viernes, 26 de diciembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA II

París, octubre de 1904
Querida Wendy:
Me alegra que opines de mi hermano Georges esas cosas buenas que me cuentas en la carta. Por mi parte, me han ocurrido sucesos interesantísimos.
El verano dio paso al otoño y a mí me seguía gustando Jean-Damien. Un día, mi madre se sintió mal y no pudo ir al instituto. Entonces, yo volví para casa con mi hermano pequeño, pero antes pasamos por la facultad de Medicina. Yo tenía ganas de ver a Jean-Damien. Esperamos casi un cuarto de hora. Mi hermano Guillaume ya empezaba a sospechar por lo que era, pero yo no le expliqué nada. Y lo que ocurrió fue que en vez de encontrarme con Jean-Damien, vi a Jean-Paul Girardet. Estaba afeitado y conservaba su cabello rizoso tal como yo lo recordaba. Por cierto, llevaba su inseparable chaqueta negra. Hacía casi una semana que yo no lo veía.
-Las pasiones son difíciles de borrar –declaró.
-Hola, Jean-Paul –le dije.
-Hola. A ti te gusta Jean-Damien, y a mí me gustas tú. Por eso digo que las pasiones son difíciles de borrar.
Guillaume se rió.
-¿Eres el novio de mi hermana? –le preguntó.
-Más quisiera yo. Pero... a ver, niñito, ¿te importa... dejarme solo con ella, un momento?
-Bueno, acepto. Pero no me llames “niñito”. En octubre voy a cumplir trece años, y estoy creciendo bastante últimamente.
-Está bien, hombretón. ¿Haces el favor de marcharte?
-No –intervine-. ¡No, Guillaume, no te vayas! Mamá nos dijo que volviésemos juntos a casa.
-A ver, Guillaume, entra en la facultad, y luego ya vamos nosotros a buscarte –sugirió Jean-Paul.
Le dirigí una mirada de reproche.
-No le va a pasar nada –me dijo Jean-Paul.
Y Guillaume obedeció. Tras rechazar los reiterados abrazos de Jean-Paul, le dije (a él, a Jean-Paul):
-¿Qué haces aquí?
-Te he seguido desde el instituto. Para una vez que no te acompaña tu madre...
-¿Y qué quieres?
-¡Tantas cosas...! Pero iré por partes. Se ha abierto una cafetería bastante fina aquí, en París, y quiero invitarte a que vayas allí conmigo. Eso no te compromete a nada. Si no quieres volver a saber nada de mí, me resignaré. Pero primero... dame una oportunidad. Vete conmigo, Jacqueline, por favor.
-No sé.
-Por favor. El sábado por la tarde. Y luego te dejo en paz.
-De acuerdo.
-Bien, entonces quedamos a las cuatro y media en el patio del instituto. No está muy lejos de allí.
Al final, Guillaume me preguntó qué había pasado y se lo conté. No se me da bien mentir, pero más me habría valido que Guillaume nos se enterase de mi futura cita con Jean-Paul. Y lo digo porque nada más llegar a casa, mi hermano pequeño fue corriendo a contárselo a mi madre, y a molestarla, porque ella estaba en la cama. Yo entré en la habitación detrás de mi hermano.
-¡Jacqueline va a ir a una cafetería con un chico! –gritó él-. En cuanto no la tienes controlada, ya hace de las suyas.
-¡Yo no quería! –respondí-. Solo es por quedar bien.
-¡Anda, dale duro! –le dijo Guillaume a mí madre, antes de irse.
-Es cierto, solo es por quedar bien –repetí, ahora que Guillaume no estaba.
-¿Y cuántas veces vas a ir adónde él te pida, por quedar bien con él?
-Solo me va a invitar a una cafetería. Eso me ha dicho, que si no quiero nada más con él, no va a insistir.
Creo que mi madre no quedó muy convencida, pero no dijo nada. Debía de ser porque estaba enferma y no quería discutir.
-Mamá, ¿te estoy molestando? –pregunté.
-No, claro que no.
-Oye, él no es tan terrible –añadí, rápidamente-. Y... la semana pasada, me dijo que explicabas bien.
-¿Le doy clase?
-Sí. Se llama Jean-Paul Girardet. Va en una clase de ciencias, ¿lo conoces?
-¿Tiene el pelo rizoso y negro?
-Sí.
-Entonces sé quién es.
Todos le dieron una importancia excesiva a mi cita con Jean-Paul. Yo ya había tenido citas con un chico (con Danny) anteriormente, pero mis padres y mis hermanos se habían enterado de eso una vez que yo no había vuelto a ver a Danny, así que para ellos, esta venía a ser la primera vez que un chico me invitaba a algo.
La tarde del sábado estuve esperando a Jean-Paul en el patio del instituto, con mi hermano Georges. Mis padres aún no me dejan andar sola por París, pero así todo, Georges se marchó en cuanto vimos a Jean-Paul. Con este entré en una cafetería que se encontraba a pocos metros del instituto. Por fuera del local había un letrero que rezaba: “Café Clerc”. Me acordé de mi amigo Joachim Clerc, él también se apellida así. El local era muy amplio. No sabría decir por qué, pero me pareció higiénico. A lo mejor es porque estaba bien iluminado, ya que si estuviera oscuro, me habría dado sensación de sucio, aunque eso no tuviese que ver.
En la cafetería se encontraba bastante gente y Jean-Paul buscó un sitio cerca de un numeroso grupo de hombres y mujeres. Nos sentamos y esperamos a que nos atendiese un camarero. Este llegó pronto. Según calculé, tendría unos cuarenta y cinco años. Estaba muy delgado y tenía el pelo castaño, muy corto. Jean-Paul y yo le pedimos sendas naranjadas. Esperando por la bebida, miré alrededor y en un extremo del local vi a un joven alto que se hallaba de espaldas. Su pelo era castaño, más cercano al negro que el rubio, y un poquito ondulado. Deseé verlo por delante, pues por detrás parecía atractivo. Más que Jean-Paul. Entonces, el chico alto se dio la vuelta y descubrí que era mi amigo Joachim Clerc. Él también me vio, y corrió a abrazarme.
-¡Me voy a quedar en París, voy a ir al mismo instituto que tú, otra vez! –me explicó.
Me levantó en el aire y dio vueltas hasta que le pedí que parase.
-Jacqueline, te he echado mucho de menos –dijo.
-Yo también. ¿Pero qué haces aquí?
-Esta es la cafetería de mi padre. La ha comprado hace muy poco. Mientras estuvimos en Alemania, reunió el dinero suficiente para pagar el local. Llevaba años ahorrando para esto. Hemos vendido la taberna de antes, la mala. Este sitio es mucho mejor, ¿no crees?
-Nunca he estado en la otra, pero supongo que sí.
Joachim seguía acariciándome un brazo mientras se fijaba en Jean-Paul.
-Joachim, este es Jean-Paul –le dije.
Ellos se estrecharon la mano, con poco ánimo, y se quedaron serios.
-¿Quieres algo, Jacqueline? –me preguntó Joachim-. Si quieres te invito, y... a ti también, Jean-Paul.
Lo de “a ti también, Jean-Paul” lo dijo de una forma tan antinatural que me sorprendió, y que ofendió a Jean-Paul.
-No, Joachim –respondió este-. A ella ya la he invitado yo. Y yo no necesito tus invitaciones, así que ya puedes marcharte.
Joachim me sonrió y se fue a atender a unos clientes que lo llamaban.
-No me habías hablado de él –me dijo Jean-Paul.
Me encogí de hombros.
-En tu lista de preferencias, ¿ese tipo y Jean-Damien están por delante de mí? –insistió Jean-Paul.
-Joachim es un amigo. No va a intentar conquistarme, no te preocupes.
El hombre delgado llegó con las naranjadas, y Joachim volvió a acercarse.
-¡Mira, papá, ha venido Jacqueline! –le dijo al camarero.
Yo no sabía que aquel hombre delgado era el padre de Joachim. Me besó en las mejillas y dijo:
-Tenía ganas de conocerte. Joachim habla mucho de lo buena chica que eres, en todos los aspectos.
Luego el padre de Joachim le estrechó la mano a Jean-Paul, preguntándole:
-¿Eres uno de los hermanos de Jacqueline?
-No. Soy Jean-Paul Girardet, un amigo de la chica.
-¿Sí? Pues tratadla bien, vosotros dos. A ver, Joachim, ¿quieres quedarte ahí con tus amigos? ¿Os traigo unos bollos?
-¡Sí! –aceptó Joachim, sentándose a mi lado.
Jean-Paul me miró de una forma que parecía decir: “¡Pero mándale que se vaya!” Sin embargo, yo estaba contenta de que Joachim se quedase con nosotros.
Jean-Paul habló casi todo el tiempo, sin apenas dejarnos intervenir a los demás. Pero sus comentarios me resultaron agradables y divertidos. De vez en cuando, Joachim me acariciaba la mano, pero Jean-Paul no se daba cuenta. Y él, Jean-Paul, me tenía cogida de la cintura, y Joachim sí que podía verlo. Me extrañó la actitud de Joachim. Normalmente, él solía mantenerse más distante. Pero no le di importancia. Hacía tiempo que no nos veíamos y él estaría contento de reunirse conmigo.
Al cabo de un rato, Jean-Paul y yo nos despedimos de Joachim y subimos a un coche (de caballos) que nos llevó muy cerca de mi casa. Por el camino, Jean-Paul fue muy amable conmigo. Me trató con mucha dulzura.
-¿Te lo has pasado bien? –fue una de sus preguntas-. ¿Quieres volver a ir a algún sitio conmigo?
-Me he divertido. Sí, me gustaría ir contigo a algún lado. Gracias por todo.
-Gracias a ti por aceptar mi invitación. Y no te pido que respondas ahora, pero quiero que reflexiones. Ya que Joachim es solo tu amigo y no entra en esto, hay algo que debes decidir entre Jean-Damien y yo. Debes elegir entre él, que te ha rechazado, que te considera solamente una niñita; y yo, que me preocupo de hacerte feliz.
Jean-Damien quedó olvidado entonces. Yo lo había pasado muy bien con Jean-Paul. Él me había tratado de manera irreprochable, y además, me di cuenta de que él tenía un carácter que me hacía sentir cómoda, no intimidada. Yo pasaba más vergüenza cuando estaba delante de Jean-Damien que delante de Jean-Paul. Me sentía más relajada con el segundo, tal vez porque era de mi edad, al contrario que Jean-Paul, que me llevaba seis años.
-Quiero estar contigo –le confesé a Jean-Paul.
Él me besó en el pelo, y yo me bajé del carruaje, delante de mi casa. Durante la cena mis padres y mis hermanos se interesaron por los detalles de la cita, y les conté algunos.
-Así que ahora ya está –me dijo mi madre más tarde, cuando nadie nos oía-. Has dicho que solo era eso, que lo único que queríais era probar esa cafetería una vez, pero que no ibais a volver.
-Pero él es amable y da confianza –respondí-. Si me pide ir a algún lado, si tengo tiempo, le diré que sí. No te importará, ¿verdad?
-No. Sobre todo porque lo conozco.
Auguste y mi padre estaban hablando en el pasillo.
-Es mejor eso que que esté obsesionada con un chico mayor que no le hace caso –decía Auguste-. Si solamente pensase en Jean-Damien Fontaine, podría desarrollar algún tipo de problema. Es bueno que...
Mi hermano se interrumpió al verme a mí.
.Me alegro por ti –me dijo.
Joachim se incorporó a las clases el lunes. Se sentó a mi lado, en la última fila, como el año anterior. Cuando tuvimos clase con mi madre, él se levantó y fue a entregarle unos papeles a ella. Al pasar a mi lado me tocó un poco el hombro y mi madre se dio cuenta; vi que lo miraba con suspicacia.
-¿Qué haces? –le pregunté a Joachim en voz baja, cuando volvió.
-He escrito un cuento para el concurso literario –me contestó.
-Digo que... ¿por qué me tocas?
-¿Tocarte? ¡Ah! Tenías un pelo en el hombro. Te lo he quitado –dijo.
Se mordió el labio inferior y se pasó el resto del tiempo con la mirada perdida en algún punto del otro lado de la ventana.
-¿De qué trata tu cuento? –le pregunté a Joachim a la hora del recreo.
-Bah, está mal hecho –respondió-. Lo escribí... bueno... participando en el concurso, tu madre lo tiene en cuenta para la nota, así que... bueno, por eso lo hice. Pero lo que escribí es una tontería. Eso no es lo mío.
-Venga, seguro que no está tan mal.
-Tu cuento está bien –me dijo-. Bien redactado... y... les gustará a los profesores.
Él había leído mi cuento hacía poco.
-¿Puedo leer el tuyo? –le pregunté.
-Bueno, sí. Te lo traeré algún día, pero no te va a gustar.
Jean-Paul nos vio.
-Tú ya estás con la chica durante las clases –le dijo a Joachim-. Así que ahora déjamela a mí.
-Joachim no conoce a mucha gente aquí –intervine.
-Bueno, pues que se arregle -. Dijo Jean-Paul-. Nosotros tenemos derecho a estar en privado a veces.
Joachim se marchó con pinta de enfadado.
-Un amigo suyo de otra clase dejó los estudios –le expliqué a Jean-Paul. Joachim no tiene con quién estar.
-Olvídate un poco de él. Hay más gente en el mundo. Yo, por ejemplo. Piensa un poco en mí –dijo Jean-Paul, dulcemente.
Le hice caso. Él me trató muy bien, me dijo cosas bonitas y me invitó a ir el domingo siguiente a la cafetería de Joachim.
Al final del recreo volví a clase. Joachim no estaba y no iba a volver en todo el día, porque se había llevado sus pertenencias. Al día siguiente sí que lo vi, en clase.
-¿Qué tal con tu novio? –me preguntó.
-Bien.
-Ah. Me alegro.
No parecía sincero.
-Lo siento, yo no quería dejarte solo... –empecé a decirle.
Asintió con la cabeza.
-No te preocupes –respondió-. No importa, la culpa no es tuya.
Joachim se portó conmigo de manera natural, no estaba enfadado. De todas formas, parecía poco centrado en lo que hacía. Se le notaba que apenas prestaba atención a las explicaciones de los profesores. Mi madre le mandó salir al encerado, y él se sobresaltó cuando ella lo llamó. Se levantó torpemente y se le cayó la tiza de las manos al disponerse a escribir. Su letra no parecía la suya, y escribió que “árbol” era un verbo, lo que suscitó las risas de muchos.
-¿Te encuentras bien? –le preguntó mi madre.
-Sí. He dormido poco, madame Lebon. Eso es todo.
Joachim se volvió a sentar a mi lado y a mí me pareció más despejado desde entonces.
-Escucha, a la hora del recreo me gustaría enseñarte un cuadro que estoy pintando –me dijo-. El lienzo es muy grande y no lo puedo traer aquí, así que tendrás que venir a mi casa. Si quieres, claro.
-¿Y nos va a dar tiempo de ir y de volver durante el recreo?
-No hay clase a la hora siguiente. Le he oído decir a la de Arte que el de Griego no va a venir.
-¿Estás seguro?
-¡Sí! Sí, si no, pregúntale a tu madre.
Hice eso último, y como mi madre me confirmó que el de Griego no iría, salí del instituto con Joachim. Me sorprendió que me cogiese del brazo mientras andábamos. Normalmente, él se mantenía apartado, es decir, sin tocarme, siempre que iba conmigo. Se lo comenté, y él me dijo:
-Es para que no te pierdas. Si chocas con la gente y te separas de mí, te meterás en un lío, ¿no te parece? Y tu madre se volverá loca, no te dejará andar sola.
-Ya, pero si nos ve Jean-Paul...
-No nos verá.
No tardamos demasiado en llegar a la casa de Joachim. Yo había estado una vez allí, y ahora la encontré tal como la recordaba. Era una casa relativamente pequeña, pero bien pintada y acogedora. Pasamos al salón y allí mismo se hallaba el lienzo que me quería enseñar Joachim. La pintura no se encontraba terminada, pero ya se entreveía la temática. Un trozo de mar y de barco estaban ya coloreados por encima de las finas líneas del dibujo. Era un buen trabajo; el barco y el mar no parecían planos, sino que daban sensación de profundidad.
