martes, 22 de septiembre de 2009

Atardecer en la playa

París, diciembre de 1904
Querido amigo Gerhard:
La lectura de tus aventuras por Bremen, en tu última carta, me ha resultado muy interesante. Yo tengo que contarte lo que me ha ocurrido durante estas últimas semanas. Al principio me porté mal, fui competitivo y egoísta, y demasiado duro y antipático con las personas a las que más quiero. Pero al final he obtenido una valiosa experiencia.
En primer lugar, ¡por fin he conquistado a Jacqueline Lebon! Ya te he escrito sobre ella en muchas ocasiones, pero, por si no te acuerdas o has tirado mis cartas, te la describiré otra vez: ella es una jovencita de quince años, la hija de la profesora de Francés. Jacqueline es delgada, rubia y de ojos azules, muy hermosa y amable. Su padre da clases en la facultad de Medicina.
Un lunes llegué tarde a clase por culpa de Jacqueline, precisamente. Me estuve peinando para resultarle atractivo, pero lo único que conseguí al humedecerme el pelo fue que los cabellos me quedasen erizados y más oscuros que habitualmente. Ya sabes que tengo el pelo castaño, casi negro, sin embargo, ¿y si a Jacqueline no le gustaba verme el pelo tan oscuro? Así todo, no había solución, entonces me marché corriendo. Pero el de Latín ya estaba en clase. Entré y me senté al lado de Jacqueline. Por aquel entonces hacía una semana que éramos novios.
-Hola, Joachim. Bonito peinado -murmuró ella.
Me puse colorado mientras ella me pasaba un folleto disimuladamente. Empecé a leerlo y vi que anunciaba:
"CONCURSO DE PINTURA: Desde el 30 de septiembre al 5 de diciembre de 1904, todos los alumnos podrán presentar sus obras artísticas. El tema es libre, y la obra ganadora será mostrada en la exposición de..."
-¡Clerc, traduzca el texto! -me pidió el profesor.
Guardé el papel rápidamente en el pupitre y obedecí. No obstante, cuando esa clase terminó, leí el texto del concurso completo. Descubrí que además de una buena suma de dinero, el ganador se llevaría un premio que consistía en mostrar la obra en una exposición "de las de verdad", es decir, al lado de las obras de artistas más o menos famosos. Si te soy sincero debo confesarte que los nombres de esos artistas no me suenan mucho. No soy capaz de recordarlos sin consultar el folleto, pero yo creo que viven de la pintura y eso ya me parece magnífico. Por eso le agradecí la información a Jacqueline.
Yo me encontraba alterado por el asunto del concurso. Necesitaba pintar un cuadro para el cinco de diciembre y quedaban unas semanas para esa fecha. Al principio me dediqué a pintar en mis ratos libres, como siempre. Pero me puse a calcular y llegué a la conclusión de que a ese ritmo terminaría el cuadro para poco antes de Navidades. Sin embargo, el cuadro no me salía tan bien como yo esperaba y empecé de nuevo varias veces. Incluso llegué a faltar dos días seguidos a clase para dedicarme por completo a la pintura.
-¿Qué tal? ¿Estuviste enfermo? -me preguntó Jacqueline nada más verme.
-No. Oye, me confundí en el cuadro y tuve que empezarlo otra vez. Estoy muy ocupado.
-Pensaba que... estabas más centrado en los estudios -me reprochó ella.
En otro caso no me habría enfadado, pero con la presión del concurso cualquier cosa me irritaba.
-¡¡Si me hubieras avisado antes, esto no habría pasado!! - le grité-. ¡¡El plazo se ha abierto hace meses!! ¡¿A qué has estado esperando todo este tiempo?!
-Te he avisado nada más enterarme.
La creí, pero eso no impidió que mi enojo persistiese. Al comienzo del recreo volví a enfrentarme a Jacqueline. Ahora soy consciente de que ella no tenía culpa de nada. Pero entonces bajamos las escaleras juntos y ella me miró con extrañeza al ver que yo me dirigía a la biblioteca.
-He dejado allí mis materiales de pintura, voy a continuar con el cuadro -le comenté.
Su cara mostraba desilusión, pero no se quejó. Vino detrás de mí y yo le dije:
-¿Te importa ir... por ahí? Necesito mucha concentración, si estás delante no puedo pintar como es debido.
-Hace... días no decías eso -respondió-. Querías estar conmigo.
-¡Y claro que quiero estar contigo! Pero... soy un hombre ocupado, mira...
-¿Un hombre? -se burló-. Solo eres un niño que no sabe lo que quiere.
Ese comentario me hirió. Sin embargo, era cierto que hacía días yo me moría por estar con ella. Y ese sentimiento seguía vivo dentro de mí, aunque fuese en el fondo. Por eso no dije nada que pudiese molestar a la chica. La acaricié en la mejilla y la besé para tranquilizarla. Ella se marchó mientras yo entraba en la biblioteca.
Intenté pintar, pero no lo hice tan bien como otras veces. Me sentía presionado, incómodo. Yo estoy acostumbrado a pintar libremente, sin ponerme fechas para terminar los trabajos. Y al no tener esa libertad, no disfrutaba pintando. En vez de ver la pintura como un entretenimiento, la veía como una obligación.
Yo estaba dibujando una difícil escena de una ciudad, una escena que no me motivaba especialmente. Entonces intenté cambiarla. Imaginé una bonita puesta de sol junto al mar. Sí, eso estaba mejor. Al fondo, el sol poniéndose; y delante, Jacqueline con las piernas estiradas sobre un banco. Esto me dio resultado, volví a pintar con placer. Lo que hice fue comenzar a dibujar el paisaje, dejando un hueco delante para Jacqueline. Al salir de la biblioteca me encontré con ella, y ambos dijimos:
-Tal vez quieras ir a...
Sonreímos.
-Tú primero -le cedí la palabra.
-Antes me he olvidado de decírtelo -comentó-. Auguste ha quedado con una chica en la cafetería de tu padre y se le ha ocurrido que tú y yo podríamos ir con ellos.
