sábado, 20 de septiembre de 2008

CUENTO Nº5 AVENTURAS CERCA DEL MAR

Baltimore (Irlanda), julio de 1904

Queridos mamá y papá:

A pesar de las peripecias que tuve que vivir, estoy contento de encontrarme en Irlanda. Wendy, la amiga que invitó a Jacqueline Lebon a su casa de veraneo, es amable, y mis compañeros de viaje también. ¡Y decir que al principio iba a viajar Jacqueline sola! Bueno, sus padres no le dejaron, así que la acompañamos Auguste, Georges ,Guillaume (sus hermanos) y yo.

La madre de los hermanos Lebon intentó impedir por todos los medios que el pequeño Guillaume-Thomas participase en el viaje. Ese niño es muy travieso, y varias veces ya nos hemos metido en problemas por su culpa. Sin embargo, todos nos comprometimos a cuidar bien de él, y el muchachito logró aprobar todo en junio después de suspender cinco asignaturas en Navidades, entonces, finalmente vino con nosotros.

Y ya sabéis que yo fui con los hermanos Lebon porque Georges me lo pidió. Jacqueline se tomó muy mal la noticia de que el curso que viene yo no voy a estar con ella en París, al tener que irme a Bremen con vosotros. A mí Jacqueline no me dijo nada, sólo puso cara de pena cuando se lo conté. Pero Georges me dijo que la muchacha lloraba por las noches porque no quería que yo me fuese. Al principio nadie se dio cuenta, pero su madre entró en la habitación de la niña a llevarle una toallas y la vio llorando en la cama. Le preguntó qué sucedía, y Jacqueline le contó que sus compañeros de clase eran unos sinvergüenzas, que el único que valía la pena era yo, el que se iba a marchar. Le dijo que no iba a tener amigos el curso siguiente, porque Georges ya acababa en el instituto este curso, y Guillaume tenía unos amigos muy traviesos y ella no quería andar con ellos. Por eso Georges me pidió que los acompañase, para que Jacqueline volviese a verme. Y sigo manteniendo eso de que a ella la quiero como una hermana, no penséis que es mi novia.

De París a Le Havre fuimos en tren. Esa etapa del viaje fue divertida, las dificultades empezaron más adelante. Luego, en Le Havre, iniciamos el viaje en barco. No era directo a Irlanda, sino que primero iba a la isla de Wight (Reino Unido). Jacqueline se alegró (menos mal), porque le gusta el inglés, y ésa era la primera vez que ella estaba en el Reino Unido.

Pasamos casi tres días en un pueblecito de la isla de Wight, aunque lo previsto era permanecer allí durante unas pocas de horas. Los Lebon y yo dimos unas cuantas vueltas por allí, y más tarde volvimos al barco. Auguste y Georges se quedaron asomados a la borda. Guillaume y yo entramos en nuestro camarote, y Jacqueline en el suyo. Pero Guillaume se dio cuenta de que había perdido una pelota de tenis que llevaba en el bolsillo, y quiso salir del barco, para buscarla o para comprar otra. Le dije que tenía que ser en un momento, porque el barco se iría en media hora. Y él aceptó. Además me dijo:

-Joachim, tendremos que avisar a Jacqueline. Ella sabe más inglés que nosotros, nos defenderemos mejor con ella.

Y así lo hicimos. Salimos los tres del barco, lo malo es que lo hicimos por unas escaleras por las que nadie nos vio.

Anduvimos por el puerto. Guillaume creía que la pelota se le había caído por allí, pero no la encontró. Nos alejamos un poco, muy pendientes del reloj, porque Guillaume quería comprar otra. Adentrándonos en el pueblo, Jacqueline le preguntó a un hombre en dónde se vendían pelotas de tenis, pero éste no sabía.

-Es mejor dar la vuelta –opinó entonces la chica.

-Claro, porque el que quiere la cosa soy yo –protestó Guillaume-. Como quisieras tú una faldita o algo así, no dirías eso.

-Tu hermana tiene razón, si nos retrasamos, perderemos el barco –intervine.

Guillaume adoptó una mueca de contrariedad, pero pronto sonrió, señalando algo con el brazo. Miré adonde él indicaba. Había un gato subido a un árbol. No debía de tener dueño, porque nadie, excepto nosotros, le prestaba atención. Y Guillaume empezó a trepar por el árbol.

-¡Baja de ahí! –le ordenó Jacqueline.