-Eres bueno en esto –le dije-. Me gustaría que tuvieses éxito.
Sonrió.
-Gracias. Pero yo pinto por diversión, porque me gusta mucho. No para ganar dinero. Y... estoy deseando probar algo diferente. Un retrato, me apetece pintar un retrato. Hasta ahora, solo he pintado paisajes. Así que... si quieres hacer los honores...
-¿Qué?
-Que te quiero de modelo, si no te importa. Solo tienes que sentarte en el sofá, de lado. No tienes que hacer nada más.
-¿Tengo que estar mucho tiempo ahí parada? –le pregunté.
-No. Solo es para ver cómo quedas, en general. Te dibujo, y para los detalles de la cara me guío por una foto.
-Está bien.
Me quité el abrigo y me senté en el sofá.
-Ponte de lado –me pidió él-. Tus perfiles con buenos los dos, pero yo prefiero que te sientes en la esquina de la derecha, de mi derecha, y que te pongas de lado, que se te vea la parte izquierda de la cara.
Lo obedecí como pude.
-Así está mejor, pero sube las piernas al sofá. A ver, descálzate primero, por favor, que si no mi madre me mata. Luego pon las piernas como si estuvieras en una cama, pero de la cintura para arriba, quédate erguida.
Le hice caso y me reí. Quería ver cómo quedaría el cuadro.
-Bien, así me gusta. Pero no dejes las piernas así estiradas. Crúzalas y encógelas un poco. Y no me mires a mí. Mira al brazo izquierdo del sofá, por ejemplo, que te queda enfrente. O a la estantería; lo importante es que mires al frente. Y entrecruza las manos.
Volví a obedecer.
-Bien, ahora estás perfecta. Esto te lo mando porque en mi cabeza se ha formado una imagen así del cuadro. No es por capricho.
Permanecí unos cuantos minutos en esa posición. Luego Joachim se me acercó sin yo saberlo (yo miraba al frente) y empezó a hacerme cosquillas por el cuello. Le mandé parar, entre risas, y él me dijo:
-Seguro que Jean-Paul no te hace reír tanto. ¡Pues debería!
-Para. Para... ¡Joachim! Y... ¿qué tienes... contra él?
Le hablé entre jadeos y risas, pues seguía haciéndome cosquillas.
-Ayer me quedé solo en el recreo por su culpa –respondió.
-Pero... (¡Ah, Joachim! ¡Estate quieto!) El sábado... ya lo miraste mal.
-Él me miró mal a mí primero. Por eso me puse serio.
Joachim me hizo cosquillas en los pies y me cogió en brazos. Le pedí que me bajase, pero él me subió a la mesa.
-Ahora quiero que poses ahí –declaró-. Sentada en la mesa. ¡Pero antes, cálmate! ¡Estás temblando como si te fueran a matar!
-Si me fueran a matar, no me reiría.
-También es cierto. Pero...
Joachim se quedó en silencio al oír la cerradura abriéndose. Me ayudó a bajarme de la mesa y susurró:
-Ponte los zapatos. Seguro que la que viene es mi madre, iré a entretenerla mientras te calzas.
Me puse los zapatos y me los até mientras Joachim hablaba en alemán con su madre. Luego los dos pasaron al salón, y Joachim y yo nos despedimos de ella, ya que nos marchamos entonces.
-Actúas fatal –me reprochó Joachim, sonriendo, una vez fuera-. No has parado de reírte delante de mi madre.
-Pues tú a veces también te reías. ¿Y a qué ha venido esto?
-¿El qué?
-Lo de las cosquillas.
Ahora Joachim llevaba su mano apoyada en mi brazo izquierdo. Unos meses antes, no lo habría hecho. Y tampoco lo de las cosquillas.
-Te estabas cansando de posar, ¿no? –me dijo-. Pues así, te has movido.
-Antes no lo habrías hecho. Estás cambiado.
-Estoy contento de haber vuelto a París. No me culpes porque a veces tenga ganas de divertirme.
Se me había olvidado pedirle que me enseñase su cuento del concurso literario.
-Ah, bueno, otro día –respondió cuando se lo comenté.
Nos estábamos riendo al entrar en el instituto, y Jean-Paul Girardet nos vio.
-Vaya. Te he estado buscando, Jacqueline. Y te descubro con él –dijo.
-Déjala en paz –intervino Joachim-. He ido a enseñarle un cuadro y... la necesitaba para un trabajo. No la he cortejado, ¿de acuerdo?
-Sí. Pero tal vez porque ella no se ha dejado seducir –respondió Jean-Paul-. Aunque a ti no te faltasen ganas. Porque siempre quieres estar con ella.
-Si tienes celos de mí es que eres tonto –declaró Joachim, y se fue.
-Ya sabes que él no conoce a casi nadie aquí –le dije a Jean-Paul-. De él puedes fiarte, es el chico más inocente que conozco.
-Pues cómo serán los otros –murmuró Jean-Paul.
Esto no influyó en nuestra relación. Jean-Paul, al menos aparentemente, no estaba enfadado. Me siguió tratando igual que siempre a partir de entonces. Pasé unos cuantos recreos con él, y volvimos a la cafetería el domingo. Esta vez, Joachim no estaba allí. Jean-Paul me regaló flores, y me di cuenta de que la madre de Joachim nos estaba mirando mientras esto ocurría. Yo estaba muy contenta. Antes, cuando me gustaba Jean-Damien, deseaba que me pasase algo así. Y ahora me estaba ocurriendo, pero con Jean-Paul, que era más amable, atento y simpático que Jean-Damien.
Joachim comenzó a llevar su equipo de dibujo (el que yo le regalé) al instituto. Lo utilizaba durante los recreos, porque no tenía con quién estar. No se repitieron escenas como aquella de las cosquillas durante mucho tiempo. Joachim y yo apenas hablábamos. Un día, a principios de octubre, él me preguntó:
-¿Qué tal tu hermano Georges en Arquitectura? ¿Está bien esa carrera?
-Sí. Él acaba de empezar y dice que le gusta.
-Como dibujo bien, mi madre cree que yo debería hacerla, pero... a mí no me gustan las ciencias. Además, yo no sé si tendré paciencia para meterme en una carrera.
-Pues tenla. Haz una que te guste más.
Joachim se rió.
-Bueno, mira, el domingo a las cuatro, ¿quieres venir a posar otra vez para mí? Es para el cuadro del sofá...
-No, Joachim, lo siento. He quedado con Jean-Paul.
Joachim se quejó en voz baja y luego añadió:
-No. Si es que ya no quiero. ¡¡Estoy harto de que me dejes de lado!! ¡¿Me oyes?! Me buscaré a otra persona para que pose. Mientras tanto, tú vete a que Jean-Paul te...
-No vas a encontrar a otra persona –lo interrumpí-. No la encuentras ni para pasar el recreo...
Fui muy cruel, no debería haberle dicho eso. Joachim cogió su libro de Latín y lo lanzó al suelo con mucha violencia. También dio un puñetazo en el pupitre.
-¡¡¡Solo eres una niña llorona!!! –gritó-. ¡No hay quién te aguante! ¿Te das cuenta?
-Pues Jean-Paul no cree eso –dije.
-¡¡¡Pues vete con Jean-Paul!!! ¡Y a mí déjame en paz! ¡Lo estoy deseando!
Sacó un papel doblado del bolsillo y lo lanzó de malas maneras contra mi pupitre.
-Ahí tienes el cuento –dijo-. Por mí, como si lo tiras por el retrete. No te preocupes de devolvérmelo.
Yo guardé el papel en el bolsillo. Joachim cogió unos libros y los colocó, unos encima de otros, entre su pupitre y el mío. Él quería levantar una muralla entre nosotros dos, no podía ni verme. A la hora del recreo fui al baño para leer el cuento sin que nadie me molestase. Además, así evitaba que Jean-Paul me viese leyéndolo. Seguro que no le haría gracia saber que yo leía algo escrito por Joachim. Desdoblé el papel y vi que ponía lo siguiente:
El hallazgo de la felicidad (por Joachim Clerc)
En agosto, mi amiga Jacqueline Lebon, que por aquel entonces tenía diecinueve años, me escribió diciéndome que se casaba. <>,pensé al leerlo. Pero así todo, continué con la lectura.
No pude asistir a su boda por culpa de mi trabajo, pero por lo que he oído, la boda estuvo muy bien. A Bremen me llegaron más cartas de mi amiga. Me llamó la atención una en la que me contaba que su marido se emborrachaba mucho. <>, pensé. Pero seguí leyendo, a ver qué más barbaridades ponía.
Y esa carta se repitió. Me llegaron más de ese tipo. En otra me explicó que ella había dejado los estudios al casarse, que su marido no quería que estudiase. Y yo me pregunté en dónde estaría la felicidad, porque si no se hallaba en la vida de una jovencita hermosa, recién casada, no sé en dónde se iba a encontrar.
Me habría gustado ir a ver a Jacqueline a París, para averiguar si ella estaba cambiada físicamente o no. Pero no pude, mi trabajo, otra vez, me lo impedía.
Pasó más tiempo, muchos meses, y en la misma carta recibí dos noticias que cambiarían la vida de mi amiga: me contó que ella iba a tener un bebé, y que su esposo acababa de morir. <<¡Cómo te pasas!>>, creí, después de leer eso. <>. Su relato me ofendía, pero así todo seguí leyendo.
Continuamos escribiéndonos, y más adelante se me escapó decirle que si no se hubiera casado nunca, sería más feliz. Ella dejó de escribirme a partir de entonces. Le envié cartas pidiéndole perdón, sin embargo, ella no me contestaba. Más adelante tuve la suerte de conseguir un trabajo en París. Entonces, un día, decidí ir a ver a Jacqueline. Estaba con su hijo, me dijo que se llamaba Joachim, como yo. <> -murmuré.
Me explicó que varias de mis cartas no le habían llegado, y que ahora no estaba enfadada conmigo. Entonces descubrí que la felicidad estaba allí. Solo tenía que coger al niño en brazos para darme cuenta. Pero la felicidad no era eso solamente, sino el gusto de saber que desde entonces, yo me quedaría en París, a pocos kilómetros de mi mejor amiga, para poder ayudarla, a ella y también a su hijo, cuando me necesitasen.
<>, pensé. Yo me había puesto colorada al empezar a leer el cuento, y así seguía incluso después de terminarlo. Al salir de los lavabos choqué de lleno con Jean-Paul y el cuento se me cayó al suelo. Él se apresuró a cogerlo.
-¿Puedo verlo? –preguntó, aunque ya había desdoblado el papel para echarle un vistazo.
-Sí, bueno... –murmuré.
-Vaya. Es una nota de Clerc –dijo-. Y por lo que veo, te ha sacado los colores.
-Oye, solo es un cuento, puedes leerlo –respondí.
-No. No, no hace falta.
Jean-Paul parecía tranquilo, no se enfadó, pero vi en su cara una expresión de perspicacia que no me gustó. Sin embargo, me trató tan bien durante el recreo que me pareció que realmente ese gesto no significaba nada.
Joachim ya estaba en clase cuando yo volví del recreo. Mantenía la barrera de los libros, eso quería decir que seguía enfadado.
-Te traigo el cuento –le dije.
-No lo quiero –respondió.
-Pues el final es aceptable.
-Pero la realidad no es como ese final –declaró.
-¿Por qué?
-Porque yo no soy feliz.
-¿Y yo qué puedo hacer?
-Deja a Girardet –me respondió claramente.
-¿Por qué me pides eso?
-Porque no eres como antes, y la culpa es suya. A mí me parece un gamberro.
-Pues a mí no. Y no me noto cambiada de carácter.
-Antes no me dejabas de lado. Y ahora cállate. Volveremos a hablar si haces lo que te recomiendo, si no, será una pérdida de tiempo que sigamos siendo amigos.
No contesté, me quedé aturdida. Mi madre entró en clase y noté que se extrañaba al ver la barrera de libros que mediaba entre Joachim y yo. Ese día nos mandó hacer unos ejercicios por parejas, según estábamos sentados. Ella casi nunca mandaba trabajar por grupos y a mí me fastidió que se le ocurriese precisamente entonces.
-¿Se puede hacer individualmente? –preguntó Joachim en voz alta.
-En otras circunstancias se podría, pero ahora tienes a Jacqueline a tu lado y no sé qué te cuesta trabajar con ella –dijo mi madre.
Joachim retiró la barrera de los libros.
-Tú me importas –le dije-. No me hagas escoger entre Jean-Paul y tú. Quiero ser tu amiga y su novia. Quiero llevarme bien con los dos.
-Hay que agrupar las palabras según su significado –murmuró él, refiriéndose al ejercicio.
Solo hablamos sobre el ejercicio. Sé que mi madre me mandó trabajar con él para que volviésemos a ser amigos, y a la larga, su método funcionó. Joachim retiró la barrera de los libros. Pero a veces, cuando se le quedaba sin copiar alguna palabra cuando los profesores dictaban apuntes, en vez de preguntarme a mí, Joachim acudía a unos chicos que se sentaban delante de nosotros para mantenerse informado. Eso me molestaba mucho.
Otro día, el profesor de Alemán me hizo unas preguntas bastante difíciles. Eran sobre una lección que deberíamos haber llevado preparada de casa. Yo ni siquiera había leído el tema, ya que había pasado la tarde intentando hacer una traducción larguísima de Latín. Como te acabo de contar, el tema de Alemán era difícil, así que contesté bastante mal a las preguntas del profesor. Él me riñó mucho delante de todos mis compañeros. Me dijo que, aunque hasta ahora yo hubiese sacado muy buenas notas, él no me iba a seguir aprobando por eso, ni porque mi madre fuese una profesora del instituto. Me dijo muchas más cosas, pero procuré no prestarle atención, consciente de que cuanto más me fijase, más fácil sería que me echase a llorar. Porque su tono era muy brusco.
-Tranquila, a mí muchas veces me dice que debo mejorar la ortografía, eso que mi madre es alemana y he vivido allí –me comentó Joachim al final de la clase.
Me sorprendió que me hablase, y además para decirme eso.
-Si quieres, quedamos un día y te explico la lección –añadió-. El miércoles a partir de las cuatro y media puedes venir a la cafetería de mi padre. Y si hay mucho alboroto, desde allí vamos a otro lado.
-Gracias. Estoy de acuerdo en ir, pero... sigo con Jean-Paul, no sé si te importa.
-Quiero que seas mi amiga. De Girardet ocúpate tú. Es tu vida.
-Pero decías que...
-Girardet no me cae muy bien, nunca ha sido amable conmigo. Pero ahora creo que si a ti te va bien con él, debéis seguir juntos. Solo quiero que seas feliz.
Volvimos a hablar poco durante los días siguientes, a pesar de que ya no estábamos enfadados.
-¿Notas raro a Girardet? –me dijo Joachim entonces, a la vuelta del recreo.
-No. ¿Por qué, qué pasa?
-No lo sé muy bien.
-Dime lo que sabes, por favor –le pedí.
Joachim sacó un cigarrillo y lo mantuvo apretado en la mano.
-¡Creía que no fumabas! –exclamé.
-No fumo desde enero. Pero ahora estoy tenso. Tal vez esto me relaje.
-Mi padre dice que...
-Que el tabaco no es sano precisamente, ¿verdad? Pues de acuerdo.
Se levantó y tiró a la papelera ese cigarrillo y otros más, todos los que tenía.
-¿Qué pasa con Jean-Paul? –insistí.
-A lo mejor no es nada, pero si pasa algo, ya lo descubrirás por ti misma.
Salvo ese comentario misterioso, Joachim no me explicó nada más.
El miércoles mi madre me acompañó al Café Clerc. No me molestó que fuese conmigo, porque así, si Jean-Paul me veía con Joachim, no pensaría mal, dado que mi madre también estaba. Entré con ella en la cafetería y se me heló la sangre al ver a Jean-Paul con una muchacha. Me quedé quieta, observándolos. Estaban cogidos de la mano y se miraban de una forma que traspasaba las barreras de la amistad. Mi madre también los vio y apoyó una mano en mi hombro.