Auguste es el mayor de los hermanos de Jacqueline. Ella es la tercera de cuatro hermanos, y la única niña. Los demás son varones.
-¿Me estás invitando a mi propia cafetería? -pregunté.
-Bueno, yo solamente... Auguste...
-De acuerdo, me parece bien. ¿Cuándo y a qué hora?
-El domingo a las cuatro.
-Vale, iré. ¿Y tú vendrás a posar para mí? Voy a retratarte para el concurso. Si me dejas, claro.
Me gustó que sonriese.
-¿Ya no te estorbo? -quiso saber.
-No. Vas a ser la clave de mi trabajo.
Le expliqué en qué consistiría el cuadro y aunque es tímida se lo tomó bastante bien. Le dije que, aunque expusiesen mi cuadro y ella saliese allí, la mayoría de la gente no la conocería, que París es muy grande. Por fin parecía que todo estaba ya solucionado. Nada más lejos de la realidad. Esa misma tarde Jacqueline vino a mi casa y comencé a dibujarla medio acostada en el sofá. Aguantó un montón de tiempo parada, lo admito. Pero luego se cansó, empezó a moverse y le reñí.
-Ahora no puedo más. Seguimos otro día -me dijo.
Acepté, y la tarde siguiente continué dibujándola. Esta vez ella no aguantaba parada, y no colocaba las manos como yo le había indicado.
-Deja caer la mano izquierda. Sí, hacia abajo -le dije-. Y a ver si paras de moverte.
-Me duele la barriga -se quejó.
Yo estaba enfadado, por eso le dije:
-¡¿Y qué ?! ¡Si te duele, deberías moverte menos!
-Hoy no puedo hacer esto -respondió-. No me encuentro bien. Joachim, déjame marchar.
-¡Pero estás sentada! ¡No te mando correr! ¡Estar ahí parada no te cansa!
-Quiero irme a casa -insistió-. Me duele la barriga y aún tengo los deberes sin hacer.
-Espera. Te tomas una manzanilla y luego seguimos. Y cuando acabe de pintarte, hacemos juntos los deberes.
-No. No puedo seguir. Vendré cuando quieras, pero ahora me voy.
Me irritó que todo fuesen dificultades para terminar mi cuadro.
-¡Pues vete! -grité-. ¡Puedo pintar a otra chica!
-No lo harás -respondió, casi llorando.
Claro que no lo hice, a pesar de que a ella no la vi en unos días. Jacqueline no fue al instituto, y yo finalmente decidí hablar con su madre al final de la clase de Francés, a ver si me explicaba qué ocurría. Esperé a que saliesen todos mis compañeros y entonces le dije:
-Señora Victoire Lebon, profesora, ¿qué le pasa a Jacqueline, está enferma?
-Sí, está mal del estómago.
-¿Puedo ir a verla? -me interesé.
-Claro. Se alegrará, me ha preguntado por ti estos días.
Antes de cenar me dirigí a su casa con el lienzo. La madre de Jacqueline y yo subimos las escaleras y yo pasé a la habitación de la niña. Se trataba de la primera vez que yo entraba allí. El cuarto era normal, como el de todas las chicas, supongo. Jacqueline estaba dormida y yo me sentí incómodo, no quería despertarla. Me entraron muchas ganas de acariciarle su sedosa melena rubia, pero me contuve para no cortarle el sueño.
Su madre bajó las escaleras y yo aproveché para apoyar el lienzo contra el armario. Luego volví a fijarme en la muchacha y la encontré tremendamente destapada: más de la mitad del edredón se encontraba en el suelo. La arropé y ella se despertó.
-¿Qué haces aquí?- quiso saber.
-Vengo a verte -le dije-. Espero que estés mejor que el otro día.
-Sí, un poco.
Se sentó en la cama y yo le pasé un jersey azul marino que había en la mesa, para que se lo vistiese por encima del camisón. La puerta se hallaba entreabierta y vi salir a Auguste de una de las habitaciones. Él también se percató de mi presencia y me dijo:
-¡Ah, hola, Joachim! Mira, lo de ir a tu cafetería..., ya sabes, tú con Jacqueline y yo con... otra, mejor lo dejamos. Mi hermana no se encuentra bien.
Yo ya no me acordaba de esa cita. El concurso de pintura me absorbía y apenas me dejaba pensar en otros asuntos. Auguste se marchó y yo sonreí al comprobar que era un poco más alto que él, y eso que Auguste mide un metro ochenta.
-Jacqueline, el domingo de la semana que viene, iremos tú y yo a la cafetería, si estás mejor -dije-. Y ahora... escucha, no tienes que hacer nada. Voy a retratarte, tú quédate como estás.
-No me retrates -respondió-. ¿Tú sabes cómo he pasado la noche?
-Supongo que mal, pero...
-Además, pensé que me querías por mí misma, por lo que soy. No porque te sirva de modelo. ¡Vaya, es que para ti no valgo más que un objeto!
-¿Cómo puedes decir eso? Si me sirves de modelo es porque hay algo en ti que...
Me interrumpí cuando la madre de Jacqueline entró. Traía una bandeja con un plato de sopa para la niña. Jacqueline me miró, pidiéndome, sin palabras, que continuase explicándole lo que pasaba. Pero hablar de aquello delante de su madre, que además era mi profesora, estaba por encima de mi atrevimiento. La señora Lebon se quedó mirando cómo Jacqueline se tomaba la sopa y la niña dijo:
-Mamá, no hace falta que te quedes. No me mareo.
-Nunca se sabe. Hasta que estés un poco mejor, necesitarás... cuidados.
Yo sabía lo que pasaba: la señora Lebon no quería que me quedase solo con su hija.
-Ya me voy -murmuré.
-¡Pero si acabas de llegar! -protestó Jacqueline.
-Bueno, pero... ya te he visto, y... mis padres me están esperando para cenar.
La besé en la mejilla, sin apartar la vista de la cara de su madre, y me fui.
Jacqueline no volvió a clase hasta la mitad de la semana siguiente.