Pero el jovencito siguió agarrado al árbol, miró un momento hacia atrás, y sonriendo, le sacó la lengua a su hermana. Siguió trepando... y se cayó. Él gritó y Jacqueline también. Guillaume estaba tendido en el suelo, y su hermana y yo nos acercamos rápidamente. El muchachito gritaba de dolor. Jacqueline se arrodilló a su lado.

-Guillaume, ¿qué te pasa? –le preguntó.

-Es... mi tobillo. ¡Ay! ¡Me duele mucho!

La chica le tocó el tobillo derecho, y su hermano pequeño profirió un grito de dolor.

-¡Creo que me lo he roto! –añadió él.

Estaba llorando.

-Necesitamos ayuda –me dijo Jacqueline, y le preguntó a su hermano-: ¿Puedes levantarte?

Jacqueline y yo intentamos ayudarle a levantarse, pero no lo conseguimos. Pasaba alguna gente por la calle, y un hombre empezó a hablar en inglés. Jacqueline le contestó algo, y el hombre cogió a Guillaume en brazos. Jacqueline volvió a hablarle y el señor comenzó a andar, aún con Guillaume.

-¡Dile que tenemos prisa! –le pedí a Jacqueline.

-¡Ya se lo he explicado! Y él me ha dicho algo de un médico. ¡Pero Joachim, no podemos ir a un médico ahora, tenemos que volver al barco! Seguro que allí hay algún médico.

El inglés se acercó a un coche de caballos, habló con el cochero y metió dentro a Guillaume. A nosotros también nos empujó adentro, y el cochero se puso en marcha.

-¡¡Quedan diez minutos para que se vaya el barco!! –gritó Jacqueline.

-Tranquila –respondí -. Auguste y Georges...

-¡Piensan que estamos en el camarote! ¿No lo entiendes? Tú y Guillaume estabais en un camarote; mis dos hermanos mayores en otro; y yo, en otro distinto. ¡Así que ellos no se van a dar cuenta, no nos han visto irnos! Piensan que estamos dentro.

-Habla con el cochero –le pedí.

Ella me hizo caso, pero volvió a sentarse a mi lado, desilusionada.

-No para de repetir que lo de Guillaume es urgente –me explicó-. No quiere dar la vuelta.

Guillaume se quejaba de vez en cuando. Jacqueline se arrodilló a su lado a hacerle caricias en la frente, y a hablarle dulcemente. Algo más tarde, el reloj de la iglesia dio las siete. A esa hora se marchaba el barco.

-¿Y ahora qué hacemos? –dijo Jacqueline.

-Pues... no lo sé, no lo sé. Pero... mira... ahora, si se ha ido, no podemos hacer nada. Así que llevamos a Guillaume al médico, y luego ya se verá –contesté.

Pasaban los minutos y nos alejábamos del pueblo. El lugar por el que iba ahora el coche era una aldea. Eso me extrañó, y le pedí a Jacqueline que volviese a hablar con el cochero.

-Dice que el médico está de vacaciones en una aldea. El cochero cree que sólo hay ese médico en el pueblo.

Por fin nos detuvimos, casi media hora después. Nos hallábamos en un campo verde, en el cual había una sola casa, la del médico. Yo iba a pagarle al cochero, pero él me dijo (bueno, me lo tradujo Jacqueline) que ya le había pagado el hombre que habíamos visto en el otro pueblo. Cogí a Guillaume en brazos y comencé a andar, con Jacqueline a mi lado. Ella llamó a la puerta y abrió una mujer. Las dos hablaron en inglés, y pasamos adentro. Muy poco después apareció el médico y cogió a Guillaume en brazos, llevándolo al salón, adonde Jacqueline y yo también pasamos. El salón no estaba mal, pero a mí me gusta más el de la casa de Jacqueline. Y nada más entrar, Guillaume se acostó en un sofá y el médico comenzó a hacerle preguntas.

-No entiendo nada –dijo el muchacho.

Jacqueline iba a traducirle lo que decía el médico, pero éste comentó que sabía francés, y lo demostró. Examinó al muchacho, que gritó de dolor y se agarró a su hermana. Luego, en el salón aparecieron dos chicos que debían de ser los hijos del médico. Uno, el mayor, tendría unos 18 años. Se sentó al lado de Jacqueline y sonrió. Pero mi amiga no le hizo caso ninguno, sino que siguió observando cómo iba Guillaume.

A éste el médico le vendó el tobillo. Dijo que era una torcedura. Yo pagué la consulta y salimos, pero el coche de caballos ya no estaba fuera.

-¡Eh, se ha ido! ¿Y ahora cómo vamos al pueblo? –dije.