-No pasa nada, no te preocupes –me dijo, en voz baja.
Entonces Jean-Paul miró un poco a su derecha y me vio.
-Vámonos –le dijo a la chica, con un hilo de voz, poniéndose muy serio.
-¿Tan pronto? –se extrañó ella.
-Sí. Vamos.
Se levantaron y Jean-Paul le pagó al padre de Joachim. Jean-Paul y la chica pasaron a mi lado. Él evitó mirarme, y yo a él. Él tampoco saludó a mi madre.
-¡¡Girardet, me das asco!! –gritó una voz familiar.
Jean-Paul no se dio la vuelta, pero yo sí miré a la barra. El que había hablado era Joachim, que salía de la cocina con un bollo caliente. Se lo sirvió a una señora, y luego él nos dijo a mi madre y a mí:
-Siéntense, por favor. ¿Quieren algo?
Mi madre pidió un bollo como el de la otra señora. Yo no quería nada, pero Joachim me trajo té.
-Tómatelo, Jacqueline –dijo-. Te invito yo. Y a usted también, profesora, faltaría más.
Mi madre le dijo que le iba a pagar, pero Joachim no aceptó. Yo dejé los libros de Alemán sobre la mesa. No me apetecía nada utilizarlos.
-Madame Lebon, el chico que acaba de marcharse, el que estaba con una chica, era el novio de Jacqueline –explicó Joachim.
-Sí, ya lo sé. Es alumno mío.
Yo no pude contenerme y me saltaron las lágrimas. Pero no armé escándalo, lo único que pasó fue que las lágrimas me resbalaron por las mejillas.
-Tranquila –me dijeron Joachim y mi madre.
-No vale la pena que llores por él –añadió mi amigo.
Entonces recordé que el día anterior Joachim me había preguntado si yo notaba raro a Jean-Paul.
-Tú lo sabías –comenté.
-Sí, hace poco lo vi con la misma chica. Me entraron sospechas, pero no te dije nada. Se me ocurrió pensar que a lo mejor era una hermana suya, o... bueno, ya sabes, preferí no desconfiar. No te lo dije para no inquietarte sin motivo. Pero... hoy, antes de llegar tú... bah, se decían cosas de novios, no te quiero engañar. Además, ya lo has visto.
Joachim me secó las lágrimas de la cara y mi madre me cogió de la mano. El muchacho pasó la mano por mi libro de Alemán y me preguntó:
-¿Estás bien? ¿Empezamos?
-Bueno, cuanto antes mejor –cambié de opinión-. Así también acabaremos antes.
Joachim se sentó a mi izquierda y abrió uno de los libros, mientras declaraba:
-Madame Lebon, usted esté el tiempo que quiera. Cuando desee marcharse, hágalo. Yo puedo acompañar a Jacqueline a su casa, si usted prefiere que no vaya sola.
-Gracias, Joachim, eres muy amable –contestó mi madre.
-¿Usted cree? Pero lo que prometo hacer no tiene mérito. No supone para mí un esfuerzo, sino un placer.
Me sorprendió esta manera de hablar de Joachim, desconocía esa capacidad suya para la elocuencia. Eso sí, su tono era natural, se notaba que estaba siendo sincero.
Mi madre comenzó a leer el periódico mientras Joachim me explicaba el tema. A veces él miraba a mi madre con cierto nerviosismo, un poco intimidado ante la idea de que lo escuchase, según me pareció. A mí tampoco me haría ninguna gracia que una profesora me escuchase explicarle algo a su hija, así que comprendí a Joachim perfectamente. Y mi madre también, porque al poco rato se marchó.
Mientras Joachim me daba explicaciones me centré en eso, en lo que él me decía. Pero cuando terminó, volvió a embargarme el desánimo. En verano, Danny me había engañado, y ahora Jean-Paul. Y Jean-Damien ni siquiera se había fijado en mí. Creo que tener tres hermanos varones fue lo que me salvó del error que habría sido desconfiar de todos los chicos en general. Mis hermanos no eran como Jean-Paul. Y Joachim tampoco.
-Ya está. ¿Quieres irte a casa? –me dijo Joachim, al final.
-Todavía no. Mi madre les habrá contado a los demás lo ocurrido, y Guillaume se va a reír de mí. No estoy preparada para aguantarlo.
-No tiene por qué reírse. Tú no has hecho nada mal, no tienes de qué avergonzarte.
Joachim ya estaba de pie, se había levantado al terminar de explicarme el tema. Yo me quedé sentada, él se puso detrás y me abrazó.
-Voy a esperar todo el tiempo que haga falta –declaró-. Pero en algún momento te tendrás que enfrentar a Guillaume.
Me pasó una mano por la barbilla, y la otra por el abdomen.
-Sé que hace días te recomendé apartarte de Girardet –añadió-. Pero siento que te haya pasado esto. No quiero que sufras.
-Si ya no estás enfadado conmigo, ya no sufro. Tú me importas más que Jean-Paul. Has hecho muchas más cosas por mí que él.
-No quiero enfadarme contigo nunca más –me dijo.
Me agarró de la mano y tiró suavemente para que me levantase.
Yo me puse de pie y comenté:
-El final de tu cuento se está pareciendo a la realidad. Porque cuando pasa algo, siempre acabamos los dos juntos.
Joachim me acarició el pelo, pero se alejó un poco de mí al percatarse de que su padre nos miraba.
-Tengo que ir con ella a su casa –murmuró Joachim, dirigiéndose a su padre.
Así lo hizo. Y yo me quedé contenta de que me acompañase él, más que si mi acompañante hubiese sido Jean-Paul.
En la próxima carta te seguiré contando lo que vaya sucediendo.
Besos,
Jacqueline.

domingo, 9 de noviembre de 2008

LA HIJA DE LA PROFESORA I



París, septiembre de 1904
Querido Joachim:
Ya sé que un curso académico nunca empieza bien del todo; con las clases aburridas, algunos compañeros estúpidos, y profesores raros. Así todo, espero que tú hayas comenzado lo mejor posible.
Los últimos días de vacaciones, yo intentaba no recordar eso. Trataba de divertirme sin pensar en lo que iba a ocurrir unos días después. Sin embargo, algo me hizo cambiar. Una mañana, Guillaume me llamó.
-Ven, Jacqueline; mamá está en la puerta, hablando con el cartero –me dijo.
En principio, eso no me parecía interesante en absoluto, pero no tenía otra cosa que hacer, así que seguí a mi hermano pequeño. Bajamos las escaleras y nos escondimos en un rincón para escuchar.
-... sí, en otro instituto distinto –decía mi madre.
-¡Ahora cambias de instituto cada año!
-Bueno, estuve bastante tiempo en el mismo, en el de Santa María. Son estos últimos dos años en los que me toca cambiar.
Yo no sabía que mi madre fuese a dar clases en un instituto distinto al del curso pasado.
-¿Y a qué instituto vas a ir? –le preguntó el cartero.
-Al Luis XIV. Y tendré que darles clases a mis hijos pequeños.
Me embargó la tristeza. Yo no quería que mi madre fuese al mismo instituto que yo, ni que me diese clase. En el instituto de Santa María, ella no me había tocado de profesora, sin embargo, las niñas ya decían que yo sacaba buenas notas por ser hija de “la de Lengua”. Y no era por eso.
-Bueno, así que mamá va a ser nuestra profe –comentó Guillaume-. Será divertido.
-No para mí –murmuré, y seguí escuchando.
-¿Tus hijos pequeños? –decía el cartero-. La niña y... ¿Georges?
-No. La niña y Guillaume. Georges es mayor que ellos, este curso comenzará en la Universidad.
-¡Ah, sí! El pequeño era Guillaume.
-Sí, atontado –murmuró Guillaume.
-Cállate –le pedí-. Aún te va a oír.
-Bah, esta conversación se está volviendo aburrida –comentó mi hermanito-. Voy a traer unas pelotas de tenis. Las lanzaremos contra la puerta. Si le damos al cartero, ganamos 500 puntos, pero, si le damos a mamá, los perdemos y nos quedamos a 500 bajo cero. ¿Me has entendido?
-Sí. Es una brutalidad. Vámonos, Guillaume. Ya hemos oído lo que nos convenía –respondí.
Conseguí disuadirlo de que no iniciase ese estúpido juego. Yo me fui a mi habitación y poco después llegó mi madre, con una carta de Wendy. Yo le reproché a mi madre que le hubiese contado al cartero lo del instituto antes que a nosotros. Ella me explicó que el cartero había sido profesor en el mismo instituto que ella. También me dijo que tenía pensado contarme que sería mi profesora durante este curso, pero que sabiendo lo nerviosa que yo me pondría, había querido esperar hasta el final para darme la noticia. Y es verdad que me puse nerviosa, ya que le comenté que me quería cambiar de instituto. Logró convencerme de que no lo hiciese.
El primer día de clase entré en el instituto con mi madre y con Guillaume, y ya me vieron unos cuantos niños, diez, por lo menos, con ella. Entré sola en mi clase y me senté en el mismo pupitre que el año pasado. Sí, en el del fondo de todo, cerca de la ventana. Deseé que, al igual que el curso anterior (¡vaya, ya ha pasado un año desde el día en que nos conocimos!), tú volvieses a sentarte a mi lado, aunque ya sé que eso es imposible.
A mi lado se sentó una chica nueva. Es morena, pequeña y delgada. Se sentó en el pupitre que el año pasado ocupabas tú, y me dijo:
-¡Uy, cuántos chicos! ¿No hay más chicas aquí?
-Me parece que no. El año pasado era yo sola.
-Bueno, tranquila. Ahora estoy yo. Me llamo Claire Montaigne, ¿y tú?
-Jacqueline Lebon.
Claire Montaigne es insufrible. Cada vez que entraba un profesor distinto, ella me contaba al oído lo que dicho profesor debería hacer para tener un aspecto más juvenil y atractivo. Pasé el recreo con ella, y me contó que Claude Olivier le parecía guapísimo.
-¿Y a ti cual te parece el más guapo? –me preguntó.
Me puso en un compromiso. Si decía uno, ella comenzaría a propagar que me gustaba tal chico, por eso respondí:
-Bah, ninguno.
-Venga, ¿no te gusta nadie? –me preguntó-. Tú dime.
-Pues... no.
Me miró con aire de superioridad.
-Bueno, pues... qué cosa más rara. ¿Seguro que no te atrae ninguno? Porque a todas las chicas les gusta uno. No sé, pareces un poco rara.
Supongo que intentar quedar bien ante los demás es instintivo. Por eso yo, aunque Claire no me estuviese gustando, intenté caerle bien. Y le dije:
-Bueno, en realidad sí que me gusta uno.
-¡Ah, claro, ya me parecía! –exclamó-. ¿Es del instituto?
-No. No lo conoces es... alemán.
Lo siento, Joachim, pero me estaba refiriendo a ti. Fuiste el primer chico que se me vino a la cabeza.
-¡Qué interesante! –gritó Claire-. ¡¿Dónde están los alemanes?!
-En Alemania.
-Ya. Pero yo me refiero... ¿no hay alguno en París? –se interesó.
-El chico del que te hablo vive en Alemania. Lo conocí en París el año pasado. Iba en mi clase. Era increíble, era un chico increíble. No he conocido a ninguno igual.
-Seguro. Era muy guapo, ¿verdad?
-¡Sí! Pero no me refiero a eso. Él me respetaba.
-Bueno, y... ¿sois novios? –quiso saber.
-¡No! No, no vamos por ese camino. No me gusta, solo es mi amigo –le confesé.
-Pero... ¿no me acabas de decir que sí que te gusta?
Me sentí estúpida. Claro que acababa de contárselo.
-Sí... sí, me gusta –mentí-. Pero yo a él no. Eso era lo que te quería decir.
-¡Vaya! Entonces a él no le vale cualquiera, ¡porque tú eres muy guapa y esbelta, Jacqueline! Pero mira, te daré unas lecciones. Así no se te escapará ninguno.
-¿Ningún qué?
-¡Ningún chico, por supuesto! Verás, Jacqueline, tu ropa es muy buena, pero... deberás utilizar otra. Tonos más oscuros. Sí, así llamarás más la atención: quiero que me prometas que lo harás.
El timbre, indicando el fin del recreo, me libró de hacer una promesa que no cumpliría, o de responderle a Claire que ella no era nadie para elegir mi vestuario por mí.
La siguiente clase era la de Lengua, impartida por mi madre. Cuando ella entró, los demás se pusieron de pie. Yo no lo hice, sino que me quedé sentada hasta que Claire me dio un codazo. Entonces me levanté. Era más fácil eso que inventarme una disculpa.
-Mira, esta profesora tiene mejor aspecto –me susurró Claire-. No está ni demasiado gorda ni demasiado delgada. Y le queda bien el pelo recogido en la cola de caballo. Aunque, eso sí, parece un poco exigente. ¿Tú la conoces, sabes cómo se llama?
-De nombre, algo como... Victoire.
Hice que dudaba para ocultar el mayor tiempo posible que ella era mi madre. Pero no me sirvió de nada. Claude Olivier me miró, sonriendo, y gritó:
-¡Mamá!
-¿Y a tu madre qué le llamas? ¿Profesora? –le dijo mi madre a él.
Los alumnos se rieron.
-No, profesora, disculpe –respondió Claude.
No ocurrió ninguna otra cosa rara durante esa clase. Aunque al terminar, Claire me preguntó:
-¿Por qué diría Claude eso de “mamá”?
Claude la escuchó, y desde la primera fila dijo a voz de gritó:
-¡¡¡Porque Jacqueline es la hija de Victoire Lebon!!!
Si alguien, aparte de Claire, no lo sabía, ahora ya se había enterado, incluida la gente que andaba por el pasillo.
-¡¿Esa profesora es tu madre?! –exclamó Claire-. ¡Habérmelo dicho! Y, oye, ¿su pelo castaño es natural o teñido? Porque si es teñido, quiero utilizar ese color cuando sea mayor.
-Ella es castaña –respondí, y fingí ir al baño para que Claire me dejase en paz.
Claire es presumida, mandona, metomentodo, indiscreta... por eso le pedí a mi madre que la cambiase de sitio. Yo lo pasaba fatal con ella a mi lado. Y mi madre me hizo caso al día siguiente, la puso en primera fila sin darle a ella explicaciones acerca del cambio. Después de eso, mi madre explicó una parte de un tema y preguntó quién quería salir al encerado a analizar una oración. Dado el escaso número de voluntarios (cero, en realidad), mi madre me pidió a mí que saliese.
-Ven aquí, Jacqueline, hoy la haces tú –me dijo.
Obedecí, preguntándole con la mirada por qué me escogía a mí y no a otro, y comencé a analizar la oración. Me la había puesto difícil. Era compuesta, de un tipo que a ti te resultaba difícil. Llegué a cierto punto y luego me quedé atascada.
-¿No sigues, Jacqueline? –me dijo Claude-. ¡Pero si es “facilita” !
-¿Quieres ayudarle tú? –le preguntó mi madre.
-Vamos a dejarle que se esfuerce un poco, a ver si le sale –contestó Claude.
Seguí mirando la oración durante unos minutos, y finalmente admití:
-No me sale.
-Bueno, pues a ver, Jacqueline, quédate ahí –dijo mi madre-. Y haz tú la oración, Olivier, ya que te resulta tan fácil. Luego se la explicamos a ella.
Claude se levantó y borró un trozo de lo que yo había escrito.
-Eso estaba bien –informó mi madre-. No hacía falta que lo borrases.
-Ya, pero, ¿sabe una cosa? Me gusta empezar desde cero.
Borró todo y escribió lo que a él le pareció.
-Mira, Olivier, eso está peor que lo de Jacqueline –le dijo mi madre-. No te permito que presumas (además, ya era sin motivo) ni que les dirijas esas miradas a las chicas.
-¿Pero qué miradas?
-No te hagas el tonto. Cuando Jacqueline pasó a tu lado la miraste con malicia, le comentaste no sé qué a tu compañero de atrás y os reísteis.
Claude, lejos de avergonzarse, sonrió.