-No has vuelto por mi casa -me dijo-. Me habría dejado retratar...
-Pues cuando fui, me diste a entender todo lo contrario.
No debería haber dicho eso, esas palabras sonaban demasiado hirientes.
-Bueno, no sé qué te ocurre -respondió ella-. Pasé una noche malísima, por eso estaba durmiendo cuando tú llegaste, y... me viniste con esa tontería de la pintura...
-¡¡¡No es una tontería!!! -bramé.
Desde pequeño, la pintura siempre ha sido especial para mí. Por eso me enfadé tanto.
-No quería decir eso -se disculpó entonces Jacqueline-. Retrátame a la hora del recreo.
Yo no podía pintar estando tan enfadado, pero el enojo se me pasó al cabo de unas horas. A la hora del recreo, Jacqueline posó para mí en un banco del vestíbulo. Ella no dijo nada y yo tampoco. Su cara me recordaba a la de los niños cuando están esperando, asustados, a saber cuál es el duro castigo que su profesor les está a punto de aplicar.
Terminé el cuadro por completo en ese mismo recreo. Me gustó el resultado, había quedado como yo esperaba.
-Ya he terminado, puedes venir a verlo -le dije dulcemente a Jacqueline-. Se titula <>.
Ella observó el cuadro y opinó:
-Está bien. Pintas muy bien, Joachim.
Habló con un tono triste, como si fuese a llorar, y a mí también me puso melancólico. Me gustaría haberle pedido perdón por molestarla, y por mostrarme brusco con ella. Pero Jacqueline se fue antes de que me diese tiempo a hablarle.
Tenemos muchos deberes y a mí un día se me olvidó hacer los de Griego. El profesor se enteró y les escribió una carta a mis padres. Mi padre explotó de rabia. Me dijo que si quería estudiar, que lo hiciese de verdad, que no utilizase el instituto como una excusa para no dedicarme al trabajo familiar de la cafetería. Se enfadó tanto que me prohibió salir de casa para actividades de diversión en unos días. A mí lo que más me preocupó fue que ese domingo por la tarde, que fue cuando se le ocurrió ponerme el castigo, no me quedase más remedio que dejar plantada a Jacqueline en mi cafetería. Le expliqué a mi padre lo que pasaba, pero él no cedió. Y a mí me sentó fatal hacerle eso a Jacqueline. No porque fuese la hija de la profesora de Francés, sino simplemente porque yo la quería. Dentro de mi habitación le di una patada al armario y unas lágrimas silenciosas brotaron de mis ojos. No sé si fueron producto del golpe contra el mueble o de la frustración que me causaba ver empeorar mi relación con Jacqueline y no poder hacer nada para remediarlo.
Desde que me levanté de la cama al día siguiente, me repetí a mí mismo un montón de veces la explicación que le tenía que dar a Jacqueline. <>. Eso mismo iba yo pensando cuando dejé mi cuadro en el aula de dibujo, para presentarlo al concurso. Aquel día era el cinco de diciembre, el último para entregar las obras. Volví a repetir mentalmente mi frase de disculpa al entrar en clase, mientras buscaba con la mirada a Jacqueline, pero no la encontré. Me senté solo en la última fila y esperé a que terminase la clase de Francés para ir a hablar con la profesora.
-¿Qué tal va Jacqueline? -le pregunté-. ¿Ha vuelto a encontrarse mal?
-Se ha puesto peor -declaró.
Noté una punzada en el corazón, yo no quería oír eso. Miré a la profesora sin saber muy bien qué decirle y murmuré:
-El último día que la vi, ella estaba bien.
-Ya, pero ayer por la noche no se acordó de tomar los medicamentos, y hoy por la mañana tampoco. Y nosotros no nos dimos cuenta, no se lo recordamos. Tenía que seguir tomándolos hasta el miércoles, y como no lo hizo, está mal otra vez. Ayer no cenó, no quiso. Supongo que por eso se olvidó de los medicamentos; los toma con la comida.
Me sentí culpable: seguramente ella no había cenado por la preocupación que yo mismo le había provocado al no acudir a nuestra cita. Si ella hubiese cenado, también se habría acordado de tomar los medicamentos y no se habría puesto así. Para remediarlo, durante el recreo me senté solo en un banco del vestíbulo y escribí:
<No hice una traducción de Griego y mi padre lo sabe. Ayer me mandó quedarme en casa por la tarde y no tuve más remedio que obedecerlo. Siento mucho haber faltado a nuestra cita. Perdóname.
>>Tengo muchas ganas de verte, pero mi padre no me dejará. Así todo, una vez que yo vuelva a casa, puedo escaparme sin que él se entere: atando una cuerda a la ventana de mi habitación y bajando por ella. Tal vez ponga esa técnica en práctica.
>>Por cierto, el viernes, justo después de clase, dan los resultados del concurso de pintura. Si gano, te dedicaré la victoria.
>>Recupérate pronto, no soporto pensar que tu recaída haya sido por mi culpa.
>>Te quiero. Besos,
>>Joachim>>.
A la hora de salir corrí a la sala de profesores y, por suerte, me encontré con la madre de Jacqueline. Le di varios dobleces a la nota y se la entregué a ella.
-Es para Jacqueline, es... bueno, son cosas nuestras -le expliqué.
Ella la guardó sin leer el contenido. Y justo al día siguiente me entregó la respuesta disimuladamente, al lado de un trabajo corregido. Reconocí la letra de Jacqueline en la nota, aunque esta hubiese escrito de manera más temblorosa que de costumbre.
<>.
La nota me puso los pelos de punta y escribí rápidamente la respuesta:
<>.
Le entregué la nota a la madre de Jacqueline, al final de la clase. El tiempo se me pasaba lentamente sin Jacqueline, mi fiel compañera. Pero el viernes fue llegando y con él la entrega del premio de pintura. Entonces me dirigí con ilusión al aula de dibujo. Si yo ganaba, mi cuadro sería expuesto. En aquel momento, nada me parecía más maravilloso que esa posibilidad. ¡Cientos de personas observando mi cuadro, experimentando los sentimientos que mi obra les provocaba! ¿Se puede aspirar a más?