-Como no nos lleve el médico... –respondió Jacqueline.

Fui a hablar con él.

-No tengo en qué llevaros –me contestó-. Como no vayáis andando... y con este niño herido, no sé qué vais a hacer.

Salimos de casa del médico, con Guillaume apoyado en mí y en su hermana.

-Tenemos que ir andando –dije-. Aunque nos lleve mucho tiempo.

-¿Sabes el camino? –me preguntó Jacqueline.

-No –admití-. Pero... aquí no hacemos nada.

Anduvimos por el campo. Cuando Guillaume se cansó de andar apoyado en su pierna izquierda y en nosotros, yo lo cogí en brazos. Tiene doce años, va a hacer trece en octubre, pero no pesa demasiado. No está gordo, y es pequeñito. Su hermana es veinte centímetros más alta que él, ella ha crecido mucho en estos últimos meses, y sigue esbelta, como siempre.

Caminamos algo más de tres cuartos de hora. Entonces Guillaume se desplomó en el suelo. Yo pensé que se había desmayado, pero no; él mantenía el sentido, sólo era que estaba cansadísimo. Paramos a descansar a la orilla del camino. El cielo se estaba nublando, parecía que iba a llover dentro de un poco, y no había ningún lugar en donde refugiarnos. Guillaume se había acostado en el suelo, usando mi chaqueta como almohada. Y sintiéndolo, le dije:

-Tenemos que seguir, a ver si encontramos un refugio.

Lo cogí en brazos y nos pusimos en marcha. Desde el camino que recorríamos se veía el mar. Había una playa y Guillaume quiso bajar a la arena.

-No podemos, nos vamos a retrasar más –opinó Jacqueline.

-¿Cómo que retrasarnos, si no vamos a ningún lado? –contestó Guillaume.

-Vamos al pueblo –dijo su hermana.

-¿Para qué? No tenemos dinero para pagar un barco a Irlanda. Bueno, yo no tengo dinero nunca, papá y mamá quieren que me lo paguéis todo vosotros. Tienen miedo de que yo pierda las cosas, ni que yo tuviera cuatro años. Y... bueno, Auguste y Georges volverán al pueblo a buscarnos, pero eso no sucederá hasta dentro de un par de días. No van a volver tan pronto, primero tienen que llegar a Irlanda, y luego, volver por nosotros. Pero mientras tanto, ¡vamos a divertirnos sin tener que obedecer sus órdenes!

-Sus órdenes no, pero obedecerás las nuestras –le dije-. Aunque ahora estoy de acuerdo con ir a la playa.

Y fuimos. Allí no había nadie. La marea estaba relativamente subida, azotaba el viento y empezaba a llover. Nos resguardamos debajo de unas rocas que formaban una cueva. Guillaume vació sus bolsillos. Allí tenía chocolate, pan y medio plátano. Empezó a comer el chocolate, y yo saqué una botella de agua de mi mochila (menos mal que había salido del barco con ella). Jacqueline y yo no teníamos comida, y cogimos algunos trozos de la de Guillaume.

El muchachito volvió a quejarse del tobillo. Paró de llover, y Jacqueline seguía con la idea de ir al pueblo, porque ella quería buscar un lugar para pasar la noche. Nos levantamos, pero Guillaume se tambaleó, cayó al suelo y vomitó.

-¿Qué te pasa? –le preguntó su hermana.

-No me encuentro bien del todo –dijo Guillaume.

Volvimos a entrar en la cueva y el muchacho se acostó.

-Estoy muy cansado, me he cansado mucho andando –añadió.

Le di un poco de agua.

-Jacqueline, mira, Guillaume va a tener que quedarse aquí descansando durante horas –dije-. Tú si quieres vete a buscar en donde alojarte, yo me quedo con él.

-Es igual, me quedo con vosotros. No quiero que nos separemos.

Permanecimos los tres juntos, en la cueva. Yo me asomé a mirar si subía la marea, por miedo a que inundase nuestro refugio, pero estaba bajando. Pasaron las horas e intentamos volver al pueblo, sin embargo, nos quedamos en la cueva, pues Guillaume se mareaba al andar. Era de noche y le dije a Jacqueline que se acostase, que yo me quedaba de guardia, vigilando que no se nos acercase nadie. Ella tenía frío y le dejé mi chaqueta. Se acostó sobre la arena, usando mi chaqueta como edredón, y su sombrero como almohada. Así todo, ella temblaba de frío.