-Bueno, pero yo no tengo la culpa de que su nena sea guapa, ni de que tenga buen cuerpo –declaró-. Si alguien tiene la culpa, será usted. Usted la engendró, no yo.
Algunos se rieron.
-Antes de marcharte, porque te vas a ir ahora mismo, que sepas que el problema es tu actitud, no el físico de Jacqueline–contestó mi madre.
Claude se encogió de hombros y metió unos libros en la mochila.
-Jacqueline, el sujeto de la segunda oración... –empezó a decir mi madre.
-Pero bueno, ya que es su hija, explíqueselo en su casa, ¿para qué perder el tiempo aquí? –la interrumpió Claude.
-Tú ya te vas a ir. Y como veo que esto no te interesa, pues entonces, con más motivo. Márchate y déjanos tranquilos a todos. Venga, vete fuera, Olivier.
Claude no protestó.
-Bien, de acuerdo –dijo-. Buenos, días, profesora, hasta luego.
Claire volvió a estar conmigo durante el recreo. Me habló de tonterías, de cómo debería actuar ante los chicos; y me reprochó que yo no estuviese utilizando la ropa que ella me sugería. También me pidió que te olvidase (ella cree que estoy enamorada de ti), y terminó sugiriéndome que sedujese a Claude Olivier (la sola idea me dio náuseas, por muy guapo que fuese).
-Claude me dio un puñetazo el año pasado, y me hizo la zancadilla –le expliqué a Claire-. Comprenderás que no me interese demasiado.
-Vaya, hay problemas entre vosotros. Pues... búscate a otro. ¡Mejor para mí, a ver qué le parezco a Claude!
A partir de entonces, Claire se dedicó a molestar a Claude durante los recreos en vez de hacer lo propio conmigo. Y aunque ella me resultase desagradable, verás lo poco que yo me adaptaba al nuevo curso si te cuento que busqué la compañía de mi hermano Guillaume durante el recreo. Lo digo por sus amigos, que son insoportables, no por él. Pero no tuve que aguantarlos. Guillaume me dijo:
-Si no sabes qué hacer, vete a jugar al fútbol con Pierre y con esos. Necesitan a alguien que defienda su portería.
-¿Quién es Pierre?
-Ése –explicó mi hermano, señalando a un niño rubio, bajo de estatura y delgado.
-¿Es de tu clase? –le pregunté.
-Sí.
Guillaume me llevó junto a Pierre.
-Déjale jugar a mi hermana –le dijo.
-¿Una niña? Venga, no quiero perder.
-¡Eh, es bastante buena, déjale probar!
-De acuerdo, está bien –aceptó Pierre-. A ver, Jacqueline, colócate al fondo.
Guillaume le habría hablado de mí, si no, sería imposible que me conociese. Y, por cierto, Pierre debió de sorprenderse, porque no lo hice tan mal.
-Has estado bien, ¿te has divertido? –me preguntó.
-Sí.
-Pues vuelve cuando quieras.
Le hice caso. Eso era mucho más divertido que estar escuchando las tonterías de Claire. Y gracias a esos partidos de fútbol conocí a un chico maravilloso. No fue en el mismo momento de jugar, pero eso influyó, ya que se me rompieron las medias, y al final de las clases, tuve que ir a comprar otras. Mi madre iría conmigo, sin embargo, a Guillaume le dolía la barriga y ella se fue con él para casa. A mí, mi madre me pidió que fuese hasta la facultad de Medicina, y que esperase a que saliesen o Auguste o mi padre para ir con uno de ellos a la tienda (ellos estaban en la facultad por los exámenes de septiembre). Yo obedecí y me quedé esperando fuera a que ellos saliesen. De repente se me acercaron dos chicos, uno de ellos alto, delgado, rubio y de ojos verdes; y el otro, gordo y pequeño. Me hablaron mucho, sobre todo el guapo (que se llamaba Jean-Damien Fontaine), y aunque en el momento pasé vergüenza, me gustaría estar hablando ahora con ellos, otra vez.
Desde entonces no he sido capaz de olvidar a Jean-Damien. Llegué a creer que él sentía algún interés por mí, ya que me había hablado tanto. Entonces, yo me encontraba muy feliz. Pero otras veces me venía a la cabeza la idea de que yo era solamente una niña para él. Y eso me producía un sufrimiento que no soy capaz de explicar. Si nunca has notado algo así, no lo vas a entender, pero no te miento, se pasa muy mal, es muy duro. Un día no me pude contener. Auguste va a la facultad de Medicina, así que le pregunté:
-¿Tú conoces a un chico alto y rubio? Fontaine, me parece que se apellida.
No me lo parecía, sino que estaba segura. Solo dije eso para que no se diese cuenta de que me interesaba mucho.
-Hay muchos chicos altos y rubios –respondió Auguste-. Hasta yo soy así.
-Uno de la facultad de Medicina, me refiero a ese.
-¿Fontaine? No, no sé. Tal vez lo conozca de vista, pero así por el nombre, no. ¿Qué pasa con él?
¿Qué iba a pasar? Que yo lo amaba, pero no iba a decírselo a Auguste. En lugar de eso, comenté:
-Nada, me habló un día. Te lo pregunto por curiosidad, pero... bah, no pasa nada.
En clase, mi madre anunció que había un concurso literario en el instituto. El plazo para presentar las obras ya había comenzado y duraría algo más de un mes. Y a mediados de septiembre, mi madre nos haría un examen de analizar oraciones.
Yo seguía obsesionada con Jean-Damien Fontaine y solo se me ocurrió crear un relato (en forma de carta, te menciono a ti como destinatario) en el cual él y yo éramos novios. Jean-Damien me gustaba tanto que procuré que el cuento fuese lo más real posible, es decir, que utilicé personajes reales, como mis padres y mis hermanos. Aunque hice que, en vez de ahora, eso sucediese cuatro años más adelante, aproximadamente. Si yo tuviese diecinueve, puede que él no me considerase solamente una niña. Y yo a él le eché veintiuno, más o menos, por eso en el cuento le sumé cuatro (ya que también me sumé cuatro a mí misma y al resto de personajes). Por cierto, el cuento se titula La mirada del chico de los ojos verdes.
A pesar de la vergüenza que me daba utilizar nuestros nombres verdaderos, aunque escribiese el cuento sin poder librarme del sonrojo que invadía mi cara, no renuncié a ello. El relato no parecía lo suficientemente real cuando yo probaba a cambiar nuestros nombres. Sería una tontería de enamorada, pero solo me sentía contenta con lo que estaba haciendo cuando dejaba a un lado los seudónimos. Por lo tanto, utilicé todos los nombres verdaderos, exceptuando el del hijo de Auguste, que en realidad no existe. Solo lo inventé porque sabía que al mayor de mis hermanos le haría gracia aparecer casado y con un hijo en un cuento escrito por mí.
De hecho, a Auguste sí que le hizo gracia, y a los demás también les gustó aparecer en la obra. Y otra cosa, mi madre no forma parte del jurado que otorga los premios. Es obvio, si yo ganase, podría considerarse una cuestión de interés.
Y en cuanto al examen de oraciones, hubo un lío. Todos los de la clase, sin excepción, estaban de acuerdo en que yo le cogiese el examen a mi madre, cuando ella lo tuviese preparado, y que escribiese en un papel las preguntas para ver lo que caía en la prueba. Yo me negué y ellos me presionaron repetidas veces. Les di mil disculpas, les aseguré que mi madre a mí no me enseñaba sus exámenes, y que yo no sabía dónde los guardaba (todo eso es cierto), sin embargo, ellos no se rindieron. Claude Olivier estaba harto y me quiso hacer daño. Era la quinta o la sexta vez que yo me negaba ante él, y él me agarró el cuerpo y luego me empujó contra la mesa del profesor (que en aquel momento se encontraba vacía). La mesa se corrió mucho de sitio, se quedó muy descolocada, y enseguida entró un profesor. Yo seguía apoyada en la mesa y él me vio así.
-Esto no es un juguete, ¿quién ha andado moviendo la mesa? –preguntó.
-La niña, ¿no la ve ahí? –intervino Claude.
Muy poco más tarde entró mi madre. Teníamos clase con ella, el otro profesor había entrado por culpa del alboroto, pero se marcharía enseguida.
-Cuidado con la señorita –le dijo ese profesor a mi madre-. Quiere rebelarse descolocando el material.
Yo estaba afectada y asustada por culpa de lo que Claude me había hecho. Por eso dije:
-¡Mamá, yo no he sido! ¡Claude me ha empujado!
-¡Porque eres una traidora a la clase! –gritó Claude-. ¡Pero estás tú sola contra veintidós; saldrás malparada!
-¿Una traidora? –preguntó el profesor, que aún no se había ido.
Y Claude no se dirigió a él al responder, sino que le dijo a mi madre:
-Su pequeña no es tan maravillosa como usted cree. No sabe lo que es el compañerismo, no tiene ni idea.
Además, él me miró y me dijo:
-Si le explicas algo a algún profesor, te romperé la boca a puñetazos para que aprendas a callar. Y ahora me voy por mi propia voluntad, antes de que a nadie se le ocurra echarme.
Cogió sus cosas y se fue. El otro profesor lo acompañaba.
-¿Qué pasa? –me preguntó mi madre.
-No quiero hablar delante de ellos –respondí, en voz baja-. Después te lo explico.
A la hora del recreo fui con mi madre a un aula vacía. Le pedí que no hablase de eso con nadie del instituto, aunque ella ya había oído claramente las amenazas de Claude. Y le expliqué lo que pasaba, que mis compañeros me forzaban a robarle un examen a ella para ver lo que caía. Mi madre se mostró agradecida al saber que yo me había negado.
-Ellos son unos maleducados, ya los conoces –dije-. No iba a traicionarte a ti para agradarlos a ellos.
Mi madre me sugirió que les enseñase a mis compañeros un examen falso, haciéndoles creer que era el verdadero. Así, el día del examen se llevarían una sorpresa, pero no podrían echarme la culpa, creerían que yo quería ayudarlos y dejarían de tenerme manía.
A mí me pareció un plan correcto, el mejor que se podía llevar a cabo. Porque si mi madre les decía a mis compañeros: “Ya sé que queréis copiar”, ellos descubrirían que yo había hablado con mi madre acerca de eso, y no me dejarían en paz. Y si no hacíamos nada, mis compañeros me tomarían manía para siempre por no querer colaborar con ellos.
Por lo tanto, actué como mi madre me había recomendado. Al volver a clase al día siguiente, les mostré a mis compañeros un examen falso. Claude Olivier no estaba; lo habían expulsado temporalmente por su mal comportamiento, no obstante, los demás chicos eran parecidos a él y sonrieron, sintiéndose triunfantes de ver aquel “examen”. Siguieron con sus “miraditas irrespetuosas” hacia mí, sin embargo, dejaron de presionarme por el tema de la prueba.
Otro suceso digno de mención fue este: Auguste no paró hasta encontrar a Jean-Damien Fontaine y enseñarle mi cuento, del que sin saberlo, él era protagonista ( le enseñó un borrador, el original lo tenían los profesores del instituto). Primero me volví loca, no quería que Jean-Damien leyese eso, me daba muchísima vergüenza. Pero luego me lo tomé mejor. Esa era la mejor forma de mostrarle mis sentimientos.
Durante un recreo yo me hallaba jugando al fútbol con Pierre. Y Jean-Damien se presentó en mi instituto. Me quedé mirando para él como una tonta, me parecía un sueño que él estuviese allí. Antes, en la clase de Arte, yo me había cansado de prestar atención (ya sabes lo pesada que es la profesora), y me había imaginado qué pasaría si yo me casase con Jean-Damien. Y ahora, en el recreo, Jean-Damien estaba allí realmente, no eran imaginaciones. Solo dejé de mirar al apuesto joven cuando Pierre gritó, enfadado, a causa del gol que yo había recibido.
-A Jacqueline se le da mejor la literatura que esto –le comentó Jean-Damien a Pierre.
-Normalmente, esto se le da bastante bien –respondió Pierre-. Pero ahora se ha despistado, no sé qué le pasa.
-Yo creo que lo sé –comentó Jean-Damien-. A ver, Jacqueline, ¿quieres que hablemos?
-Sí, claro.
Me llevó a un aula vacía. Estaba prohibido quedarse allí durante los recreos, pero yo no se lo dije a Jean-Damien.
-Auguste me ha enseñado tu cuento –me explicó-. Y está muy bien, me ha gustado mucho. En la facultad nos lo estamos pasando unos a otros para leerlo. Sin embargo, quiero que me digas una cosa, Jacqueline, ¿has escrito esto por algún motivo en particular? ¿Estás enamorada de mí?
No me atreví a responderle. No obstante, mi silencio y el rubor de mis mejillas hablaron en mi lugar.
-Eres una niña –me dijo Jean-Damien-. ¿Cuántos años crees que tengo yo?
-¿Veintiuno? –supuse.
-¡Sí! Sí, has acertado. Y perdóname la falta de educación, pero, ¿cuántos tienes tú?
-Quince.
-Bueno. Creía que dirías trece. Pero así todo... no debes obsesionarte conmigo. Eres muy jovencita, seguro que hay muchos chicos a los que les gustas –supuso.
Me sentí indignada. ¿Para qué me había hablado tanto él, aquel día en la facultad de Medicina, si yo no le gustaba?
-¿Y qué si les gusto a otros chicos? –le pregunté.
-Que escojas entre ellos y te olvides de mí.
Me sentí como si Jean-Damien me acabase de insultar. Sé que no es lo mismo, pero esta es la única forma que se me ocurre para expresar lo mal que me sentía. Escoger entre otros chicos y olvidarme de él me parecía una barbaridad.
-¿Y si no puedo? –le pregunté.
-Tienes que poder. Para mí sería más fácil decirte: “Sí, Jacqueline, te quiero”. Pero me parece que es mejor decirte la verdad. No creo conveniente hacerte ilusiones para luego romperte el corazón.
Me quedé mirando para él, conteniendo las lágrimas. Si supiera lo que él significaba para mí, no diría eso.
-Jacqueline, eres muy hermosa –añadió-. De verdad. Y pareces una chica encantadora. Seguro que encontrarás a alguien.
-Pero no me sirve “alguien”.
-Mira, yo no puedo... es como si un niño de nueve años se enamora de ti, le dirías que no al instante. Tienes que comprenderme. Venga, vámonos.
Abrió la puerta y me miró. Yo me di la vuelta enseguida para que no me viese llorar. Por un lado, yo lo seguía queriendo. Sin embargo, por otro, me enfadé con él. Me pareció un estúpido por venir al instituto a decirme que no me quería; para eso excusaba venir. Y eran esos sentimientos ambiguos los que me hacían daño y me provocaban las lágrimas. Si solamente estuviese enfadada con Jean-Damien, si no siguiese queriéndolo, no habría llorado.
-Pasa. Vamos, Jacqueline, salgamos de aquí –dijo.
Pasé a su lado sin mirarlo.
-¡No! ¡No, no te pongas así! –exclamó-. No llores.
Iba a pasarme un brazo por los hombros, pero lo rechacé.
-Cálmate, pequeña –me dijo-. Sufro viéndote llorar. Venga, tranquilízate.
Me besó en la mejilla y se alejó. Justo entonces se abrió una de las puertas que daban al pasillo en el que yo me encontraba. Me quedé sin saber qué hacer, temiendo que se tratase de un profesor, pero enseguida vi que era un alumno. Era un muchacho rizoso, de pelo negro, y cuyas mejillas estaban cubiertas de un finísimo vello incipiente.
-¿Qué te pasa, Jacqueline? –me dijo.
Yo no lo conocía. Me sorprendió que él a mí sí.
-¿Me conoces? –quise saber.
-Un poco. Yo me llamo Jean-Paul Girardet. Soy hermano de Pierre, el niño con el que juegas al fútbol. No sé por qué lloras, pero a mí también me pasan cosas. Madame Lebon... ¿la conoces?
-Sí.
-Pues me mandó quedarme en clase durante unos minutos por no haber hecho los ejercicios. Menuda tontería. ¿A ella qué más le da si hago los deberes o no? ¡Es cosa mía! ¡Que deje de meterse en mi vida! Esa profesora... bueno, explica bien, pero por lo demás, no sé... las hay mejores.