En el aula de dibujo estaban todos los cuadros. Me fijé especialmente en uno que representaba al instituto visto desde el patio. Sonreí, seguro de que el autor sólo lo había diseñado para agradar al director. Este, el director,llegó justo entonces. Estuvo hablando casi durante diez minutos seguidos mientras los participantes esperábamos nerviosamente a que anunciase al ganador. Y eso lo hizo con estas palabras:
-... el instituto es lo que nos une a todos nosotros. Por eso es un orgullo que esté representado en exposiciones importantes. Y lo estará en gran medida gracias a François Tellier.
Un jovencito sentado a mi lado dio un respingo.
-Sí, Tellier, has ganado tú -añadió el director-. Con tu cuadro <>.
Me pareció totalmente injusto. Unas lágrimas de rabia empezaron a caerme mientras Tellier recibía su sobre con dinero. Su cuadro no expresaba nada, y la pintura ni siquiera estaba bien aplicada, ¡tenía trocitos en blanco! El director no sabía de arte, no tenía ni idea, ¿por qué decidía él quién ganaba el premio?
Sentí que se me esfumaba la única posibilidad de triunfar en el mundo de la pintura, en MI mundo. La pintura era mi vida, quería dedicarme a ella... y ni siquiera era capaz de salir vencedor de un concursito de instituto. Me quedé solo en el aula de dibujo, a propósito, reflexionando sobre esto. De repente oí pasos y me asomé a la ventana para así mostrarme de espaldas y ocultar mi cara enrojecida por el llanto.
-Hola -dijo una chica.
En principio no miré para ella, pero supe que era una jovencita por la voz. De hecho, ese tono me recordó al de Jacqueline y por eso me di la vuelta. Efectivamente, era ella. Se encontraba bajo el vano de la puerta, desatándose la bufanda. La noté cambiada: algo más pálida que de costumbre, a causa de su reciente enfermedad, y ligeramente más crecida.
-Soy un cobarde, ya lo sé -le dije entre lágrimas-. Pero es que he perdido.
-¿Cobarde por llorar? No. No te avergüences. Tus ojos verdes brillan más cuando lloras. Si te sirve de algo, te diré que estás... guapo. Y siento que hayas perdido.
Me acerqué a ella, la abracé y la besé, creyendo que de todas las personas del mundo, ella era la única que podía consolarme.
-Creí que estabas muy enferma -le comenté cuando ya no me temblaba la voz.
-Me estoy recuperando. La criada salió y no había nadie más en casa, así que he aprovechado para venir aquí, a ver qué tal te iba en el concurso. Tengo que irme enseguida, los demás se volverán locos si vuelven y ven que he salido.
Yo no quería hablar del concurso, por eso escogí otro tema.
-De algo te valdrá que tu padre sea experto en medicina -comenté-. No estás tardando mucho en recuperarte.
-Sí que he tardado -me contradijo-. Sus remedios no me acababan de hacer efecto. Me puse fatal, no dejaba de perder líquido, y mi madre estuvo a punto de avisar a otro médico sin que mi padre se enterase. Pero al final no fue necesario.
Nos miramos y Jacqueline me preguntó:
-¿Quién ha ganado el concurso?
-François Tellier. Es un chico que... va en la clase de tu hermano pequeño, me parece.
Y le expliqué lo injusta que me parecía la elección del ganador.
-Para de decir eso -me pidió la muchacha-. Has pintado una obra de arte, un cuadro precioso, ¿qué más quieres? Mira, el ganador no sabe de arte, ¡pero tú sí! Antes habrías estado contentísimo de pintar de esta manera. Cuando te vi por primera vez en mi vida, estabas dibujando por placer, no por ganar premios. Dibujabas lo que te apetecía y cuando te apetecía. Y eso a mí me pareció... estupendo. ¿Por qué has cambiado?
-No he cambiado. Me gusta mucho pintar, por eso pinto. Y sigo haciéndolo con libertad, soy fiel a mi estilo. Pero además, me parecería fantástico que la gente pudiese ver mis obras. Y al ganador le exponían su cuadro.
Nos quedamos en silencio y yo volví a abrazar a Jacqueline. Necesitaba su apoyo y ella me lo estaba dando. Al poco rato, ella me recordó que tenía mucha prisa y yo la retuve un momento más, para decirle:
-Llévate mi cuadro. Quiero que lo tengas tú.
-No. Gracias, pero si llego a casa con esto, los demás sabrán que he salido.
-Entonces te acompaño a tu casa. Me quedo hasta que llegue alguien, como que he ido de visita y te he llevado el cuadro.
-Pues muchas gracias. Sé que significa mucho para ti.
El domingo por la tarde Jacqueline se encontraba casi recuperada y la invité a la cafetería de mi padre. Me llevé una sorpresa al ver el cuadro << Atardecer en la playa>> en el local, colgado de una pared.
-El cuadro quedaba muy bien en mi casa, pero tú decías que te gustaba que la gente lo viese. Por eso lo he traído aquí. No es una exposición, sin embargo aquí vienen bastantes personas. Tu padre me ha dado permiso para colgarlo.
Miré a la muchacha, sonriendo, y luego comprobé que el cuadro no pasaba totalmente desapercibido. Me fijé en un niño y una niña pequeños, acompañados de sus abuelos. El niño se quedó mirando el cuadro y comentó:
-¡Mira qué bonito!
-Sí -respondió su abuela-. Aún sigue habiendo buenos pintores.
Todas esas tardes dedicadas por mí a la pintura, tanto en Bremen, cuando era pequeñito, como ahora en París, han servido de algo, ¿no crees, Gerhard? A mí me parece que sí.
Un abrazo,
Joachim.

La desaparición del señor Clerc

París, diciembre de 1904
Querida Louise:
Tu primo Joachim ha sufrido un pequeño percance y se encuentra con la mano de-recha vendada. No te preocupes, no es nada grave, pero debido a estas circunstan-cias la letra le sale desfigurada, le duele la mano al escribir... y, con la buena educa-ción que lo caracteriza, me ha pedido a mí que te escribiese una carta. Él quiere in-formarte de unos acontecimientos muy extraños que le han sucedido estas últimas semanas, y yo te haré llegar esas noticias.
