet nos vio.
-Vaya. Te he estado buscando, Jacqueline. Y te descubro con él –dijo.
-Déjala en paz –intervino Joachim-. He ido a enseñarle un cuadro y... la necesitaba para un trabajo. No la he cortejado, ¿de acuerdo?
-Sí. Pero tal vez porque ella no se ha dejado seducir –respondió Jean-Paul-. Aunque a ti no te faltasen ganas. Porque siempre quieres estar con ella.
-Si tienes celos de mí es que eres tonto –declaró Joachim, y se fue.
-Ya sabes que él no conoce a casi nadie aquí –le dije a Jean-Paul-. De él puedes fiarte, es el chico más inocente que conozco.
-Pues cómo serán los otros –murmuró Jean-Paul.
Esto no influyó en nuestra relación. Jean-Paul, al menos aparentemente, no estaba enfadado. Me siguió tratando igual que siempre a partir de entonces. Pasé unos cuantos recreos con él, y volvimos a la cafetería el domingo. Esta vez, Joachim no estaba allí. Jean-Paul me regaló flores, y me di cuenta de que la madre de Joachim nos estaba mirando mientras esto ocurría. Yo estaba muy contenta. Antes, cuando me gustaba Jean-Damien, deseaba que me pasase algo así. Y ahora me estaba ocurriendo, pero con Jean-Paul, que era más amable, atento y simpático que Jean-Damien.
Joachim comenzó a llevar su equipo de dibujo (el que yo le regalé) al instituto. Lo utilizaba durante los recreos, porque no tenía con quién estar. No se repitieron escenas como aquella de las cosquillas durante mucho tiempo. Joachim y yo apenas hablábamos. Un día, a principios de octubre, él me preguntó:
-¿Qué tal tu hermano Georges en Arquitectura? ¿Está bien esa carrera?
-Sí. Él acaba de empezar y dice que le gusta.
-Como dibujo bien, mi madre cree que yo debería hacerla, pero... a mí no me gustan las ciencias. Además, yo no sé si tendré paciencia para meterme en una carrera.
-Pues tenla. Haz una que te guste más.
Joachim se rió.
-Bueno, mira, el domingo a las cuatro, ¿quieres venir a posar otra vez para mí? Es para el cuadro del sofá...
-No, Joachim, lo siento. He quedado con Jean-Paul.
Joachim se quejó en voz baja y luego añadió:
-No. Si es que ya no quiero. ¡¡Estoy harto de que me dejes de lado!! ¡¿Me oyes?! Me buscaré a otra persona para que pose. Mientras tanto, tú vete a que Jean-Paul te...
-No vas a encontrar a otra persona –lo interrumpí-. No la encuentras ni para pasar el recreo...
Fui muy cruel, no debería haberle dicho eso. Joachim cogió su libro de Latín y lo lanzó al suelo con mucha violencia. También dio un puñetazo en el pupitre.
-¡¡¡Solo eres una niña llorona!!! –gritó-. ¡No hay quién te aguante! ¿Te das cuenta?
-Pues Jean-Paul no cree eso –dije.
-¡¡¡Pues vete con Jean-Paul!!! ¡Y a mí déjame en paz! ¡Lo estoy deseando!
Sacó un papel doblado del bolsillo y lo lanzó de malas maneras contra mi pupitre.
-Ahí tienes el cuento –dijo-. Por mí, como si lo tiras por el retrete. No te preocupes de devolvérmelo.
Yo guardé el papel en el bolsillo. Joachim cogió unos libros y los colocó, unos encima de otros, entre su pupitre y el mío. Él quería levantar una muralla entre nosotros dos, no podía ni verme. A la hora del recreo fui al baño para leer el cuento sin que nadie me molestase. Además, así evitaba que Jean-Paul me viese leyéndolo. Seguro que no le haría gracia saber que yo leía algo escrito por Joachim. Desdoblé el papel y vi que ponía lo siguiente:
El hallazgo de la felicidad (por Joachim Clerc)
En agosto, mi amiga Jacqueline Lebon, que por aquel entonces tenía diecinueve años, me escribió diciéndome que se casaba. <>,pensé al leerlo. Pero así todo, continué con la lectura.
No pude asistir a su boda por culpa de mi trabajo, pero por lo que he oído, la boda estuvo muy bien. A Bremen me llegaron más cartas de mi amiga. Me llamó la atención una en la que me contaba que su marido se emborrachaba mucho. <>, pensé. Pero seguí leyendo, a ver qué más barbaridades ponía.