Yo me quedé en la entrada de la cueva, con Guillaume. Él también se acostó, pero no durmió, y la muchacha tampoco. Yo a ella no la veía; se había adentrado en la cueva, sin embargo, la escuché dando vueltas.

-Ya que nadie duerme, podríamos jugar a la baraja –sugirió Guillaume.

-Si la tuviéramos –respondí.

-¡Ah, es cierto, se me quedó en el barco! –exclamó Guillaume-. Pero entonces... ¡podemos jugar a los piratas!

-Me alegro de que estés mejor –comenté-. Pero no vamos a jugar.

Guillaume tardó casi una hora en dormir. A mí no me daba el sueño y estuve de guardia hasta las cuatro de la madrugada. Y entonces, aun consciente de ser poco caballeroso, me dispuse a avisar a Jacqueline, para que me relevase. Pero al adentrarme en la cueva escuché la acompasada respiración de la joven. Estaba durmiendo, y no quise despertarla. Volví al cabo de media hora. Ella ya se había despertado, estaba sentada.

-Quiero dormir un poco –le dije-. Si fueras a hacer tú la guardia...

-De acuerdo, iré.

-Perdóname, pero Guillaume está mal, y yo necesito dormir...

-No te preocupes.

-Si pasa algo raro, avísame –añadí.

Me desperté a las diez y media. Jacqueline me dejó dormir todo ese tiempo. Al salir de la cueva vi a la chica entrando. Guillaume se encontraba dentro, también despierto.

-Voy a bañarme al mar –me dijo Jacqueline-. Ya que no nos podemos duchar... Pero tienes que venir conmigo, tú nadas muy bien, y yo no.

Se quitó los zapatos y los calcetines, y se quedó de pie, esperando por mí. Yo me descalcé, me quité la camisa y me remangué los pantalones hasta las rodillas. Me acerqué al mar y toqué el agua con los pies. La noté muy fría. Jacqueline me cogió de la mano.

-No me sueltes, sobre todo, si viene una ola –me pidió.

-¿Quieres meterte mucho para dentro? –le pregunté.

-Hasta algo por encima de la cintura.

Seguimos avanzando y yo le eché agua a Jacqueline por la parte del vestido que le cubría la espalda. Ella se sacudió de frío, y luego me salpicó, a propósito. Cuando el agua le llegó a la cintura, yo la animé a seguir adelante. Me hizo caso, porque yo no la solté. Nos adentramos más en el mar, pero ella dijo que bastaba cuando el agua le llegó al pecho.

Vino una ola y tiró a la muchacha. Yo mantuve todo el tiempo mi mano agarrada a la suya. Y ella se incorporó, tosiendo y escupiendo.

-¿Estás bien? –le pregunté.

-Sí.

Saltamos más olas (Jacqueline no se volvió a caer) y yo cogí una tabla de madera que flotaba sobre el mar.

-Agárrate a esto –le pedí a la chica-. No tengas miedo, no te pasará nada. Yo voy a nadar un poco.

Ella obedeció y yo hice unos largos.

-Bueno, vamos –le dije al terminar.

Y salimos del agua. Jacqueline se iba tapando con los brazos, al temer que de mojado, su vestido perdiese la calidad de opaco. Luego se sentó en la arena. Al tenerlo húmedo, el pelo se le oscureció un poco, y se le onduló. Yo me puse la camisa y me senté de espaldas a mi amiga.

Una vez más secos, le dije a Jacqueline que había que ir al pueblo a comprar comida, ropa, y a hablar con los del puerto.

-Voy yo, tú quédate con Guillaume, que no te entiendes en inglés –me dijo ella, lacónicamente.

Besó en la cabeza a su hermanito y se fue.

Guillaume estaba algo mejor, hasta me dijo que quería bañarse en el mar, pero se lo impedí.

-Pues ahora yo soy el capitán pirata –me dijo-. Ya que ando cojeando, lo soy. Tienes que impedir que te secuestre.

Yo sonreí.

-Oye, ¿cómo lo haces? –le pregunté.

-¿El qué?

-Disfrutar así de la vida. Estamos aquí perdidos, tú estás malito, y sin embargo... sabes cómo divertirte.

-Hago lo que me gusta. Por naturaleza.

Jacqueline tardó tres horas en volver. Yo estaba preocupado, porque el pueblo no se encontraba tan lejos. Me enfadé conmigo mismo por haberle dejado ir a ella sola. Pensé que yo podría haber llevado a Guillaume en brazos, aunque me costase. Incluso estuve a punto de ir a buscar a la chica. Pero entonces llegó ella, arrastrando un colchón. Me entregó una bolsa con ropa, y unas monedas.