Pero antes de nada, desearás conocerme un poco mejor, así que voy a presentar-me. Me llamo Jacqueline Lebon y en el instituto voy en la misma clase que tu primo. Mi madre es nuestra profesora de Francés durante este curso. Y mi padre es médico, da clases de Anatomía en la facultad. Yo vivo con ambos y con mis tres hermanos: Auguste, Georges y Guillaume-Thomas; de veinte, diecisiete y trece años respecti-vamente (yo tengo quince).
En cuanto a Joachim, él y yo estamos enamorados. Creo que empecé a fijarme es-pecialmente en él hace un mes. Yo me encontraba en el Café Clerc, es decir, en la cafetería de tu primo, cuando unos gamberros me intentaron emborrachar. El alcohol me hizo sentir mareada y Joachim me llevó a su casa. Me apoyé en su almohada porque me llevaba la cabeza, y al sentirme mejor me fijé en su cuarto. En las paredes se podían observar fotos, cuadros, una medalla, una bandera de su país... la habita-ción reflejaba su idiosincrasia . Él es diferente, y eso me gusta. Me parece interesan-te, de igual modo, su afición a la pintura. Por eso me enamoré de él, pero antes ya éramos amigos. Los chicos de clase no están acostumbrados a tratar con chicas y me miran con malicia, sin embargo Joachim nunca los ha imitado. A él siempre le ha parecido que lo lógico es respetarme.
Sería capaz de escribir veinte folios alabando a tu primo, pero él me ha pedido otro trabajo, así que le haré caso.
El domingo 18, día en que comenzaron los hechos que voy a narrar, mi familia y yo comíamos mientras el paisaje de fuera llamaba nuestra atención. Los copos de nieve golpeaban los cristales, y mi hermano Guillaume se ilusionaba imaginando que al día siguiente se libraría de ir al instituto gracias al clima invernal.
-¡Va a ser imposible salir de casa! -repetía una y otra vez.
En una de esas ocasiones, Guillaume se interrumpió al oír golpes en la puerta. La criada nos informó de que el visitante era Joachim, y entonces todos me miraron y yo me levanté. Unas ráfagas de viento habían llevado la nieve al vestíbulo.
-Pasa, Joachim, rápido -le dije al joven.
Él cerró la puerta y se quitó el gorro, azul y cubierto de nieve. A su pelo se habían adherido algunos copos, a pesar de haberse cubierto la mayor parte de la cabeza. Tu primo se despojó también de la bufanda, dejando ver su rostro enrojecido por el frío.
-Hola, Jacqueline, perdona que te moleste -dijo-. Me voy ahora, solo quería saber si has visto a mi padre.
-No.
Asintió con la cabeza.
-Bueno entonces... me voy.
-¿Qué pasa? -me interesé.
-Ayer se fue y aún no ha vuelto.
No supe qué decirle. Su declaración me sorprendió enormemente. Le sugerí que pa-sase a contárselo a mis padres y él obedeció. Desde que hubo repetido lo sucedido, todos nos quedamos callados hasta que mi padre le preguntó:
-¿Has ido a la gendarmería?
-No, señor doctor -murmuró Joachim.
-¿Quieres ir ahora? -intervino mi madre.
-No hace falta. Supongo que no será para tanto. Seguro que se fue por una tontería.
-¿Pero tu crees que está a salvo? -le preguntó mi hermano Georges.
-No lo sé.
Todos, excepto yo, lo liaron con preguntas y sugerencias. Joachim me acariciaba una mano y respondía que sí a casi todo. Yo no intervenía porque consideraba a Joachim preparado para desenvolverse en un caso de esas características. Cualquier reco-mendación que se le diese, ya se la habría planteado él a sí mismo anteriormente. Y era él quien debía decidir qué hacer, no los demás. Cuando estos terminaron de hablarle, mi madre le preguntó si quería comer.
-Ya he comido -declaró-. Me marcho, entonces.
-Espera un poco -le pidió ella-. Ahora nieva mucho, a ver si va parando.
Joachim le hizo caso y esperó en el salón. Al terminar de comer, fui para allí y me senté a su lado. Él parecía tranquilo, estaba observando el Nacimiento que habíamos colocado el día anterior. Al verme, tu primo me ofreció una caja de dulces.
-¡Gracias! ¿Son de tu madre? -le pregunté.
-No. Son comprados. Mi madre está en Alemania.
Yo ya sé que la familia de Joachim, por parte de madre, es alemana, y que él nació allí, y vivió en dicho país hasta los siete años. Pero me sorprendió que su madre no se encontrase con tu tío y con tu primo en París.
-Mi abuela está enferma, ha ido a verla -me explicó-. Estupendo, ¿verdad? Van a llegar las Navidades y a mí me dejan solo.
-Yo estoy aquí.
Me pasó un brazo por los hombros sin importarle que mis dos hermanos mayores entrasen en el salón en ese preciso momento.
-Cuando pare de nevar un poco, mi padre te va a acompañar a la gendarmería -le explicó Georges a Joachim.
Este último asintió con la cabeza, sin mucho ánimo. Me agarró del brazo, pidiéndome apoyo para estos momentos difíciles, y yo le acaricié sus bonitos cabellos de color marrón oscuro. Su pelo tiene algo gracioso, al menos yo lo considero así. Sobre todo cuando se lo humedece deliberadamente, porque al tenerlo un poco ondulado, le queda de punta en vez de liso hacia atrás. Joachim sonrió cuando jugué con su pelo, mostrando así su blanquísima dentadura.
La nevada amainó un poco y Joachim se dirigió él solo a la gendarmería.
-Ninguno de ustedes tiene la culpa de esta desgracia, y no les haré pagar por ella -declaró cuando nos ofrecimos a acompañarlo.