Y esa carta se repitió. Me llegaron más de ese tipo. En otra me explicó que ella había dejado los estudios al casarse, que su marido no quería que estudiase. Y yo me pregunté en dónde estaría la felicidad, porque si no se hallaba en la vida de una jovencita hermosa, recién casada, no sé en dónde se iba a encontrar.
Me habría gustado ir a ver a Jacqueline a París, para averiguar si ella estaba cambiada físicamente o no. Pero no pude, mi trabajo, otra vez, me lo impedía.
Pasó más tiempo, muchos meses, y en la misma carta recibí dos noticias que cambiarían la vida de mi amiga: me contó que ella iba a tener un bebé, y que su esposo acababa de morir. <<¡Cómo te pasas!>>, creí, después de leer eso. <>. Su relato me ofendía, pero así todo seguí leyendo.
Continuamos escribiéndonos, y más adelante se me escapó decirle que si no se hubiera casado nunca, sería más feliz. Ella dejó de escribirme a partir de entonces. Le envié cartas pidiéndole perdón, sin embargo, ella no me contestaba. Más adelante tuve la suerte de conseguir un trabajo en París. Entonces, un día, decidí ir a ver a Jacqueline. Estaba con su hijo, me dijo que se llamaba Joachim, como yo. <> -murmuré.
Me explicó que varias de mis cartas no le habían llegado, y que ahora no estaba enfadada conmigo. Entonces descubrí que la felicidad estaba allí. Solo tenía que coger al niño en brazos para darme cuenta. Pero la felicidad no era eso solamente, sino el gusto de saber que desde entonces, yo me quedaría en París, a pocos kilómetros de mi mejor amiga, para poder ayudarla, a ella y también a su hijo, cuando me necesitasen.
<>, pensé. Yo me había puesto colorada al empezar a leer el cuento, y así seguía incluso después de terminarlo. Al salir de los lavabos choqué de lleno con Jean-Paul y el cuento se me cayó al suelo. Él se apresuró a cogerlo.
-¿Puedo verlo? –preguntó, aunque ya había desdoblado el papel para echarle un vistazo.
-Sí, bueno... –murmuré.
-Vaya. Es una nota de Clerc –dijo-. Y por lo que veo, te ha sacado los colores.
-Oye, solo es un cuento, puedes leerlo –respondí.
-No. No, no hace falta.
Jean-Paul parecía tranquilo, no se enfadó, pero vi en su cara una expresión de perspicacia que no me gustó. Sin embargo, me trató tan bien durante el recreo que me pareció que realmente ese gesto no significaba nada.
Joachim ya estaba en clase cuando yo volví del recreo. Mantenía la barrera de los libros, eso quería decir que seguía enfadado.
-Te traigo el cuento –le dije.
-No lo quiero –respondió.
-Pues el final es aceptable.
-Pero la realidad no es como ese final –declaró.
-¿Por qué?
-Porque yo no soy feliz.
-¿Y yo qué puedo hacer?
-Deja a Girardet –me respondió claramente.
-¿Por qué me pides eso?
-Porque no eres como antes, y la culpa es suya. A mí me parece un gamberro.
-Pues a mí no. Y no me noto cambiada de carácter.
-Antes no me dejabas de lado. Y ahora cállate. Volveremos a hablar si haces lo que te recomiendo, si no, será una pérdida de tiempo que sigamos siendo amigos.
No contesté, me quedé aturdida. Mi madre entró en clase y noté que se extrañaba al ver la barrera de libros que mediaba entre Joachim y yo. Ese día nos mandó hacer unos ejercicios por parejas, según estábamos sentados. Ella casi nunca mandaba trabajar por grupos y a mí me fastidió que se le ocurriese precisamente entonces.
-¿Se puede hacer individualmente? –preguntó Joachim en voz alta.
-En otras circunstancias se podría, pero ahora tienes a Jacqueline a tu lado y no sé qué te cuesta trabajar con ella –dijo mi madre.
Joachim retiró la barrera de los libros.
-Tú me importas –le dije-. No me hagas escoger entre Jean-Paul y tú. Quiero ser tu amiga y su novia. Quiero llevarme bien con los dos.
-Hay que agrupar las palabras según su significado –murmuró él, refiriéndose al ejercicio.
Solo hablamos sobre el ejercicio. Sé que mi madre me mandó trabajar con él para que volviésemos a ser amigos, y a la larga, su método funcionó. Joachim retiró la barrera de los libros. Pero a veces, cuando se le quedaba sin copiar alguna palabra cuando los profesores dictaban apuntes, en vez de preguntarme a mí, Joachim acudía a unos chicos que se sentaban delante de nosotros para mantenerse informado. Eso me molestaba mucho.