-Y si explica bien, ¿qué más le quieres? –le pregunté.
Se encogió de hombros.
-Veo que a ti te cae en gracia –comentó.
-Es mi madre.
Noté que a Jean-Paul le enrojecían las mejillas.
-¿Sí? –dijo-. Pues… bueno, ahora que lo pienso… sí, tienes algo de ella. Sois muy guapas, las dos. Aunque... los ojos los tienes como tu papá, ¿verdad? Azules. Y ella, castaños.
Asentí con la cabeza. En otro momento me habría hecho gracia que, para llamarme guapa a mí, tuviese que hacer lo propio con una profesora a la que casi acababa de criticar.
Jean-Paul sacó un pañuelo del bolsillo y me lo entregó.
-Vamos al vestíbulo, si te parece. Y mientras tanto te secas las lágrimas y me cuentas qué te ha pasado.
Le hice caso.
-Ese chico, Jean-Damien, debería haberte dado una oportunidad –opinó Jean-Paul-. Eres demasiado maravillosa como para rechazarte antes de nada. Seguro que él no vale la pena. No vuelvas a llorar por él.
Me sentía muy confusa para darle la razón. Yo seguía creyendo que Jean-Damien valía la pena, sin embargo, el joven rizoso de pelo negro me repetía una y otra vez que no, y me recomendaba que dejase de pensar en Jean-Damien. Yo apenas le respondía, no le estaba haciendo mucho caso, pero de repente noté que sus dedos se cerraban alrededor de los míos. Aparté la mano sin pensarlo, y Jean-Paul exclamó:
-¡¿Y mi pañuelo?!
Yo creía que me tocaba la mano por otro motivo.
-Me he sonado –contesté-. Si quieres, lo llevo a mi casa y te lo traigo después de lavarlo.
-¡No! Nada tuyo me da asco, Jacqueline. Entonces, a no ser que quieras conservar el pañuelo como recuerdo mío, puedes dármelo ahora.
Se lo entregué.
-Bueno, espero que nos veamos más veces –dijo Jean-Paul -. Suelo observarte cuando juegas al fútbol con mi hermano. Eres... muy bella, no quiero perderte de vista.
Y se marchó. Yo me sentía intimidada, por decirlo de alguna manera, sabiendo que Jean-Paul me observaba sin que yo me diese cuenta. Pero al fin y al cabo, él no parecía dispuesto a hacerme daño. Me habría gustado averiguar por qué me decía esas cosas del tipo de “eres muy bella”. ¿Sería por decir algo, o estaría intentando conquistarme? Me percaté de que si yo le gustaba a él realmente, pero él a mí no y lo rechazaba, le haría sentir igual que Jean-Damien a mí. ¡Jean-Damien! Yo lo prefería a él antes que a Jean-Paul.
Al día siguiente realicé el examen de análisis sintáctico. Al empezar, mis compañeros me miraron con extrañeza: yo les había hecho creer que las preguntas iban a ser otras. Me encogí de hombros, fingiendo estar tan sorprendida como ellos. Yo tampoco sabía lo que iba a entrar en el examen, pero no contaba con que cayesen unas preguntas determinadas, por eso no me extrañé. Pero antes de que ningún compañero tuviese ocasión de protestar, mi madre dijo en voz alta:
-Por cierto, he cambiado las pruebas, antes iba a poneros otras. A veces hago esto: redacto varios exámenes distintos y luego elijo uno de ellos para que lo hagáis. Y el último suelo redactarlo muy pocos días antes del examen.
Fue muy bueno que dijese eso. Así, mis compañeros no me acusarían a mí de enseñarles exámenes falsos a propósito. Y lo mejor fue que al salir del examen, Villeneuve le comentó a Charles:
-Mira, para otra vez no le pedimos nada a Jacqueline. Total, si Lebon escribe tantos modelos de examen, no sabemos cuál es el correcto.
-A no ser que Jacqueline nos lo traiga todos.
-Eso es imposible. Ya le costó muchísimo dar con uno, ¿y no has oído a Lebon? Uno de los exámenes lo redacta poco antes de ponérnoslo. Y así a nosotros no nos daría tiempo de hacer las chuletas.
A la hora del recreo me dirigí al lugar en el que Pierre y yo jugábamos al fútbol. Pero él no estaba. Jean-Paul, su hermano mayor, ocupaba su puesto. Yo había estado pensando mucho en Jean-Damien la noche anterior, antes de quedarme dormida. Pero a veces, de repente, venía a mi cabeza la imagen de Jean-Paul, consolándome, llamándome “bella”, y marchándose acto seguido. Su misterio me incitaba a ir detrás de él para conocerlo mejor.
-No he querido lavar el pañuelo de ayer –me dijo Jean-Paul nada más verme-. En el pañuelo están tus lágrimas, y ellas son la expresión de tus sentimientos.
No supe qué contestarle, pero no necesité hablar, pues el joven me agarró rápidamente del brazo y me llevó detrás de unos árboles. Una vez allí, noté el tacto de sus dedos en los míos, como el día anterior. La diferencia residía en que ahora yo no tenía ningún pañuelo que devolverle. Reaccioné como la otra vez, apartando la mano.
-¿Qué quieres? –murmuré.
-Te quiero a ti.
Me acarició las mejillas, pero yo le ordené que parase.
-¿Es por Jean-Damien? –me preguntó, algo irritado.
-Puede ser –le dije-. En parte.
-¡¿Pero cómo es que te sigue gustando?! ¡¿Por qué vas detrás de un tonto?!
-Jean-Damien no es ningún tonto.
-Sí que lo es. Prescinde de ti sin haber probado a... hacerte caso. No te ha dado ninguna oportunidad, es un soberbio. Se cree demasiado importante para rebajarse ante ti. Sin embargo, la realidad es esta: tú vales mucho más que él. Y yo me doy cuenta. Jacqueline, él no te hará caso, pero eso no debe preocuparte.
-A ti desde luego, no te preocupa –le comenté-. Seguro que estás encantado de que Jean-Damien me rechace.
-¿Por qué lo piensas?
-Por ... lo que me acabas de decir. Yo te pregunté qué querías y me contestaste que... bueno, ya sabes lo que contestaste.
-Que te quiero a ti. No voy a negarlo.
-Yo... no puedo... Escucha...
-No importa. No te gusto , puedes decirlo –respondió Jean-Paul-. Pero... si me necesitas para algo, estoy en una de las clases de ciencias de tu mismo curso, ¿de acuerdo? Y... si no das conmigo, llama a mi hermano para que me avise. Yo estaré encantado de ayudarte.
-Bueno, gracias.
-Ahora me voy.
Me besó en la frente.
-Siento hacerte daño, yo sé lo mal que se pasa cuando te rechazan... -empecé a decirle.
-Tranquila. Sé que acabaré conquistándote. Por eso no me siento mal.
Estas enigmáticas palabras fueron las últimas que me dirigió hasta el momento. No he vuelto a verlo, ni tampoco a Jean-Paul, pero deseo poder contarte algo más sobre ellos en mi próxima carta.
Besos,
Jacqueline.

martes, 14 de octubre de 2008

CUANDO LA ÑIÑA CONOCIÓ A UN INGLÉS

CUANDO LA NIÑA CONOCIÓ A UN INGLÉS

Calais, agosto de 1904
Querido Joachim:
Perdóname por haber tardado tanto en escribir. Tuve un problema del que no me sentía capaz de hablar. Y si te escribiese sin contártelo, no te estaría siendo sincera completamente, por eso he esperado.
Cuando terminaron esas maravillosas semanas que pasamos en Irlanda, mis hermanos y yo volvimos a Calais. Mis padres dijeron que yo había crecido mucho, y Guillaume se enfadó y quiso que nos midieran a los dos, para demostrar que también él había crecido. Nos medimos y yo le llevo veintitrés centímetros. Él se enfadó más y me insultó delante de todos (luego lo castigaron).
Estuve pasándolo bien en Calais con mis hermanos. Iba a la playa con ellos y jugábamos, era divertido. Muchas veces, Guillaume se iba a jugar con unos amigos que tiene, y yo paseaba a la orilla del mar con Auguste y Georges. Pero Auguste se hizo amigo de unos chicos de su edad, y comenzó a andar con ellos en vez de con nosotros. Y a partir de entonces, yo anduve con Georges. Siempre paseábamos juntos, hasta que un día él me dijo:
-Jacqueline, yo voy a acompañar a Guillaume a casa. Ya sabes que está castigado, pero como se vaya solo de la playa, igual se marcha por ahí, a cualquier lado, en vez de ir a casa. Por eso voy con él, en media hora estoy aquí.
Me quedé sola, sentada en la arena, hasta que se acercó un chico guapísimo. Era rubio, de ojos azules, y sus gafas le daban un aire interesante. Era alto, pero no tanto como tú.
-Hola, rubita, por fin estás sola –me dijo.
-¿Eh?
-Digo que... siempre te veo rodeada de chicos, hasta ahora, que por fin te has quedado sola –explicó.
Sonreí y no le dije nada.
-Así todo, déjame que cuide de ti –añadió, pasándome un brazo por los hombros, y acariciándome la mano-. A tu novio no le importará, sólo deseo que nadie te haga daño.
-No tengo novio –respondí.
-¿No? ¿Ninguno de esos chicos...?
-Son mis hermanos.
Sonrió.
-Bueno, yo tengo que confesarte algo. Te vi por primera vez la semana pasada, y... desde entonces te observo, y quiero que formes parte de mi vida. Antes creía que tenías novio, y pensaba: “Bueno, esa chica guapa será una buena amiga”. Pero ya que no lo tienes, las cosas cambian. Eres... pareces dulce y agradable, una chica muy buena .Y eres guapísima. Me muero de ganas de conocerte mejor. Venga, cuéntame algo sobre ti.
-Ahora... no se me ocurre nada -contesté.
-¡Venga, mi niña! Llevo una semana obsesionado; soñando contigo por las noches, buscándote por la ciudad, viniendo a la playa para verte... por lo menos dime tu nombre.
-Jacqueline.
-¿Qué más, cómo te apellidas?
-Lebon.
-¿Ves? Ahora ya sé algo. ¿Qué gustos tienes?
Me pareció indiscreto que me lo preguntase. No me conocía de nada.
-Los de todo el mundo, supongo –respondí, para no decir nada concreto, y para que al mismo tiempo, él no se ofendiese.
-Pues no lo parece. Para mí eres diferente. Eres especial, Jacqueline. Seguro que... te dedicas a algo divertido ,¿no? Porque debes de ser increíble.
-Estudio. Y no es divertido.
-Ya, lo supongo. Pero... te gusta más una cosa que otra, ¿no? Dentro de lo que estudias, aunque sea algo de fuera del instituto –supuso.
-Lengua está bien. E Inglés.
-¡Pues qué casualidad, porque yo soy inglés! Ya sé que no se me nota en el acento, pero eso es porque mi madre es de aquí. El inglés es mi padre.
Empecé a mirarlo con otros ojos desde entonces. Me pareció mucho más interesante.
-¿Naciste en Inglaterra? ¿En serio? –le pregunté.
-No. Nací aquí, en Calais. Ahora estoy de vacaciones, pero sí que vivo siempre en Inglaterra. Por cierto, me llamo Daniel Brian Thompson, pero por favor, llámame Danny. Ya nos veremos. Mañana a las once de la mañana, aquí en la playa, por ejemplo. ¿Te viene bien?
-Sí.
-Bueno, pues hasta entonces.
-Adiós.
Yo siempre había querido tener un amigo inglés, y parecía que entonces iba a cumplirse mi deseo. Yo consideraba un poco raro que un chico de su edad se fijase en mí (si yo tenía quince, él pasaba de los veinte), pero no me preocupé por eso. De todas formas, preferí no contarle a nadie que había conocido a un chico inglés en la playa, ni que había quedado con él para vernos al día siguiente. Imaginé a mi madre poniéndose histérica al oír eso, lo de Danny, y por eso no le dije nada.
A la mañana siguiente, mis hermanos se quedaron jugando al fútbol en el jardín de casa, y yo les dije que me iba a la playa.
-¿Quieres que vayamos contigo? –me preguntó Georges.
-No, no hace falta –respondí-. En la playa se levanta toda la arena, no es muy divertido jugar al fútbol allí. Quedaos aquí, puedo ir sola.
Y me fui antes de que Georges decidiese acompañarme. En la playa había poca gente y vi a Danny enseguida, en la entrada.
-Hola, guapa, menos mal que has venido –me dijo.
-Hola, Danny.
Me cogió del brazo y añadió:
-Vamos a otro lado. Eres maravillosa, por supuesto que no me avergüenzo de ti. Pero la gente siempre empieza a hablar, y a juzgar. Por eso prefiero que no nos vea todo el mundo, para protegerte de esas críticas.
Salimos de la playa y anduvimos por las calles hasta llegar a una taberna. Allí sólo se encontraba el camarero, no había nadie más.
-¿Qué quieres, nena? –me preguntó Danny-. ¿Qué te apetece?
-Nada. No hace falta...
-Venga, no me digas eso. Pídeme algo.
-Un helado.
-¡A ver; un helado para la señorita! –le gritó Danny al camarero.
Este último se encogió de hombros.
-No tenemos –respondió-. Puede pedir... café o licores. Nada más.
-No me apetece nada de eso –le dije a Danny.
-No me extraña, cariño. Yo pediré un café para que podamos quedarnos aquí y hablar, pero no te preocupes, luego iremos a otro lado y te compraré lo que quieras.
Al empezar a hablar con Danny me sentí muy incómoda, ya que era consciente de que el camarero no perdía palabra de la conversación. Él no tenía nada qué hacer, más que escucharnos.
-Oye, Danny, tengo una pregunta –declaré.
-Dime.
-¿De qué parte de Inglaterra eres?
-De Dover. Está muy cerca de aquí, como ya sabrás. Si quieres, te llevo un día, ¿nunca has estado?
-No, nunca he estado en Dover. Pero sí en la Isla de Wight.
-¿Y no te gustaría ir a Dover?
-Sí.
-Pues te llevo un día en mi barco. Se llega enseguida.
-¿Tienes un barco?
-Sí. Me dedico a eso, a la pesca.
Ése fue uno de los pocos datos que me dio sobre su vida. Seguimos hablando de distintos temas, y de mí, pero él casi no me contó nada sobre sí mismo. Y cuando le pregunté cuántos años tenía, él contestó:
-Prefiero no hablar sobre mí. Soy muy reservado.
-Yo también soy muy reservada, y sin embargo, respondo a tus preguntas.
-Vale, está bien. Tengo veintidós.
-Me llevas...
-Sí, te llevo siete años. Pero no me importa la edad.
Yo ya suponía que Danny me llevaba unos cuantos años. Él tenía aspecto de simpático, aunque también algo misterioso, al no querer hablar mucho sobre sí mismo. Pero ese último detalle no me pareció digno de desconfianza, ya que a mí tampoco me gusta nada contar mi vida.
Salimos de la taberna y Danny me compró un helado en otro lado.
-Quiero verte otra vez esta tarde –me dijo él-. Estar sin ti es vivir a medias. No me siento completo cuando no estás. Así que... ¿dónde nos vemos, y a qué hora? Dímelo tú, quiero que sea todo como a ti te apetezca.
-¿A las tres en el puerto?
-Sí, de acuerdo. Allí estaré.
-Hasta luego.
-Adiós, mi niña, cuídate.
Al mediodía no tuve hambre por culpa del helado. Mis padres y mis hermanos me preguntaron en dónde había estado esa mañana, y les dije que en la playa y por las calles, y que había comprado un helado.
A las tres de la tarde me reuní con Danny, y volví a ver al joven en sucesivas ocasiones durante la semana. Yo me sentía especial, por eso seguía viéndolo, y acudiendo a nuestras furtivas citas. Él me hacía sentir apreciada. Él era lo más similar a un novio que yo había tenido. Y a mí me parecía bien, sin embargo, me entraron dudas.
-Danny, nosotros somos amigos, ¿verdad? –le dije una tarde en la que nos hallábamos los dos en la playa, sentados sobre las rocas-. No somos novios, ¿no?