Me besó en la mejilla y se despidió también de los demás antes de marcharse. Yo me asomé a la ventana para verlo avanzar por la calle, contra la nieve y el viento.
-Pobre Joachim -comentó mi madre-. ¡Es un chico tan noble...! ¡Qué pena que le haya sucedido esto!
-Él será noble, pero su padre, lo contrario -respondió Guillaume, sonriendo-. Seguro que lo ha abandonado adrede.
-¡Guillaume! -grité.
Me fastidió muchísimo su sonrisa. Se estaba burlando de Joachim. Su actitud me provocó tanta rabia que no fui capaz de contener las lágrimas. Georges me abrazó, y todos los otros intentaron animarme. Pero claro, siempre hay una excepción: mi her-mano Guillaume-Thomas. Él hacía lo posible para que mi enfado aumentase, esta vez, canturreando:
-A Jackie le gusta Joachim, a Jackie le gusta Joachim...
Podría haberme puesto histérica y gritarle que se callase. Sin embargo, yo contaba con bastante experiencia en esos asuntos. Lo que deseaba Guillaume era que yo gritase. Pues bien, no le iba a dar ese placer.
-¿Y qué, si me gusta Joachim? -le dije en un tono de voz normal-. Y no me llames Jackie.
La carita de Guillaume se ensombreció al instante. Abrió la boca, intentando llenarla de palabras de burla, pero al no encontrarlas abandonó el salón. Ese triunfo sobre mi hermano pequeño no trajo consigo la felicidad. Tal vez porque yo temía que el co-mentario de Guillaume fuese cierto, que el señor Clerc hubiese abandonado a su hijo a propósito.
Esa idea rondó por mi cabeza hasta que Joachim volvió unas horas más tarde, cu-bierto de nieve.
-¿Qué tal todo? -le pregunté cuando corrí a abrirle la puerta.
Se encogió de hombros.
-He hablado con un gendarme, y... me he caído en la nieve, no sabes cómo me duele la mano.
Avisé rápidamente a mi padre con la intención de que le hiciese una cura a tu primo. Yo los observé desde la puerta, sin entrar en el salón, cuando Joachim se sentó en el sofá para que mi padre lo atendiese. En ese momento llamó a la puerta una vecina muy entrometida. Vino a pedir huevos pero se quedó media hora hablando. Joachim y yo manteníamos nuestra propia conversación; la vecina hablaba con mi madre. De pronto, ellas se callaron un momento y escucharon perfectamente que Joachim me decía:
- Sí, me aburre, me aburre mucho esa clase y al profesor no le entiendo nada, pero... me fijo en ti para distraerme.
Justo después, tu primo fue a beber a la cocina y yo lo seguí. Pero no perdí palabra de lo que la vecina le comentaba a mi madre.
-¿Quién es ese jovencito? -le preguntó.
Mi madre le explicó que lo conocíamos del instituto, y la vecina añadió:
-¿Pues te has fijado en cómo lo mira tu niña? La pobrecita parece enamorada.
-Sí, lo mira de la misma forma que tu hijo mayor a la hija del cartero.
La vecina recordó lo ocupadísima que estaba y se marchó enseguida. Esto no tiene una especial relevancia en la aventura de tu primo, pero te lo cuento porque me ha hecho gracia.
Joachim dijo varias veces que se iba a marchar, pero nevaba tantísimo que le reco-mendamos que se quedase. Y yo deseé que nevase eternamente para que no tuvie-se que marcharse nunca. Finalmente cenó con nosotros. Él a veces me sonreía y me tocaba el hombro, pues se hallaba sentado junto a mí. Nuestro amor es fuerte e ino-cente, por eso a él no le importaba que los demás lo descubriesen. Pasados los tiempos en los que él me amaba en secreto, reuniendo el valor suficiente para decír-melo, el sufrimiento sistemático había desaparecido de nuestra relación. Ahora, esta se había convertido en un colorido y alegre cuadro, apenas emborronado con man-chas que enseguida eran cubiertas por bonitas pinceladas.
Una de esas manchas era el misterio que rodeaba al padre de Joachim. Tu primo no quería hablar sobre eso, me lo dejó bien claro al terminar de cenar. No obstante, in-sistí tanto que conseguí arrancarle estas palabras:
-Mi padre me mandó ir a servir de camarero a nuestra cafetería. Le dije que tenía que estudiar, me libré de esa forma. Y te prometo que estudié, pero quise descansar un poco, pintando en un lienzo nuevo. Mi padre volvió a casa justo entonces y me vio divirtiéndome. Nos enfadamos, él me desgarró el lienzo y se marchó. No he vuelto a verlo desde entonces.
-¿Dónde crees que pasó la noche? -le pregunté.
Joachim se encogió de hombros.
-Emborrachándose por ahí -supuso.
-¡No, Joachim!
-¿Qué? Es lo que creo. Estoy siendo sincero, Jacqueline. No se puede esperar más de él.
Le dirigí una mirada de reproche.
-Yo lo quiero mucho -añadió-. Me dio comida, ropa, casa...y... es mi padre, caramba. Pero ahora... se ha hartado de mí.
-Eso no puede ser cierto -dije.
Le acaricié la mano vendada mientras las lágrimas le llenaban sus preciosos ojos verdes.
-Sé que tu padre no haría esto -comentó-. No os dejaría de lado, no se marcharía. Pero el mío... no es responsable, no se comporta como un adulto. Aunque no por eso lo voy a querer menos.
-¡Joachim, hablas como si tu padre no fuese a volver nunca! -me alarmé.
-Él querrá volver -declaró-. No es tan... excesivamente rencoroso. Pero si le pasa algo... Jacqueline, mi pequeña, hace mucho frío. Si no sobrevive...
Me aterró esa negra posibilidad. Por su parte, Joachim siguió hablando pero no pude entender sus palabras. El llanto no le dejaba hablar con claridad. Le froté las mejillas y los demás intentaron también animarlo. Así todo, su llanto tardó en detenerse. Cuando por fin parecía un poco más tranquilo me llevó al vestíbulo. Su intención era hablar conmigo a solas.