-Me ha sobrado esto del dinero que me has dejado –me dijo.

-No importa, quédatelo.

-Es tuyo. Yo tenía dinero, en el barco.

Me encogí de hombros y lo acepté.

-El barco salió ayer –me explicó-. Y los del puerto creen que regresará, como muy pronto, dentro de una semana. Tendremos que quedarnos aquí todo ese tiempo.

-¿Por qué has tardado tanto? –pregunté.

-Por el colchón, he tenido que esperar a encontrar un coche para traerlo. Fui a un hotel a buscar alojamiento. Como aquí no tenemos dinero suficiente, no nos prestan habitaciones, pero me han regalado este colchón. Está un poco roto, por un lado, pero es mejor que dormir sobre la arena.

-¿Y... no hay más hoteles?

-No. Sólo hay uno en el pueblo.

-Bueno... ¿has traído comida?

-Sí, pero no sé cómo la vamos a calentar.

Yo encendí unas ramas con el mechero, y allí cocinamos. Yo comí carne, y los demás, verduras. Jacqueline y Guillaume dijeron que la carne no les apetecía.

-Voy a dar una vuelta por ahí, vuelvo ahora –dije al terminar.

-No te bañes hasta que termines de hacer la digestión –respondió Jacqueline.

-Pareces mi madre.

-Sólo lo he dicho por tu bien.

Di una vuelta por cerca de la playa. No había nada, sólo algunos prados, y otros terrenos descuidados. Cuando volví, vi a Guillaume lanzando una pelota de tenis contra la espalda de Jacqueline, y a ella llorando.

-¡No te la he comprado para eso! –decía la chica.

-Ya sé que te suelo tomar el pelo, pero esta vez, de verdad que ha sido sin querer. Te lo prometo –respondió Guillaume.

-¿Qué te pasa, por qué lloras, te ha dado muy fuerte? –le pregunté a Jacqueline.

-No. Me he lastimado la mano con una roca.

-¿Qué mano?

-La izquierda.

Se la cogí.

-Es poca cosa, no te ha enrojecido –dije.

Jacqueline estuvo rarísima toda la tarde. En vez de mostrar su dulzura, como habitualmente, se dedicó a decirle a Guillaume que era un estúpido por haber querido salir del barco el día anterior. Y la muchacha se quejó de lo dolorido que tenía el cuerpo por haber dormido sobre el suelo.

-¡Pues yo también he dormido así, y tengo un tobillo torcido! –rebatió Guilllaume.

Jacqueline entró en la cueva para alejarse de él. Yo la seguí.

-No te pongas así, sé que lo pasas mal... –empecé a decirle.

-¿No puedo estar sola ni un momento?

-Sí, claro.

Ella salió a la playa unos minutos más tarde.

-Al menos, tenemos el colchón –le dije.

-Ya, pero tendremos que hacer un sorteo, para ver quién duerme en él.

-No hace falta. La mitad de esta noche, tú. Después, Guillaume. Por cierto, quédate con él ahora. Yo voy a dar un paseo.

Anduve por los mismos campos que anteriormente. Eso no me divertía mucho, sólo lo hacía para mantenerme ocupado. Estuve mirando el mar desde lo lejos y volví para cenar. De regreso a la playa no vi a mis amigos, pero al entrar en la cueva sí que los encontré.

Guillaume dormía con la cabeza apoyada en las piernas de su hermana. El colchón estaba a unos metros, el jovencito no lo utilizaba.

-Le he dado la cena y se ha quedado dormido –me contó ella-. Me parece que durmió mal de noche.

-Ya, como todos.

Ella se levantó y me trajo un trozo de carne.

-Te lo he guardado, yo ya he comido –me dijo.

Y se quedó mirando cómo cenaba yo. Estaba bastante seria. Ella se encontraba sentada a un lado de Guillaume, y yo al otro. Yo comí en silencio y ella a mí tampoco me dijo nada.

Jacqueline le levantó la cabeza a Guillaume, con suavidad, sin despertarlo, y se la apoyó sobre una chaqueta.

-Haces bien, tu hermanito te estaría lastimando tus hermosas piernas –comenté.

La joven me dirigió una severa mirada.

-No sabía que te fijabas en mis piernas –dijo.

-El vestido te llega hasta un poco más abajo de las rodillas, y afortunadamente, no estoy ciego. Y... sólo era un comentario, no era por meterme contigo.