-¿Por qué me lo preguntas? ¿Te da miedo iniciar un noviazgo?
-No lo sé. A lo mejor es eso. O tal vez sea que no te conozco lo suficiente.
-Yo te vi y me enamoré de ti. Y no conocía ni tu nombre. No sabía nada de tu vida, Jacqueline.
No respondí a eso.
-¿Nunca has tenido novio? ¿Si me aceptases, yo sería el primero? –me preguntó.
Asentí con la cabeza.
-¿Y tú has estado alguna vez con una chica? –quise saber.
-Sí. Pero no eran como tú. Me decepcionaron. Sin embargo...sé que tú no lo harás. Pareces inocente y sincera. No obstante, si tienes dudas, te dejaré que te aclares. No quiero presionarte, seguiremos siendo amigos hasta que cambies de opinión. No te voy a meter prisa.
Volvimos a vernos unas cuantas veces desde entonces. Yo no sabía qué disculpas inventar en casa para que nadie sospechase nada. Y a todos les estaba pareciendo algo raro que saliese sola, teniendo tres hermanos que podían acompañarme.
-Jacqueline, tengo que hacerte una pregunta –me dijo Guillaume una mañana, justo antes de que yo saliese para ver a Danny.
Yo me puse nerviosa. A ver si no era nada acerca de mis sospechosas salidas.
-¿Tú qué haces para crecer? –dijo Guillaume.
Me quedé aliviada.
-No lo sé. Nada en especial –respondí.
-Eso digo yo, porque yo como más que tú, ¡y no crezco! ¡Y tú comes poco y sí que creces!
-Ya, pero no te preocupes por eso. Eso no importa. Ahora... me voy, ¿vale? Adiós, Guillaume.
-Adiós.
Salí de casa y me encontré con Danny en un bar del puerto. Habíamos decidido vernos allí. Observé que Danny siempre me invitaba a “tabernitas baratas”, pero él ejercía una fuerte atracción sobre mí, así que no le di importancia a eso. Otro dato del que me percaté era el hecho de que a veces Danny desviaba la vista, evitaba mirarme a los ojos en ciertas ocasiones. A mí a veces me pasa eso por timidez, pero Danny no parecía tímido. Si lo fuese, no habría venido a hablarme aquel día que me quedé sola en la playa.
Hablamos en el bar, y Danny se portó conmigo mejor que nunca, así que mis sospechas acerca de él se borraron. Me compró bombones (yo, al llegar a casa los guardé en un cajón de mi mesilla de noche, tapados con papeles para que mi madre no los viese); me invitó a una limonada y me dijo cosas bonitas. Y al final añadió:
-He esperado a este momento para decírtelo, para que no te preocupases antes, pero... mañana me voy para Inglaterra y tardaré bastante en volver. Pero antes tengo que pedirte un favor.
-Dime, ¿qué quieres que haga?
Me cogió de la mano.
-Sé que te va a costar, pero tienes que hacer un esfuerzo, Jacqueline. Por favor. Necesito que vengas al puerto esta noche, sobre las once y cuarto.
-No puedo. A esa hora, no.
-Jacqueline, por favor. Es muy importante. Escucha, tienes que hacer un pequeño trabajo, nada más.
-¿En qué consiste el trabajo?
-Verás, un amigo mío tiene que clasificar unos libros según la época histórica, o algo así. No se lo entendí muy bien, pero él te lo explicará y seguro que tú sabes hacerlo perfectamente. Él no sabe y yo tampoco, y es muy importante que le ayudes. Tardarás menos de cinco minutos. Luego podrás marcharte.
-Pero... esa hora no me viene bien. ¿Por qué no a otra?
-Él vendrá a esa hora, cariño. Llegará de Inglaterra sobre las once, en barco. Sólo puede ser entonces. Te necesitamos. Y... por cierto, quiero que me digas qué decisión has tomado, si quieres que seamos novios. Pero no me respondas ahora, piénsatelo hasta la noche y luego me lo dices, cuando se marche mi amigo.
-Danny, no puedo venir por la noche, ¿de acuerdo?
-¿No? ¿Pero por qué? –me preguntó-. ¿Me tienes miedo, desconfías de mí?
-No es eso.
-Pues mira, niña, me estoy cansando. Te trato lo mejor que puedo, siempre con respeto, ¡y ni así gano tu confianza! Me tomas por un... sinvergüenza que te quiere hacer daño.
-No.
-¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Ni se te ocurra negarlo!!! ¡Se trata de eso, y si no, es que no quieres ayudar a mi amigo! ¿Pero sabes una cosa? Que estoy harto. Me voy a ir a Inglaterra, seguro que allí encuentro a una chica que confíe en mí y que me preste ayuda cuando la necesite. Va a ser verdad lo que decía un amigo mío: “Las inglesas son mejores que las francesas”. Pues sí, él tenía razón. Ahora lo que quiero es olvidarte, Jacqueline. Adiós.
-No. No, no te vayas.
Pero él se marchó. Y yo me quedé mirando al mar con los ojos humedecidos, mientras la rabia se apoderaba de mí al recordar lo de: “ las inglesas son mejores que las francesas”. Me sequé las lágrimas antes de que me llegasen a las mejillas, y me di cuenta de que estaba enamorada de Daniel Brian Thompson. Pero él ya no lo estaba de mí.
Esa tarde intenté que todo volviese a la normalidad, que mi vida volviese a ser igual que antes de conocer a Danny. Pero me estaba resultando difícil. No podía evitar preguntarme qué habría pasado si yo hubiese confiado de verdad en el joven inglés, y si hubiese aceptado quedar con él esa noche en el puerto. Y me sentí culpable por no haberle hecho caso.
Se me hacía durísimo tener que guardarme todo lo que sentía. Yo miraba a mi hermano Georges, pensando: “¿y si se lo cuento?” Sin embargo, no lo hice. No sabía por dónde empezar, ni cómo se lo iba a tomar él. Sólo le comenté:
-Hoy voy contigo y con los otros. Me he cansado de salir... como antes.
Él se dio cuenta de que me pasaba algo.
-¿Estás bien? –me preguntó.
-Sí, ¿por qué?
-Porque estás un poco rara últimamente, pero si tú dices que nos es nada, no lo será.
Más tarde, después de la cena, mi madre también quiso hablar conmigo. Me preguntó qué me pasaba, y yo no le conté nada. Me dijo que quería saber lo que me ocurría, porque que algo era. Me ordenó contárselo, pero no accedí. Discutimos y gritamos, y yo me marché de la habitación, enfadada. Eso es porque siempre, excepto esta vez, le cuento lo que me pasa. Por eso está acostumbrada a que lo haga, y cuando no actúo así, se lo toma a mal.
Yo me quedé peor que antes, por la discusión y porque no olvidaba el tema de Danny. Me negaba a creer que el joven se había marchado ya para Inglaterra, y que yo ya no significaba nada para él. Yo lo quería, y deseaba pedirle perdón y explicarle mis sentimientos antes de que él se fuese para Inglaterra. Por eso a las once y diez de la noche salí de casa, esperando regresar lo antes posible. El gato, Kaiser, me vio marchar y maulló un poco. Lo acaricié para que no llamase la atención de los demás.
Me encaminé al puerto. En el fondo, yo albergaba alguna esperanza de que Danny se encontrase allí, tal como me había dicho por la mañana antes de enfadarse. Yo deseaba que así fuese, y aunque, ciertamente, la razón me indicaba que él no iba a estar, sí que lo encontré, a la entrada del puerto. Nos abrazamos y le pedí perdón por no haber confiado en él.
-No importa –me dijo-. Eso no va a cambiar nada, te sigo queriendo igual o más que antes. Fui muy duro contigo, tienes que disculparme.
-Danny, quiero que seamos novios –declaré-. Ya lo he pensado, estoy segura.
Me acarició en las mejillas y dijo:
-Me alegra mucho que digas eso. ¿Bueno, qué tal estás?
-No muy bien. Me he peleado con mi madre.
-Vaya, ¿y eso por qué?
-Me... me quedé muy triste cuando creí que te había perdido para siempre. Ella me preguntó qué me ocurría, no se lo dije, y... nos enfadamos.
-Tranquila, ya lo arreglaréis. Mira, ya no tienes que ayudarme, lo de mi amigo ya lo solucionamos. Pero te voy a enseñar una cosa.
Seguimos andando por el puerto hasta acercarnos a un barco de tamaño mediano.
-Mira, es mi barco –dijo Danny-. ¿Qué te parece?
-Es bonito.
-Sí. Y aunque no sea muy grande, está bien equipado. Tiene botes salvavidas. He pensado que a lo mejor te apetece dar una vuelta.
-Ahora no. Tengo que irme enseguida.
-Bueno, me ha costado traerlo, ¿sabes? Mi hermano estaba con él en Dover y no me lo quería devolver hasta mañana. Pero al final he conseguido tenerlo hoy, para dar una vueltecita contigo. Piénsatelo, haz lo que quieras. Mientras tanto, te traigo una limonada, sé que te gusta.
Danny se subió a un bote pequeño y navegó con él unos pocos metros, hasta llegar al barco. Luego vino de vuelta, con un vaso en la mano.
-Vente al bote –me dijo-. Si quieres, puedes tomarte aquí la limonada.
Le hice caso, y él remó hasta acercarnos al barco, aunque en principio no subimos a él. Yo bebí, pero lo que contenía el vaso no me supo a limonada.
-¿Qué me has traído? –le pregunté.
-Limonada, ¿no?
-No. Sabe... distinto.
-¡Ah! Perdona, me he confundido, es... bueno, son unas plantas. Saben bien, a mí me gustan. Venga, bébetelas. Al principio sí que saben raras, pero luego te acostumbras y te saben muy bien.
Él me siguió hablando, muy amablemente, y yo le dije:
-Llévame de vuelta, tengo que ir al baño.
-Espera...
-No puedo, me corre prisa.
-Pues entonces... hay aseos en el barco. Son los que más cerca te quedan. Sube –respondió Danny.
Él trepó por unas escalerillas y a mí me llevó en brazos. Una vez en el barco, me dijo:
-Vete recto y luego a la derecha.
Yo iba a seguir sus instrucciones, sin embargo, mientras continuaba recto escuché un grito parecido al de un bebé llorando, o al de un gato que maúlla. El sonido provenía de una habitación situada a la izquierda, y me detuve allí durante un instante.
-¡Eh, chavalita, te he dicho que el baño estaba a la derecha! –gritó Danny.
-Ya, pero...
-A la derecha, ¿no me entiendes? ¿Y no decías que tenías prisa? ¡Pues corre, vete a aliviarte!
Asentí con la cabeza y obedecí, a pesar de que el sonido continuaba en uno de los departamentos de la izquierda. Me resultó extraño que Danny hubiese sido brusco conmigo.
No había pasado ni un minuto cuando noté que el barco se movía más. Sin duda, estaba en marcha. Eso no me gustó; Danny no me había pedido permiso para dar vueltas. Y al salir del baño vi que el joven se hallaba al fondo del pasillo.
-Tengo que irme a casa –le dije-. No quiero dar vueltas.
-Ven –respondió.
Me acerqué un poco a él y añadí:
-Por cierto, ¿quién pilota?
-Mi amigo –me dijo.
-Pero, oye, tengo que irme a casa. Quiero volver.
Danny negó con la cabeza.
-Jacqueline, entra ahí, haz el favor –me pidió, señalando uno de los camarotes situados a la derecha.
-¡Pero Danny, que me tengo que marchar!
-¡¡¡Te he dicho que entres!!! –bramó.
Me tapó la boca con una mano, y con la otra me agarró y me empujó a la habitación. Después me soltó completamente y yo me quedé temblando, temiendo por lo que Danny me fuese a hacer.
-Déjame marchar –le pedí-. Y no me hagas daño. Por favor, no me toques.
-Nos vamos a Dover –respondió.
-¡¡¡No!!! ¡Quiero irme a casa! ¡Da la vuelta!
Danny negó con la cabeza. Yo corrí hacia la puerta y salí del camarote. Me dirigí a uno de los cuartos de la izquierda, del que había provenido el sonido. Pero Danny me alcanzó y me agarró antes de que yo pudiese entrar.
-¿Qué era lo que hacía ruido? –le pregunté.
-Mi gato –declaró Danny-. Y no andes metiendo las narices en todo.
-¿Puedo ver el gato?
-¡¡¡No!!! Tiene... sarna. Por eso lo encierro.
Logré abrir la puerta y hacerle cosquillas a Danny. Éste me soltó durante un instante que aproveché para entrar en el camarote, iluminado por una lámpara. Sobre el lecho se hallaba una caja, sin tapa por arriba, y un bebé durmiendo dentro. Eso me extrañó enormemente, y no volví a fiarme de Danny.
-¿Qué hace este niño aquí? –le pregunté-. ¡No será hijo tuyo!
Danny entró en el cuarto y negó con la cabeza.
-No lo es, pero delante de mi padre tendré que aparentar que sí. Al igual que tú tendrás que fingir que eres la madre del bebé.
-¡¿Qué?! ¡No cuentes conmigo!
Danny cerró la puerta.
-Jacqueline, cálmate. No va a pasar nada –dijo-. Déjame que te lo explique. Mi padre está en Dover, en su lecho de muerte. Y en vez de dejarme a mí la mayor parte de la herencia, tenía pensado dejársela a mi hermano mayor, ya que él está casado, y según mi padre, necesita el dinero más que yo, porque él debe mantener a la esposa. Por eso he ideado un plan para quedarme con la mayor parte de la herencia.
>> Le he dicho a mi padre que estoy casado y que tengo un hijo. Estuve años sin verlo, por eso puede resultar creíble. Él estaba en el norte de Inglaterra, es que ahora lo he traído a mi casa. Eso sí, le he contado que lo invité a mi boda, pero que la invitación debió de extraviarse por el camino. Y él quiere conocer a sus supuestos nuera y nieto. Por eso tú debes ir conmigo a nuestra casa de Dover, con el bebé en brazos. Mi padre tiene que veros, y ya está. Luego te dejaré marchar. Esto es lo que quiero de ti, lo que siempre he querido.
Me quedé muy aturdida.
-Entonces... ¿me has mentido todo el tiempo? –pregunté, conteniendo las lágrimas.
-Haz lo que te pido.
-¿Me has estado utilizando, no me quieres de verdad?
-¡¡¡Haz lo que te pido!!!
Él no me respondía, pero, aunque yo me negaba a aceptarlo, estaba claro que Danny me había estado utilizando todo el tiempo. Y era para engañar en el lecho de muerte a un pobre hombre que además era su padre. Me había seducido para eso. Todas las palabras bonitas que me había dirigido habían sido mentira, una tras otra. Yo no podía creerlo. Deseaba que todo fuese un sueño.
-No... tu padre no se va a creer que yo tengo un hijo –comenté a la desesperada, para ver si Danny me dejaba marchar-. Soy demasiado joven, y tengo cara de niña, aún aparento menos edad de la que tengo.
-A los quince años, una chica ya puede tener hijos –rebatió Danny-. Además, mi padre no ve muy bien. No se fijará demasiado en tu cara. Así todo, tú eres la apropiada, Jacqueline. Me gustan las chicas rubias y delgadas. Y mi padre lo sabe. Y también eres muy adecuada para esto por tu discreción. Te conozco mejor que tú a mí, y sé que no le has hablado a nadie de mi existencia. Eres... demasiado tímida como para contárselo a alguien, y si no es eso, es que temes lo que te puedan decir tus padres. Pero ahora, hazme un favor. Te necesito.
-No –dije, simplemente.
Danny se apoyó en la puerta.
-Mira, niña, si me obedeces, todo saldrá bien. Pero si no, puedo resultar un poco peligroso. Soy inteligente. He logrado hacerte aparecer hoy aquí, de noche, para que nadie te viese por el puerto. Si bien no has caído en la trampa de, supuestamente, venir a ayudar a un amigo mío, he sabido enfrentarme a ti para que vinieses corriendo a hacer las paces. Y... como no parecías muy dispuesta a hacerme caso, te he servido un producto apropiado para que te entrasen ganas de ir al baño, y así tuvieses que subir al barco. Además, físicamente te gano en todo. Aunque tú seas más guapa, yo soy más alto y más fuerte que tú. Tú eres una chavalita, y yo, un hombre. Puedo hacerte daño de un montón de maneras, aunque... si me obedeces, seguiremos llevándonos bien.