Otro día, el profesor de Alemán me hizo unas preguntas bastante difíciles. Eran sobre una lección que deberíamos haber llevado preparada de casa. Yo ni siquiera había leído el tema, ya que había pasado la tarde intentando hacer una traducción larguísima de Latín. Como te acabo de contar, el tema de Alemán era difícil, así que contesté bastante mal a las preguntas del profesor. Él me riñó mucho delante de todos mis compañeros. Me dijo que, aunque hasta ahora yo hubiese sacado muy buenas notas, él no me iba a seguir aprobando por eso, ni porque mi madre fuese una profesora del instituto. Me dijo muchas más cosas, pero procuré no prestarle atención, consciente de que cuanto más me fijase, más fácil sería que me echase a llorar. Porque su tono era muy brusco.
-Tranquila, a mí muchas veces me dice que debo mejorar la ortografía, eso que mi madre es alemana y he vivido allí –me comentó Joachim al final de la clase.
Me sorprendió que me hablase, y además para decirme eso.
-Si quieres, quedamos un día y te explico la lección –añadió-. El miércoles a partir de las cuatro y media puedes venir a la cafetería de mi padre. Y si hay mucho alboroto, desde allí vamos a otro lado.
-Gracias. Estoy de acuerdo en ir, pero... sigo con Jean-Paul, no sé si te importa.
-Quiero que seas mi amiga. De Girardet ocúpate tú. Es tu vida.
-Pero decías que...
-Girardet no me cae muy bien, nunca ha sido amable conmigo. Pero ahora creo que si a ti te va bien con él, debéis seguir juntos. Solo quiero que seas feliz.
Volvimos a hablar poco durante los días siguientes, a pesar de que ya no estábamos enfadados.
-¿Notas raro a Girardet? –me dijo Joachim entonces, a la vuelta del recreo.
-No. ¿Por qué, qué pasa?
-No lo sé muy bien.
-Dime lo que sabes, por favor –le pedí.
Joachim sacó un cigarrillo y lo mantuvo apretado en la mano.
-¡Creía que no fumabas! –exclamé.
-No fumo desde enero. Pero ahora estoy tenso. Tal vez esto me relaje.
-Mi padre dice que...
-Que el tabaco no es sano precisamente, ¿verdad? Pues de acuerdo.
Se levantó y tiró a la papelera ese cigarrillo y otros más, todos los que tenía.
-¿Qué pasa con Jean-Paul? –insistí.
-A lo mejor no es nada, pero si pasa algo, ya lo descubrirás por ti misma.
Salvo ese comentario misterioso, Joachim no me explicó nada más.
El miércoles mi madre me acompañó al Café Clerc. No me molestó que fuese conmigo, porque así, si Jean-Paul me veía con Joachim, no pensaría mal, dado que mi madre también estaba. Entré con ella en la cafetería y se me heló la sangre al ver a Jean-Paul con una muchacha. Me quedé quieta, observándolos. Estaban cogidos de la mano y se miraban de una forma que traspasaba las barreras de la amistad. Mi madre también los vio y apoyó una mano en mi hombro.
-No pasa nada, no te preocupes –me dijo, en voz baja.
Entonces Jean-Paul miró un poco a su derecha y me vio.
-Vámonos –le dijo a la chica, con un hilo de voz, poniéndose muy serio.
-¿Tan pronto? –se extrañó ella.
-Sí. Vamos.
Se levantaron y Jean-Paul le pagó al padre de Joachim. Jean-Paul y la chica pasaron a mi lado. Él evitó mirarme, y yo a él. Él tampoco saludó a mi madre.
-¡¡Girardet, me das asco!! –gritó una voz familiar.
Jean-Paul no se dio la vuelta, pero yo sí miré a la barra. El que había hablado era Joachim, que salía de la cocina con un bollo caliente. Se lo sirvió a una señora, y luego él nos dijo a mi madre y a mí:
-Siéntense, por favor. ¿Quieren algo?
Mi madre pidió un bollo como el de la otra señora. Yo no quería nada, pero Joachim me trajo té.
-Tómatelo, Jacqueline –dijo-. Te invito yo. Y a usted también, profesora, faltaría más.
Mi madre le dijo que le iba a pagar, pero Joachim no aceptó. Yo dejé los libros de Alemán sobre la mesa. No me apetecía nada utilizarlos.