Jacqueline me observó en silencio.

-Estás muy seria –le dije-. Si te preocupa algo, lo que sea, puedes contármelo. Sabes que yo no me burlo de ti.

Ella abrió un poco la boca, como si fuese a decir algo, pero enseguida la cerró. Me estuvo mirando, y finalmente hizo esta declaración:

-Antes, cuando me viste llorar, no era por haberme lastimado con una roca, como te dije. Lloraba porque... no quiero que te vayas a vivir a Alemania.

Y se echó a llorar otra vez. Las lágrimas le resbalaban por la cara, y enrojeció, pero evitó sollozar en un tono alto. Supongo que no querría despertar a Guillaume y no sólo por caridad, sino también porque al verla llorar, Guillaume se habría burlado de ella. Yo la abracé.

-Ahora no te preocupes por eso –le dije-. Ahora estoy aquí, aún no me he ido.

-Pero... el curso que viene... no voy a tener amigos –respondió, sollozando.

-Pues ellos se lo pierden, porque tú vales la pena. Anímate, no quiero verte así por mi culpa.

-Ya sé que no es culpa tuya.

-Bueno. Mira, alguna persona se va a dar cuenta de lo que vales. Ya verás. Y ahora estamos aquí, en una cueva, pero pronto vendrán a buscarnos tus hermanos, iremos a Irlanda con ellos, y veremos a Wendy, ¿no tienes ganas de verla?

-Sí.

-Y mientras tanto, hasta que lleguen ellos, me tienes a mí para lo que necesites. ¿Quieres dar un paseo por la playa?

-Sí.

Le tendí la mano para ayudarle a levantarse, y le pasé mi chaqueta por los hombros. Dimos unas vueltas por la arena y volvimos a entrar.

-Descansa –le dije-. Yo me quedo de guardia. No pienses en despertar a una hora determinada, si te necesito, ya te llamaré, pero ahora quédate tranquila.

Ella se adentró en la cueva y yo me dirigí a la entrada. Escuché crujir el colchón, seguramente Jacqueline se había acostado sobre él. Y yo sentí intensificarse la inquietud que se apoderaba de mí desde la tarde anterior. Me sentía nervioso porque Auguste y Georges no estaban con nosotros. No era la primera vez que nos perdíamos en una excursión, pero en el otro viaje, en el de Suiza, Georges, Jacqueline, Guillaume y yo habíamos permanecido todo el tiempo juntos (Auguste no había ido), y ahora no era así. Además, Georges había actuado de líder en aquella ocasión, y en ésta me tocaba a mí hacerlo. Yo ahora era el mayor del grupo, a falta de Auguste (de 20 años) y de Georges (de 17). Y eso me hacía sentir mal, ya que me preocupaba no cuidar suficientemente bien de Jacqueline ni de Guillaume. Aunque yo lo hacía lo mejor que podía.

Pasaron unas cuantas horas y no me apeteció despertar a Jacqueline. Yo ya la había despertado la noche anterior, así que en aquel momento hice lo propio con Guillaume. Me sorprendió ver que el muchacho dormía sobre el colchón. Jacqueline estaba lejos, sobre el suelo. Toqué a Guillaume en el hombro y susurré:

-Despierta, tienes que hacer la guardia.

-Me da un poco de miedo –admitió.

-Ayer la hizo tu hermana, hoy te toca a ti. Sólo es para que nos avises si sube la marea.

Me obedeció, y yo me quedé dormido en el colchón. Me despertó Guillaume a las diez.

-Jacqueline quiere bañarse en el mar, pero le da miedo sin ti –me dijo.

Me preparé y salí de la cueva. La joven me estaba esperando fuera. La cogí de la mano y nos bañamos, pero esta vez yo no nadé, y ella tampoco. La marea estaba más brava que el día anterior, por lo tanto, nos limitamos a quedarnos de pie, dejando que nos salpicase la espuma de las olas. Yo agarraba a mi amiga de la cintura cada vez que se acercaba una ola muy grande, para que no la adentrase en el mar. De todas formas, cuando íbamos a salir del agua, una ola nos empujó por detrás y nos tiró al suelo, en la orilla.

Al salir del mar, Jacqueline nos pidió a Guillaume y a mí que nos quedásemos fuera de la cueva, y ella se cambió de ropa dentro. Más tarde desayunamos, y Jacqueline lavó la ropa sucia en la orilla del mar. Guillaume se acercó a ella, a la pata coja (tenía un pie vendado) y se metió en el mar.