-Me has engañado –murmuré.
-No. Excepto en esos detalles que te acabo de comentar, nunca te he mentido.
Se me acercó.
-Y excepto también en la edad. Tengo veinticinco, te llevo diez años. Pero eso no importa –añadió Danny.
Me agarró de la cintura, y aunque lo intenté, no pude evitar que me besase en los labios. Debió de hacerlo para fastidiarme, para ponerme de los nervios. Cuando terminó, le escupí en la camisa y me limpié los labios con el dorso de la mano. Y él me empujó, haciéndome apoyar la espalda en el armario. No separó sus manos de mis hombros, para impedir que yo me moviese.
-Eres el mayor maleducado que he conocido en mi vida –le dije-. Sé que no te importa lo que pienso, pero quiero que lo oigas.
Fue lo primero que me vino a la cabeza, pero bueno, los ladrones con los que nos encontramos en Suiza, en aquella excursión del instituto, también eran grandes maleducados.
-Cállate –respondió Danny-. Te repito que te puedo en todo. ¿O quieres que te dé una paliza?
-No, por favor.
Me soltó y se acercó a la mesilla de noche. Sacó un cigarro y se puso a fumar. Era la primera vez que fumaba delante de mí.
Yo miré al bebé, que seguía durmiendo en la caja. Era muy rubio. Me dio pena de él, de que hubiese caído en las manos de Danny.
-¿De dónde lo has sacado? –le pregunté a Danny.
-¿Al niño? De un orfanato de Le Havre. Y dime, ¿fingirás ser su madre o no?-quiso saber-. ¿Fingirás ser mi mujer?
-Oye ,Danny, déjame marchar ahora. Por favor.
-Así que no quieres fingir, ¿eh? Te estás arriesgando, Jacqueline. Mucho.
-¿Has sacado al niño de un orfanato? –insistí-. ¿Lo has adoptado?
-No, claro que no. Me puse en la puerta del orfanato. Vi a una mujer que llevaba al niño, y yo le dije: “Déjemelo aquí a mí, yo soy uno de los encargados”. Y ella me hizo caso.
-Entonces lo has robado –comenté.
-Tranquila. Sus padres no lo reclamarán. ¡Es huérfano! –exclamó Danny, entre risas.
Me pareció deplorable que eso le hiciese gracia.
-¿Está bautizado? –le pregunté.
-Sí. Se llama Paul. Me lo dijo esa señora que lo llevó al orfanato. También me contó que el bebé había nacido el diecisiete de abril, y que la madre había muerto. Del padre no se sabe nada.
-Tiene cuatro meses –murmuré-. Creí que tenía aún menos, no está creciendo mucho, no lo estás alimentando bien.
-¡¡¡Pues quédate con él desde que lleguemos a Dover!!! ¡Adóptalo como hijo! –gritó Danny-. A ver si te gusta cambiarle el pañal, como yo, hace unos minutos.
El bebé se echó a llorar.
-¡Bah, yo esto no lo aguanto! –dijo Danny-. Y el barco está yendo lentísimo, voy a hablar con el piloto.
Danny abandonó el camarote. Yo me acerqué a la puerta pero no la pude abrir, Danny me había encerrado allí. Me senté en la cama y cogí al niño en brazos. Lo acaricié, susurrando:
-Tranquilo, Paul, no llores. No llores, Danny no nos va a hacer daño.
La habitación olía a tabaco y yo empecé a sentir náuseas, no me gusta nada ese olor. Observé que en vez del típico ojo de buey, el camarote contaba con una ventana más grande, de forma rectangular. Corrí un pasador y la abrí con la intención de que entrase aire fresco. Me asomé y descubrí que a muy poca distancia se hallaba el piso de abajo, con un bote allí mismo, en la cubierta, cosa que me produjo extrañeza. Y se me ocurrió escapar por la ventana.
El llanto del bebé había cesado. Lo cogí en brazos y lo apreté contra mi pecho cuando salté por la ventana, para que no se precipitase contra el suelo. Caí de cuclillas en el primer piso, haciendo ruido con los zapatos, y el niño volvió a llorar. Yo lo acaricié y le hablé con dulzura. Y él se quedó en silencio, se notaba que estaba falto de cariño.
El faro y las estrellas iluminaban la noche. Yo desaté el bote y dejé al bebé suavemente sobre el suelo. Agarré el bote con las dos manos, y costándome mucho trabajo, lo lancé al mar. Cogí de nuevo al bebé en brazos y bajé por las escalerillas del barco. Luego, armándome de valor, me lancé al agua (friísima) y me agarré con una mano al bote, mientras que con la otra sujetaba al bebé. Logré que él no se mojase, pero no pude evitar que se echase a llorar. Me subí al bote, con el niño, y me froté el cuerpo, temblando de frío. Dejé a Paul sobre mi regazo y cogí unos remos que había en el bote. Nunca había remado hasta entonces, sin embargo, sí que había contemplado competiciones de gente que lo hacía, e intenté imitarla.
Pensé que me iba a cansar menos. De todas formas, no entré mucho en calor. Me sentía como si estuviese soñando. Sólo deseaba llegar a casa, pero para eso, antes había que remar. Comprobé que podía hacerlo más rápidamente si me levantaba un poco sobre el bote, en vez de ir completamente sentada. Y remé así a partir de entonces, dejando al bebé sobre el suelo de la lancha.
Yo me guiaba por el faro. Me encontraba muy incómoda, entre la mojadura, el frío y el esfuerzo de remar. Parecía que el puerto se encontraba muy cerca, pero yo remaba y remaba, y no conseguía llegar. Descansé un poco, no podía más, y luego continué. No sé cuanto tiempo me llevó llegar, pero a mí me parece que como mínimo tres cuartos de hora, hasta que al final vi el puerto.
Fui con la lancha hasta la orilla, para no tener que nadar, cogí al bebé en brazos y me bajé del bote. Casi no me aguantaba de pie. Hice un esfuerzo y fui andando hasta una de las casas cercanas al puerto. Yo quería dejar al bebé en una de esas casas, a pesar de me daba mucha vergüenza pedirle a alguien que lo admitiese allí durante esa noche. Pero yo no sabía qué pensaría mi familia si me presentaba allí con el niño, seguro que me hacían un montón de preguntas, y lo único que yo deseaba era acostarme y dormir; sin dar explicaciones.
Golpeé la aldaba de la puerta más próxima y al cabo de un tiempo considerable, un hombre dijo al otro lado:
-Identifíquese.
-Soy... Jacqueline Lebon –respondí, extrañada de lo mucho que me temblaba la voz-. Perdóneme, pero he encontrado... un bebé abandonado. Necesito ayuda.
El hombre abrió una rendija de la puerta, dejando que una cadena mediase entre nosotros.
-Por favor, tiene que quedarse con el bebé esta noche –añadí-. Sólo ésta, le prometo que mañana por la mañana me lo llevaré a... otro lado. El niño es... tranquilo. Apenas llora.
-¿Dónde lo has encontrado?
-En... el puerto. Luego se lo explicaré mejor. Mañana. Pero ahora debo irme.
El hombre abrió la puerta y lo vi con más claridad. Era algo mayor, y el poco pelo que conservaba era de color blanco. Sostenía un candelabro.
-Está bien, tráeme al niño –respondió.
Se lo di y lo cogió en brazos.
-¿Y tú estás bien?- añadió-.Te veo pálida, mojada y temblorosa. Pareces muy cansada, ¿seguro que no quieres pasar?
-Tengo prisa, sólo...
-¿Sí?
-¿Puede traerme un vaso de agua? Por favor.
-Claro, hija, claro.
Bebí, le di las gracias y le pedí disculpas por haberlo molestado a aquella hora (eran, más o menos, las doce de la noche).
-No pasa nada, no te preocupes –dijo él-. Tú no tienes la culpa, es... esa gente desalmada, la que abandona niños, la que debería disculparse. Tú eres una buena niña, estás haciendo lo que debes. Venga, hasta luego, buenas noches, Jacqueline.
-Buenas noches.
Él cerró la puerta y yo intenté seguir andando. Pero comencé a encontrarme mal, a marearme, y me acerqué a la casa más próxima. Se trataba de la que estaba pegada a la de aquel hombre, a la derecha. Agarré el pomo y llamé, sintiéndome desfallecer.
-Me voy a desmayar –dije, mientras llamaba a la puerta-. Que alguien me ayude, me mareo.
Noté algo extraño, como si mi voz sonase desde lejos, y no recuerdo qué sucedió inmediatamente después, ya que perdí el conocimiento.
Más tarde vi gente a mi alrededor. Yo estaba acostada, y los demás armaron revuelo, exclamando que yo había abierto los ojos. Esto no lo recuerdo con gran claridad, no me encontraba bien del todo. Luego, un hombre me metió algo en la boca y me mandó tragar. Supongo que él era un médico.
Volví a despertarme por la mañana, y desde la cama, contemplé la habitación. Me pareció que era la misma que la de hacía unas horas, en la que había estado aquella gente. Ahora, una mujer que tendría aproximadamente la edad de mi madre, se hallaba a mi izquierda, en una silla. Me senté en la cama y ella se incorporó también.
-¿Cómo te encuentras? –me preguntó.
-Bien –declaré-. ¿Pero dónde estoy?
-Anoche te encontramos desmayada ante la puerta de casa. Te trajimos aquí, a esta habitación, y avisamos a un médico.
-Gracias por ayudarme –dije.
-¿Y qué otra cosa íbamos a hacer? Venga quédate aquí. Vuelvo enseguida.
Observé que yo no llevaba puesto el vestido mojado, azul oscuro y blanco, de la noche anterior; sino uno seco de color amarillo, uno que no me pertenecía. Oí unos pasos acelerados y en mi habitación entraron un niño y una niña pequeños.
-¡Mira, Sophie, ya está despierta! –le dijo el niño a su hermana.
-¡Dejadla! –les pidió su padre-. Dejadla tranquila, tiene que descansar.
Los niños de fueron y el hombre entró en el cuarto.
-¿Estás bien, te molesta que te hable? –me preguntó.
-Estoy bien, no me molesta.
Se sentó en la silla.
-¿Qué te pasó? ¿Te caíste al mar, o algo? –se interesó-. Porque estabas mojada, mi mujer tuvo que cambiarte el vestido.
-Sí, estuve remando y me mojé algo –respondí.
-Bastante.
-Sí, bastante. Me caí de la lancha. Remé y me cansé mucho. Luego empecé a encontrarme mal.
La mujer entró en el cuarto con una taza de chocolate caliente para mí. Al terminar me marché de la casa, tras haberles asegurado a ellos que me encontraba bien. Me dieron una bolsa para que llevase allí mi vestido mojado, y seguí con el otro puesto (me lo regalaron). Entonces, me dirigí a la casa de al lado y llamé a la puerta.
Esta vez abrió una mujer, no el hombre de la noche anterior.
-Soy... la de ayer, Jacqueline, la que ha traído al niño –expliqué.
-¡Ah, pasa! Pero... mira... nuestro hijo y su mujer desearían quedarse con el bebé. No sé qué te parecerá a ti...
-Muy bien. Yo no sabría qué hacer con él, ni adónde llevarlo.
Les di, a ella y a su marido (el hombre de la noche anterior), los pocos datos que yo conocía sobre el bebé. Y lo peor fue cuando ellos me hicieron la pregunta ineludible de: “¿Dónde decías que lo habías encontrado?”
-Subí a un barco, y... un chico lo tenía allí. El chico pretendía quedarse con el bebé para hacer unas trampas y cobrar una herencia –expliqué-. En Le Havre se hizo pasar por un encargado del orfanato, y se quedó con el bebé. Pero ese chico no lo cuidaría bien. Menos mal que pude quitárselo.
-¿Y cómo lo hiciste? –preguntó la mujer.
-El chico se marchó un momento, y entonces me escapé con el niño.
-Y eso sucedió anoche, ¿verdad? –intervino el hombre.
-Sí –respondí.
-¿Y qué hacía una chica tan joven como tú, una niña, sola a esas horas? –quiso saber la mujer.
Me puse colorada.
-¡Por favor! No le hagas esas preguntas a la pobre niña, que parece formal –dijo el hombre-. Sus motivos tendría, y no nos interesan.
Sonreí en señal de agradecimiento.
Si eso había sido un mal trago, en casa no lo pasé mejor. Procuré ir rápido, deseando que aún siguiesen todos en cama, meterme yo en la mía, y así aparentar que había permanecido allí toda la noche. Pero no lo logré. El primero en verme fue Guillaume, desde la ventana. Eso ya me dio mala espina, pues, aunque los demás se hallasen durmiendo plácidamente, él se mostraría encantado de informarles de que yo venía de fuera. Entré en casa y escuché a Guillaume diciendo:
-¡...sí, viene ahí, la he visto!
Él, Auguste y Georges bajaron las escaleras corriendo.
-Le has hecho llorar a mamá –me acusó Guillaume-. Estaba preocupada por “la nena”, es decir, que se volvió loca y nos despertó.
-¿Cómo?
-¡Que dijo que no estabas, y se sentía culpable porque acababais de discutir, y ella creía que te habías ido por eso!
-¡No, no me fui por eso!
-Ya veo –añadió Guillaume-. Ese vestido es nuevo, ¿no? ¿Te has marchado para comprarlo?
-¡No! Fue... un accidente. ¿Y dónde está mamá?
-Está buscándote por fuera, con papá– respondió Auguste-. Georges y yo salimos a las seis de la madrugada para ver si te encontrábamos.
-¿A las seis?
-Sí. A las cinco y media hubo un ruido. Era un cuadro que se había caído, pero mamá se levantó, entró en tu habitación y no te vio. Se puso toda nerviosa, lloró, y papá tuvo que intentar tranquilizarla a pesar de que él tampoco estaba tranquilo.
Me quedé pensativa. Yo nunca había visto a nuestra madre llorando.
-¿A qué hora te marchaste? –me preguntó Georges, suavemente.
-A las once y diez –admití.
-¡¿Has pasado toda la noche fuera?! –bramó Auguste-. ¡Tendrás una muy buena explicación que darnos acerca de lo que te ha sucedido! Mira, hermanita, esto es una vergüenza. Menos mal que tu tontería ha coincidido con los días de permiso que le hemos dado a la criada. Sería bochornoso que ella se enterase de esto.
Yo iba a responderle, no de muy buena manera, pero Georges me preguntó:
-Jacqueline, ¿qué te pasó? Eso no es propio de ti.
-Me fui porque... –empecé a decir.
Pero no continué. Antes tendría que explicarles que yo había estado quedando con un chico llamado Daniel Brian Thompson, que él había fingido un enfado para que yo lo echase de menos, y así atraerme a la cita nocturna... Yo debería admitir también que, anteriormente, Danny había ejercido una fortísima atracción sobre mí, que había estado enamorada de él... y yo no quería contarles eso a mis hermanos. Seguro que me reñían. Y yo ya había aprendido por mí misma, no me hacía falta que ellos me reprendiesen para que escarmentase.
Anímicamente, yo no me encontraba bien del todo. Hasta hacía horas, Danny había sido una persona admirable para mí, pero de repente, las cosas habían cambiado y comencé a sentir lo contrario. Y eso es difícil de asimilar.
-Sí, ¿por qué te fuiste? –añadió Georges.
-Fue un error –dije-. Cometí un error, nada más.
-No te entiendo, explícalo mejor –me pidió Auguste.
Pero no tuve que responder en aquel momento, ya que llegaron mis padres. Me abrazaron los dos, y yo me di cuenta de que tenía que explicarles lo que había pasado. Ellos querían saberlo, seguro.
-Yo... iba a volver pronto –dije-. No pretendía pasar todo ese tiempo fuera, pero...se me complicaron las cosas.
-¿Qué te pasó, cariño? –preguntó mi madre.
-No le da la gana de contarlo –intervino Auguste, notablemente enfadado-. Y eso que estuvo fuera de once y diez de la noche a nueve menos cuarto de la mañana.