-Madame Lebon, el chico que acaba de marcharse, el que estaba con una chica, era el novio de Jacqueline –explicó Joachim.
-Sí, ya lo sé. Es alumno mío.
Yo no pude contenerme y me saltaron las lágrimas. Pero no armé escándalo, lo único que pasó fue que las lágrimas me resbalaron por las mejillas.
-Tranquila –me dijeron Joachim y mi madre.
-No vale la pena que llores por él –añadió mi amigo.
Entonces recordé que el día anterior Joachim me había preguntado si yo notaba raro a Jean-Paul.
-Tú lo sabías –comenté.
-Sí, hace poco lo vi con la misma chica. Me entraron sospechas, pero no te dije nada. Se me ocurrió pensar que a lo mejor era una hermana suya, o... bueno, ya sabes, preferí no desconfiar. No te lo dije para no inquietarte sin motivo. Pero... hoy, antes de llegar tú... bah, se decían cosas de novios, no te quiero engañar. Además, ya lo has visto.
Joachim me secó las lágrimas de la cara y mi madre me cogió de la mano. El muchacho pasó la mano por mi libro de Alemán y me preguntó:
-¿Estás bien? ¿Empezamos?
-Bueno, cuanto antes mejor –cambié de opinión-. Así también acabaremos antes.
Joachim se sentó a mi izquierda y abrió uno de los libros, mientras declaraba:
-Madame Lebon, usted esté el tiempo que quiera. Cuando desee marcharse, hágalo. Yo puedo acompañar a Jacqueline a su casa, si usted prefiere que no vaya sola.
-Gracias, Joachim, eres muy amable –contestó mi madre.
-¿Usted cree? Pero lo que prometo hacer no tiene mérito. No supone para mí un esfuerzo, sino un placer.
Me sorprendió esta manera de hablar de Joachim, desconocía esa capacidad suya para la elocuencia. Eso sí, su tono era natural, se notaba que estaba siendo sincero.
Mi madre comenzó a leer el periódico mientras Joachim me explicaba el tema. A veces él miraba a mi madre con cierto nerviosismo, un poco intimidado ante la idea de que lo escuchase, según me pareció. A mí tampoco me haría ninguna gracia que una profesora me escuchase explicarle algo a su hija, así que comprendí a Joachim perfectamente. Y mi madre también, porque al poco rato se marchó.
Mientras Joachim me daba explicaciones me centré en eso, en lo que él me decía. Pero cuando terminó, volvió a embargarme el desánimo. En verano, Danny me había engañado, y ahora Jean-Paul. Y Jean-Damien ni siquiera se había fijado en mí. Creo que tener tres hermanos varones fue lo que me salvó del error que habría sido desconfiar de todos los chicos en general. Mis hermanos no eran como Jean-Paul. Y Joachim tampoco.
-Ya está. ¿Quieres irte a casa? –me dijo Joachim, al final.
-Todavía no. Mi madre les habrá contado a los demás lo ocurrido, y Guillaume se va a reír de mí. No estoy preparada para aguantarlo.
-No tiene por qué reírse. Tú no has hecho nada mal, no tienes de qué avergonzarte.
Joachim ya estaba de pie, se había levantado al terminar de explicarme el tema. Yo me quedé sentada, él se puso detrás y me abrazó.
-Voy a esperar todo el tiempo que haga falta –declaró-. Pero en algún momento te tendrás que enfrentar a Guillaume.
Me pasó una mano por la barbilla, y la otra por el abdomen.
-Sé que hace días te recomendé apartarte de Girardet –añadió-. Pero siento que te haya pasado esto. No quiero que sufras.
-Si ya no estás enfadado conmigo, ya no sufro. Tú me importas más que Jean-Paul. Has hecho muchas más cosas por mí que él.
-No quiero enfadarme contigo nunca más –me dijo.
Me agarró de la mano y tiró suavemente para que me levantase.
Yo me puse de pie y comenté:
-El final de tu cuento se está pareciendo a la realidad. Porque cuando pasa algo, siempre acabamos los dos juntos.
Joachim me acarició el pelo, pero se alejó un poco de mí al percatarse de que su padre nos miraba.
-Tengo que ir con ella a su casa –murmuró Joachim, dirigiéndose a su padre.
Así lo hizo. Y yo me quedé contenta de que me acompañase él, más que si mi acompañante hubiese sido Jean-Paul.
En la próxima carta te seguiré contando lo que vaya sucediendo.
Besos,
Jacqueline.