-Jacqueline, yo quiero pintar -me explicó-. Dudo que pueda vivir de eso algún día, no sé si a alguien le interesarán mis cuadros, pero yo quiero pintarlos. Siento esa nece-sidad. La pintura me ayuda a conocerme mejor a mí mismo, a sentirme bien. No sé explicarlo, pero digamos que es una parte muy importante de mi vida. Mi madre tal vez no lo comprenda, sin embargo, no se enfada. Pero mi padre... cree que es una pérdida de tiempo. No quiere que pinte, discutimos... discutíamos mucho por ese tema. Desde hace muchos años. Simplemente, él no aguantaría más y se diría: <>. Él no lo entiende. Yo lo valoro por encima de nuestras dife-rencias. Sin embargo... él se fue, y... si le pasa algo, yo soy el responsable.
Yo iba a contradecirlo. Joachim nunca había querido que su padre se marchase, por eso no era responsable de lo que le ocurriese a este por fuera. No obstante, el mu-chacho no me dejó tiempo para hablar.
-Estoy cansado, quiero echarme en algún sitio -dijo-. No voy a poder dormir, pero por lo menos, quiero estirar el cuerpo.
-Sí, claro. Tal vez... en la habitación de uno de mis hermanos...
-Me conformo con un sofá.
-No. No te vamos a tratar así.
Finalmente nos pusimos de acuerdo para que durmiese al lado de Georges.
Los pronósticos de Guillaume se cumplieron: al día siguiente no hubo clase. Salí un momento a la calle con mis hermanos y con Joachim. Les ayudé a hacer un muñeco de nieve a Auguste y a Georges, consciente de que Joachim me observaba desde el banco en el que se hallaba sentado. Luego mis hermanos mayores entraron en casa y yo me acerqué a tu primo, me quedé de pie enfrente de él. Lo miré con dulzura mientras él apoyaba sus manos, protegidas por los guantes, en las mías, que esta-ban de igual modo.
-Tu padre sabe cómo defenderse -murmuré-. No te preocupes.
No obtuve respuesta de Joachim porque él recibió el impacto de una bola de nieve en la mejilla. Miré a la derecha y descubrí que el responsable había sido Guillaume.
-¡Para de una vez! -grité.
Al instante recibí la respuesta de Guillaume: un pedazo de nieve que me golpeó en la cara y me hizo perder el equilibrio. Me caí al suelo de rodillas y alguien (Guillaume) me metió nieve por debajo de la ropa. Temblé cuando el hielo me resbaló por la es-palda. Tirada boca abajo en el suelo nevado, yo gemía de frío. Guillaume se burló un momento, hasta que Joachim le gritó:
-¡¡¿Qué haces animal?!! ¡¡¿Es que quieres matarla?!!
Y escuché el sonido del manotazo que, sin duda, Joachim le había propinado en la mejilla a mi hermano pequeño. En ese momento casi no podía levantarme, me dolía mucho la rodilla (menos mal que el dolor pronto desapareció). Entonces tu primo me cogió en brazos y me dedicó unas dulces palabras, muy distintas a las que él mismo le acababa de destinar a Guillaume. Me agarré a la ropa de tu primo y desde sus brazos vi a mi hermano pequeño haciendo pucheros y murmurando: <>. Creo que Joachim mide sobre un metro ochenta y cinco (te lo digo por si hace tiempo que no lo ves). Impresiona cuando se enfada, no me extraña que mi hermano reaccionase así.
Sin embargo, Joachim es muy dulce cuando se lo propone. Muestra de ello es el cuidado con el que me llevó al salón y me acostó sobre la butaca más cercana a la chimenea. Encendió el fuego y me frotó la espalda. A continuación me tapó con su abrigo y le explicó a mi madre lo que había pasado. Al enterarse, ella me estuvo atendiendo todo el día para evitar, según sus palabras, que yo "cogiese una gripe o algo peor". Joachim salió antes de comer para ver si su padre había vuelto.
-Pobre jovencito -comentó mi madre cuando él no estaba-. Tiene... ¿cuántos, dieci-séis años? ¿Cómo se va a arreglar si a su padre le pasa algo?
-Es un muchachote y su madre volverá pronto. Así todo, espero que el señor Clerc esté bien -contesté.
Pero no había garantías de que el señor Clerc se encontrase como yo deseaba. Joachim volvió al cabo de un rato, anunciando que no había rastro de su padre. Tu primo insistió en irse a comer por ahí, él solo. Dijo que venía a informarnos de lo ocu-rrido (que en realidad y por desgracia, no había sido nada), pero que no se iba a quedar molestándonos durante más tiempo. Sin embargo, la comida ya estaba pre-parada, incluida una ración para él, y por eso aceptó quedarse.
Mi padre volvió con un periódico y Joachim corrió a leer las noticias. Le parecería que su padre podía ser el protagonista de alguna, de ahí su interés. Pero tu primo se presentó a comer con cara de desilusión. Se sentó a mi derecha y yo le di una pal-madita en la espalda para animarlo. Mis padres le hablaban mientras comíamos, le hacían preguntas con la intención de que se sintiese integrado. Él respondía con total normalidad y sin dar muestras de su preocupación. Pero en el fondo, estaba intran-quilo. No dejaba de pensar en su padre, y lo sé porque el terminar de comer me sen-té a su lado en el salón y él me preguntó:
-¿Crees que está muerto?
Me impresionó oírlo. Yo a veces también me lo preguntaba, pero escuchar esas palabras de boca de otra persona, del propio Joachim, me ponía los pelos de punta.
-No -respondí-. Joachim... no sé por qué, pero tengo la intuición de que está vivo.
Tu primo asintió e inmediatamente hizo una mueca de dolor.
-¿Qué pasa? -le pregunté.
-Nada, nada.
Se fue del salón, pero así todo, unas horas más tarde yo descubrí lo que ocurría. Tu primo y mi padre estaban hablando en la habitación de Georges. Los escuché desde las escaleras, a pesar de que su tono de voz no era elevado.