-¡Sal inmediatamente! –le ordenó la chica-. ¡Acabas de comer!

Él le sacó la lengua y se adentró más en el agua.

-¡Guillaume, puede ser muy peligroso! –corroboré-. ¡Además, hay resaca!

Él salió poco a poco. Se tocaba el vientre.

-No estoy bien –murmuró.

Y se echó boca abajo en la arena. Jacqueline y yo nos acercamos a él.

-¿Qué te pasa? –le preguntó su hermana-. Guillaume, mírame, ¿puedes darte la vuelta?

No obtuvo respuesta; Guillaume ni habló ni se movió. Jacqueline le frotó la espalda.

-¿Me oyes? –añadió-. ¿Qué te pasa?

Guillaume siguió sin contestar. Su hermana le tocó las mejillas y las manos.

-Tiene el cuerpo frío –me dijo-. Pero por lo menos creo que no ha perdido el sentido completamente, me ha agarrado un dedo.

Yo entré rápidamente en la cueva, llevando de paso la ropa que había lavado Jacqueline. En la cueva cogí mi chaqueta, y fuera, cubrí al muchacho con ella.

-¿Nada nuevo? –le pregunté a Jacqueline.

-No. Está quieto y no me contesta.

Ella le tocaba el pie derecho a su hermano. A él se le estaba desprendiendo la venda de allí por haberla mojado.

-Está helado –comentó Jacqueline.

Yo le toqué el pie a Guillaume, y era cierto que se encontraba muy frío.

-Algo sabrás –le dije a la chica-. Tu padre es profesor de Anatomía, algo habrás aprendido de él. Hazle... algo. No sé, el boca a boca.

Guillaume se incorporó de repente, empujó a su hermana y le apretó el hombro.

-¡No, no, no, no! –exclamó el muchacho-. Del boca a boca nada, ¡qué asco!

Jacqueline se estaba frotando el hombro izquierdo, en el suelo, por culpa del agarrón de su hermano.

-¡Mirad cómo sois! –gritó Guillaume-. En vez de decir. “¡Oh, pobre Guillaume, se librará de hacer guardia esta noche!”, pretendéis que me muera de asco. ¡Para eso no me hacía el inconsciente!

-¿Has fingido? –exclamó Jacqueline-. ¡Estábamos preocupados, nos has dado un buen susto!

Guillaume se abalanzó sobre su hermana, le volvió a apretar el hombro y le echó arena por el cuello de la camiseta (es decir, que la arena le pasó a ella por debajo de la ropa). Además, el muchacho le dijo algo al oído a Jacqueline. Ella le dio un empujón (eso me extrañó mucho) y se marchó corriendo. La vi entrar en la cueva y yo entré detrás.

-Espera, que me tengo que quitar la arena de debajo de la ropa –me dijo.

Salí a la playa y observé cómo Guillaume lanzaba piedrecillas al mar. Al cabo de unos minutos, Jacqueline se asomó a la playa.

-¿Puedo pasar? –le pregunté.

-Ahora sí.

-¿Qué ha sucedido? –le pregunté.

-Tengo el hombro rojo por culpa de lo que me ha hecho él, y no sabes cómo me duele. Y además, su insulto me ha ofendido.

-¿Por qué, qué te ha dicho?

-Ha venido a llamarme algo así como “basura”. Me ha ofendido mucho, más que todo lo que me ha dicho en la vida.

En ese momento, Guillaume entró en la cueva.

-¡Hola! –dijo, sonriendo-. ¿Queréis hacer una competición de...?

-¡¡Fuera!! –lo interrumpió Jacqueline-. ¡Eso no se le llama a una persona! ¡Si te hubiera dejado aquí tirado, con la pierna herida, y si me hubiese marchado al barco sin ti el día que nos perdimos, comprendería que me insultases! ¡Pero Joachim y yo te estamos cuidando! Vaya forma que tienes tú de agradecerlo.

Guillaume sonrió, diciendo:

-¿Qué es lo que te afecta, te...?

-Me afectas tú.

Jacqueline cogió una bolsa con sus pertenencias y se fue. Yo se lo permití, porque creí que ella estaba enfadada, pero que volvería en cuanto se calmase. Sin embargo , pasaban las horas y Jacqueline no regresaba. Yo me encontraba acurrucado en la cueva, moviéndome sólo de vez en cuando, para mirar si veía a la chica acercarse desde lo lejos.

Ella no se llevó la bolsa de los alimentos, así que Guillaume y yo comimos a la hora de siempre. Yo dejé un trozo de pescado, por si volvía Jacqueline; y Guillaume lo miró con ansias, pero no lo comió.