-Puede que se quedase muy afectada y que no se sienta preparada para afrontar los hechos –respondió Georges-. Por eso, no la fuerces.
-Pues si no está preparada para hablar de eso, es una cobarde –dijo Auguste.
-¡¡¡Si hubieras pasado por lo que yo, a lo mejor no decías eso!!! –grité.
-A lo mejor, pero... se me hace muy difícil ponerme en tu lugar e imaginarme lo que has vivido, porque, como no lo cuentas... –dijo Auguste, con burla.
-No le hagas caso –me susurró Georges al oído-. Yo quiero ayudarte, y cuando te decidas a contarlo, sea lo que sea, no me voy a burlar. Y... tranquila. Ya ha pasado todo, ahora estás a salvo.
Todos, excepto Guillaume y yo, entraron en el salón.
-Jacqueline, si no te da la gana de contarlo, haces bien en callarte –opinó Guillaume-. Porque si lo cuentas, ya sé que te vas a echar a llorar; que los demás van a decir: “¡Oh, pobrecita nuestra niña!” ; y empezaréis a hablar de un tema que tú quieres olvidar. Es mejor ahorrarse toda esa tontería.
Por una vez, las palabras de Guillaume me hicieron sentir cómoda. Me fui a mi habitación, y precisamente él, mi hermano pequeño, se acercó a llamarme unas horas después.
-Están hablando de ti –me dijo, con un tono educado que yo a él le había escuchado muy pocas veces hasta la fecha.
Me tomó del brazo y bajamos juntos las escaleras. Nos quedamos de pie, al lado de la puerta (cerrada) de la cocina y escuchamos lo siguiente:
-... no, ¡no está loca! –decía Georges.
-Ya, pero si tiene problemas, a lo mejor le viene bien hablar con un psiquiatra –respondió Auguste-. Aunque, creáis lo que creáis vosotros, yo pienso que es todo tontería, que no lo quiere contar para hacerse la importante, como diciendo: “Paso la noche fuera pero no me digno a explicar por qué”. Y para eso, lo mejor es ponerse serios y obligarla a que lo cuente. No dejarla en paz hasta que lo explique. Y si eso no funciona, entonces sí, amenazarla con llevarla al psiquiatra. Y como no va a querer ir, lo va a contar, ésa es la solución.
Me irrité al oírlo. Me entraron ganas de pasar a la cocina a discutir con Auguste, pero me contuve, pues lo mejor era seguir escuchando.
-Lo que menos conviene es forzarla e intimidarla – lo contradijo mi padre-. Ya habrá sufrido por la noche, ¿no?, ¿no lo pensáis? Pues que no sufra ahora por nuestra culpa.
-Sí, algo debió de pasarle por la noche, para tardar tanto –supuso Georges-. Pero antes ya estaba mal, por la tarde la noté... distinta. Lo que no entiendo es por qué se marchó por la noche, a las once.
-Fui demasiado dura con ella –intervino mi madre-. Yo creía que ocultaba algo, la noté muy rara. Por eso le pedí que me contase qué pasaba. Ella se enfadó mucho, y... seguro que se marchó por eso. Sólo es una niña –añadió, con voz temblorosa-. Le exigí demasiado.
-No me fui por eso –susurré, aunque la distancia le impidiese oírme.
-Nunca se exige lo suficiente –declaró Auguste.
Definitivamente, me enfadé con él. Sólo lo decía para hacerse el interesante.
-Seguro que no se fue por eso –intervino mi padre-. La niña no es así. Igual salió al jardín un momento, por lo que fuese, y... luego le pasó cualquier cosa, se la llevó alguien...
-Pero ha vuelto, y no tiene heridas –respondió Georges-. Eso es lo que importa.
Luego, el propio Georges sacó otro tema de conversación; y Guillaume y yo salimos al jardín.
-¿Ves? Por detrás hablan de ti –me dijo mi hermano pequeño-. Y yo, cuando me burlo de ti, te lo hago por delante, a la cara.
-Es que ellos quieren saber qué me pasó, pero... si se lo cuento, van a juzgarme, a decir que fui una tonta por haberle hecho caso a una cierta persona... y yo ya sé que me equivoqué; no quiero que me lo anden reprochando todo el tiempo. Además, ellos... seguro que se preocupan al oírlo, y que... lo consideran un problema grandísimo, mayor de lo que ha sido realmente.
El gato se acercó y Guillaume lo cogió y lo dejó sobre los muslos mientras lo acariciaba.
-Sí, son bastante pesados –comentó-. Al igual que cuando yo rompo un jarrón, ¡es un jarrón, vamos a seguir viviendo todos maravillosamente sin él! Pero hay que ver cómo se ponen.
Yo también acaricié al gato.
-¿Dices que te metiste en un lío por haberle hecho caso a quien no debías? –preguntó Guillaume-. Tranquila, no te pido que me cuentes nada, sólo es un comentario.
-Sí, fue por eso. Mira, Guillaume, tú no eres así drástico, ni depresivo. Ni me reñirías, claro. Así que si supieses guardarlo en secreto, te contaría a ti lo ocurrido aquella noche. Y digo en secreto porque no quiero que Auguste se entere por ahora. Ya que me quiere forzar, que se fastidie.
Guillaume sonrió.
-Sí, habló de ti con poco cariño –admitió-.Y... yo normalmente no tengo secretos que guardar. Los guardan los demás a mi espalda, porque me consideran un niño pequeño al que no se le puede contar nada...
-¡Eh, que a mí también me pasa eso!
-Bueno, pues ahora vamos a ser los pequeños los que guardaremos el secreto ante los grandes. Ya verás, nos vamos a divertir. Le diré a Auguste: “Sé algo que tú no sabes y no te lo voy a contar”. Ya verás cómo se pone.
Cogí al gato, y mientras lo acariciaba, empecé a contarle a Guillaume lo que me había ocurrido. Comencé hablándole de Danny, le confesé que había quedado con él muchas veces y que me gustaba. Y mi hermano pequeño se rió, casi se lo tomó a broma, pero yo prefería eso antes de que me reprendiese y se pusiese serio, como harían mis padres si se lo contase a ellos.
Seguí hablando y Guillaume volvió a reírse cuando le conté el motivo por el que yo había subido al barco de Danny. Así se encontraba Guillaume, riéndose, cuando vino nuestra madre a pedirnos que fuésemos a comer.
-Mamá, no me marché por estar enfadada contigo –expliqué -. Fue... una cosa mía, no lo volveré a hacer.
-¿Ahora estás bien? Mira, no sé qué te ha pasado, y temo que haya sido algo muy grave por no querer contarlo. No te voy a forzar a que me lo expliques si no te sientes preparada, sólo quiero saber cómo te encuentras ahora.
-Estoy bien. No me pasó nada grave. Te lo explicaré... después.
Guillaume estaba escuchando y sonrió.
-Le llevo ventaja –me dijo él al oído-. Yo ya sé quién es Danny.
Y al terminar de comer entré en el cuarto de mi hermano pequeño a contarle la historia completa. Al final me sentí mejor, como si me hubiese liberado de un peso que me oprimía. Y esa sensación me duró unas horas, pero por la noche me asusté, temí que Danny hubiese averiguado mi dirección y se acercase a hacerme daño. El miedo se apoderó de mí y no pude dormir hasta que le pedí a mi madre que viniese a dormir a mi lado. Creí que me sentiría mejor si les contaba lo ocurrido también a los demás, no solamente a Guillaume. Y al día siguiente me decidí a hacerlo. Entré en el salón con Guillaume, y él les dijo a Auguste y a mi padre:
-Yo ya sé lo que pasó, y vosotros no. Lo sé desde ayer al mediodía.
-¡Pero bueno, se lo cuentas a él, que apenas se preocupó cuando te marchaste; y a nosotros, que te fuimos a buscar de noche, nada! –gritó Auguste.
-¡¿Qué sabrás tú si me preocupé o no?! –respondió Guillaume-. ¡Lo que pasa es que tienes envidia porque yo estoy enterado de un secreto y tú no! ¡Pues te aguantas, Auguste!
-No me voy a aguantar, porque tengo derecho a saberlo. A ver, Jacqueline, déjate de tonterías y cuéntame ahora mismo lo que pasó. Ahora mismo.
-Pues te lo iba a contar, pero ya que te pones así, no lo haré.
Auguste profirió un insulto contra mí, y mi padre soltó el periódico que estaba leyendo y se levantó para reñirle. Yo cogí el periódico, con la intención de pasar las páginas mientras los demás discutían, y me sorprendió enormemente ver allí una foto de Danny. El título de la noticia era: “Detenido ladrón de barcos”. Leí la noticia y descubrí que el barco que Danny hacía pasar por suyo propio, era en realidad robado. La misma noche que yo había pasado fuera, , la policía lo había descubierto en alta mar, casi al alba. La noticia explicaba que Danny había declarado: “Mi barco está averiado y necesitaba otro para transportar a unas personas a Dover. Pero iba a devolverlo”.
Yo no me creí que fuese a cumplir esa última frase, y me pregunté si esas personas seríamos el bebé y yo. Además, el periódico explicaba que Danny pasaba la mayor parte del tiempo viviendo en Le Havre o en Dover, por lo tanto, me quedé tranquila al saber que seguramente no me encontraría con él por Calais. Por cierto, el que pilotaba el barco, el amigo de Danny, era un cómplice del robo. Los dos estaban ahora detenidos.
Miré la foto de Danny. No aparecía mientras lo arrestaban, sino que era un retrato de cara, no de cuerpo entero, de Danny en otro momento. Salía sonriendo, con esa sonrisa que tantas veces me había dedicado a mí en falso. Llevaba la raya al lado, como acostumbraba a hacer él, y no se había quitado las gafas para la foto.
Guillaume se hallaba a mi lado, haciendo botar una pelotita mientras papá y Auguste gritaban.
-Eh, mira esto, es Danny –le susurré.
-Vaya, tiene cara de tonto –observó-. Tal como me lo imaginaba.
-No. Es guapísimo y tiene pinta de interesante. A mí me volvía loca. Parece un estudiante universitario, pero... ya sé que no lo es, y que se trata de un grandísimo sinvergüenza.
-¡Mira que robar barcos! –exclamó Guillaume tras haber leído la noticia-. Los piratas lo hacían con más estilo.
Auguste y mi padre se hallaban ocupados discutiendo, entonces recorté la noticia de Danny del periódico. Abandoné el salón y me encontré con mi madre y con Georges, que estaban hablando en las escaleras. Auguste y mi padre se calmaron, y se fueron con Guillaume al puerto. Mi madre y Georges no quisieron ir. A estos dos últimos les enseñé la foto de Danny, tapando el titular de la noticia, y les pregunté qué les parecía el joven.
-Tiene cara de listo –opinó Georges.
-Sí, ¿quién es? –dijo mi madre.
-¡Un sinvergüenza, un estúpido! –respondí, vehementemente y conteniendo las lágrimas.
-Jacqueline, ¿qué tiene que ver contigo? –quiso saber mi madre-. Te prometo que me mostraré comprensiva, no me voy a enfadar, pero tienes que contármelo. ¿Te hizo algo aquella noche? ¿Por eso lo dices?
Me respaldé en una butaca del salón y declaré:
-No, excepto... que me decepcionó muchísimo. Me engañó.
Y expliqué todo lo que había sucedido. Fue más difícil contárselo a mi madre y a Georges de lo que había sido a Guillaume. Mi madre y Georges se horrorizaban con facilidad. Ella casi se atraganta con el agua (es que estaba bebiendo) cuando conté que para meterse conmigo (supongo yo), Danny me había besado en los labios.
-¡¿Le dejaste?! –me preguntó.
-¡No! –grité-. ¡Me dio... asco! ¡Después le escupí! Pero él me tenía agarrada y... no pude impedírselo.
La mirada de mi madre no me gustó demasiado y añadí:
-Es la primera vez que me pasa eso. Y además, yo no quería, no creas que...
-Sí, ya sabemos, ¿qué más pasó? –apremió Georges.
Seguí relatando lo ocurrido, y más adelante mi hermano comentó:
-Podías haber traído el bebé a casa.
-Pero si nos quedásemos con él... bueno, es que le llevamos muchos años-expliqué-. Seríamos como hermanos, pero... no sé si nos íbamos a entender, si íbamos a estar compenetrados dada la diferencia de edad. No me gustaría tener un nuevo hermano ahora.
Georges miró a mi madre, y me preguntó a mí:
-¿Ni siquiera si fuese una niña?
-Sería lo mismo –dije-. ¿Pero qué pasa, es que...?
-No pasa nada –declaró mi madre-. Es normal que pienses eso, yo te entiendo.
Continué contando la historia y ellos volvieron a alarmarse cuando les dije que me había desmayado. Esa fue la última vez que me interrumpieron, luego seguí contándoles lo ocurrido hasta el final. Se quedaron callados y pensativos hasta que Georges me dijo:
-Los hombres no somos todos así, como Danny.
-Ya lo sé –murmuré.
-De esos hay... unos cientos en toda Francia, supongo. Pero hay millones de hombres legales. Lo que pasa es que los delincuentes llaman más la atención, y a veces parece que son mayoría. Sin embargo, no es así –explicó Georges-. Y eso sucede en todos los países igual. En todos. No le tomes manía a Inglaterra. Allí también hay gente que vale la pena.
Georges nos miró a mi madre y a mí. Él debió de pensar que mi madre quería decirme algo, por lo tanto, se fue.
-Escucha, quiero que sepas que... –empezó a decir ella.
-Ya sé. Ya sé lo que debo hacer. No debería haber salido de casa a esa hora sin decírselo a nadie. Fui una tonta.
-No. No digas eso. Sé que vas a tener más cuidado si te sucede algo parecido. No te preocupes. Seguro que personas más maduras y con más experiencia que tú han tenido también la mala suerte de ser engañadas por Danny. Entonces no me extraña que hubiese sido capaz de engañarte a ti. Pero yo estoy muy orgullosa de lo que hiciste. Esa noche no podrías haberte portado mejor. Estoy muy orgullosa de ti.
-¡Pero si me marché sin avisar!
-Me refiero a lo que hiciste después. Claro que te marchaste, sin embargo tú querías volver pronto a casa. Nunca tuviste la intención de irte lejos con Danny, ni siquiera cuando creías que era de fiar. Y al descubrir sus intenciones, te negaste a colaborar con él, a pesar de sus amenazas. Y liberaste al bebé. Todo eso contrarresta tu travesura de irte de casa a las once sin avisar.
-Bueno, puede ser. Y... esto, lo que me pasó, ¿se lo cuentas tú a papá cuando vuelva? Yo ya se lo conté a Guillaume, y estoy cansada de hablar de eso.
-Sí, claro, ¿y a Auguste?
-Bueno, sí, como quieras. Total, está enfadado conmigo.
Le dejé el recorte de periódico con la noticia de Danny y me marché.
Auguste llamó a mi habitación después de comer. Creí que era para incordiarme.
-Guillaume es pequeño y se lo perdono, pero es una vergüenza que un chico de veinte años ande en estas tonterías de molestar a los demás –le dije.
-Ya, me porté mal –admitió-. Te llamé cobarde... y no lo eres. Mamá me ha contado lo que te ocurrió en el barco... bueno, lo que pasó esa noche, ya sabes, y... ¡estuviste tan bien...! Yo no habría sido capaz de hacer nada, me habría asustado, y...
-Yo estaba muy asustada. Muchísimo. Por eso me escapé del barco, por miedo a lo que me pudiera pasar dentro.
-Así todo eres muy valiente, Jacqueline. Y ahora comprendo que antes no estuvieses preparada para hablar de lo ocurrido.
-No era eso, es que no quería que me riñeseis.
Él sonrió.
-Por eso empezaste contándoselo a Guillaume, ¿verdad? –dijo-. Porque él jamás te reñiría.
Me alegré de que se lo tomase a broma, y de que me comprendiese.
Ahora estamos a punto de volver a París; desgraciadamente van a terminarse las vacaciones. Te escribiré cuando ya haya comenzado el curso, para contarte qué tal me va todo.
Besos,
Jacqueline.