-...sí, me duele -decía Joachim -.Cuando Guillaume le echó el hielo por la espalda a Jacqueline, ella se quedó temblando en la nieve, no podía moverse. Yo tenía miedo de que cogiese una pulmonía y la traje a un lugar abrigado. En brazos. Y la mano... no sé, puede haber sido una mala postura. La niña está delgada, pero claro, algo pesa. Yo ya tenía la mano torcida, y ahora me da pinchazos.
-Gracias por preocuparte de Jacqueline -respondió mi padre-. Mira, te voy a poner otro vendaje. Pero si ves que no mejoras, ven conmigo al hospital. Aquí no tengo muchos materiales para hacerte curas.
Mi madre iba a darnos las notas del primer trimestre en el salón, en aquel momento. Lo oficial sería esperar dos o tres días, como los demás compañeros, pero Guillaume y yo insistimos tanto que mi madre cedió (lástima que se mantuviese firme en otras ocasiones, cuando le pedíamos pistas acerca de lo que preguntaría en los exáme-nes, por ejemplo). Yo iba a avisar a Joachim y fue entonces cuando lo escuché hablando con mi padre. La puerta de la habitación de Georges se hallaba entreabier-ta, pero yo llamé prudentemente antes de entrar. Esperé a que mi padre terminase de vendarle la mano a Joachim y luego bajamos al salón.
Guillaume, Joachim, mi madre y yo nos sentamos al lado de la chimenea. Yo me enteré de que había aprobado todo, con varios notables y sobresalientes. Joachim sacó sobresaliente en Alemán y en Arte, pero suspendió Latín. Y a Guillaume le que-daron tres asignaturas, incluida la de mi madre. Él se creía que iba a aprobar por ser hijo de la profesora y no estudió. Ya lo habíamos advertido de los riesgos que conlle-vaba hacer eso.
La nevada adelantó las vacaciones de Navidad; desde la semana del domingo día 18 no hemos vuelto a clase. Mi madre les mandó las notas por correo a los demás alumnos, acompañadas de unas postales navideñas que compró Joachim en un es-tanco con ese propósito. Yo siempre recordaré esa anécdota con agrado.
Joachim se quedó a vivir con nosotros durante unos días. A mis padres les parecía muy duro que pasase completamente solo las Navidades y lo invitaron a quedarse. Pasó la Nochebuena con nosotros, por supuesto. Pero esa Nochebuena fue casi un desastre. En primer lugar, el padre de Joachim se hallaba en paradero desconocido; y en segundo, él, tu primo, seguía con dolor en la mano derecha. Durante la cena mencionamos a su padre y él comentó:
-No sé dónde estará, pero ahora vamos a divertirnos como podamos. Por mucho que lamentemos su ausencia, no va a aparecer.
Recordé esas palabras cuando me acosté, con una sensación agridulce. Pasadas varias horas escuché pasos y susurros. Me levanté y le pregunté a mi madre qué ocurría.
-Joachim no podía dormir -me dijo-. Por la mano. Se acaba de ir al hospital...
-¿Con papá?
-Sí.
Volví a acostarme y creo que apenas dormí tres horas. Cuando intentaba relajarme, me venía a la mente la imagen de Joachim aguantando un tratamiento extremada-mente doloroso. Era terrible, lo pasé fatal. Pero la situación en la que se encontraba Joachim acarreó un acontecimiento muy positivo, enseguida comprenderás por qué lo pienso.
Me despertaron unas voces sobre las ocho menos cuarto de la madrugada. Como era el día de Navidad me levanté, por pronto que fuese, para abrir los regalos. Y la mejor de las sorpresas fue ver a Joachim y a su padre en el salón. El primero sonre-ía, con un lienzo en las manos. Y el segundo llevaba un brazo en cabestrillo. Su as-pecto no era muy bueno, ¡pero vivía! Joachim me vio entrar y exclamó:
-¡¡Mira, lo hemos encontrado!! El sábado, después de discutir y romperme el lienzo, mi padre salió y resbaló en la nieve, entonces...
-Pero Joachim explícale a tu... amiga que salí para comprarte otro lienzo -intervino el señor Clerc.
-¡Ah, sí! -exclamó Joachim, con alegría-. Mi padre se calmó después de que discutié-semos, y se acordó de los muchos jóvenes que dedican su tiempo a emborracharse. Entonces se dio cuenta de que... bueno, pintar es mejor que emborracharse. Y, sí, salió para comprarme otro lienzo. Pero como ya te he explicado, resbaló. Estuvo en el hospital hasta ahora mismo, hasta que lo vi. Iban a darlo de alta ahora, y... vaya, ya hemos salido juntos del hospital. Por cierto, él me envió unas notas a casa, o al menos le pidió a un enfermero que lo hiciese. Pero esas notas no han llegado, cuan-do pasé por casa, no las vi.
-El enfermero era inglés, sospecho que pudo copiar mal la dirección -intervino el se-ñor Clerc-. Pero no importa.
Joachim me entregó tres paquetes, sonriendo. Uno contenía un cuadro que me re-presentaba a mí. Estaba muy bien hecho. El dibujo no era solamente una chica rubia de ojos azules, sino que además tenía mis rasgos. El segundo paquete guardaba una pulsera de oro.
-¡Vaya, Joachim, pero esto es muy caro... para ti!
-Tengo mis recursos -respondió de forma enigmática.
Y el dentro del tercer paquete se encontraba una caja de dulces. Guillaume también debió de despertarse entonces. Me vio con ese último regalo y exclamó:
-¡Hermanita, si comes todo lo que te da Clerc, te va a explotar el estómago! ¡Compar-te los dulces conmigo!
Joachim siempre será Joachim; y Guillaume, Guillaume. Y es bonito que ciertas co-sas no cambien. Hasta aquí llega la tarea que me encomendó tu primo, ya te he con-tado lo que pasó. Y al recordarlo me estoy dando cuenta de que estas Navidades no están siendo tan malas. Al menos, puedo calificarlas de inolvidables.
Feliz Año Nuevo, y un abrazo de
Jacqueline Lebon.