Permanecí horas sin hablar con Guillaume. No es que estuviese tan enfadado con él que no le quisiese dirigir la palabra, lo que sucedía era que yo no sabía qué decirle.

-Ella se ha ido sin dinero, ¿no? –me preguntó él al terminar de comer.

-Sí. El dinero lo guardo todo yo.

-Bueno... se está nublando el cielo, ¿eh? –comentó Guillaume-. A ver si encuentras algo con lo que yo pueda vendar mi pie. ¡la otra venda se me ha caído!

-Arranca una manga de tu camisa y véndate el pie con ella –dije.

Él obedeció.

-Parezco un pirata –comentó, sonriendo-. Por cierto, ¿jugamos a los piratas?

-Parece mentira que te apetezca –respondí.

-¿Por qué? ¿Porque ella se ha ido? ¿Y qué quieres hacer, quedarte llorando, quejándote de que mi hermana sea una imbécil que...?

-¡¡No quiero que la insultes!!

-¿Y qué es, entonces? Éste es un refugio, la cueva nos protege de la lluvia. Y... mi hermana se lo pierde porque le da la gana. Eso es ser imbécil.

-Tú te metiste con ella. Se ofendió con tu insulto, ¡te pasaste muchísimo, Guillaume! Y me parece que la has lastimado en el hombro.

-Sólo era una broma –se disculpó él-. Y lo del hombro no será nada.

-Ella no se lo ha tomado a broma.

Pasó mucho tiempo y Jacqueline no volvía. Yo cogí a Guillaume de la mano para que no se escapase, y juntos fuimos a dar vueltas por los campos que rodeaban la playa, con el único objetivo de encontrar a Jacqueline. Tras haber registrado los alrededores, volvimos a la playa. Me desilusioné al no encontrar a la chica allí tampoco.

-¿Nos bañamos en el mar? –me preguntó Guillaume.

-Ahora no tengo ganas –dije.

-Pues con Jacqueline te bañabas en el mar, y estabais los dos abrazados.

-¡¡No estábamos abrazados!! ¡Yo agarraba a tu hermana para que las olas fuertes no la adentrasen en el mar! ¡También te agarraría a ti si te bañases! ¡Sé nadar mejor que vosotros dos!

El día anterior yo le había encargado material sencillo de dibujo a Jacqueline y ella me lo había traído. Y entonces, mientras que Guillaume golpeaba las paredes rocosas con su pelota de tenis; y mientras que a mi cabeza venía una y otra vez el deseo de volver a ver a Jacqueline, me puse a dibujar tonterías. No dibujaba como siempre, por placer. Esta vez lo hacía para mantenerme ocupado y para calmarme. Pero no lo conseguía. Comenzó a llover muchísimo y me sentí fatal. Jacqueline estaba fuera, mojándose, casi con total seguridad, y yo quería ayudarla.

Temí por ella. Ella era sensata, podía enfadarse durante un momento, pero luego no hacía locuras. Si todo fuera bien, podía que la chica saliese, se marchase durante una hora, por ejemplo, y luego volviese. Pero las cosas no sucedieron así, ella no regresaba, y eso me hacía pensar que le había pasado algo. Miré el reloj. Habíamos comido hacía unas horas, y ella faltaba desde poco después del desayuno.

-¿Cuánto tiempo lleva fuera mi hermana? –me preguntó Guillaume.

-Unas seis horas, más o menos –dije, contando por los dedos las horas que habían pasado.

-Pues... no le habrá pasado nada, ¿no? Aunque es mucho tiempo.

-No lo sé. Yo voy a ir al pueblo, a buscarla. Me extraña mucho que tarde tanto. Tengo miedo de que se encuentre mal, o de que alguien se haya metido con ella y que por eso no vuelva.

-¿Crees que está en el pueblo?

-Sí. No conocemos más sitios que ése. Tú tienes que quedarte aquí. Guillaume, por favor. Si ella vuelve, explícale lo que ha pasado. Pero no te vayas, porque si lo haces, si ella vuelve y no ve a nadie aquí, va a pensar que la hemos abandonado a propósito.

-Vale, Joachim, me quedo. Con lo que llueve, no me apetece demasiado salir afuera.

Me vestí la chaqueta y dije:

-Voy a buscar a Jacqueline hasta las diez de la noche. Si no la encuentro, volveré a esa hora, y la seguiré buscando mañana. Hasta luego, Guillaume.

-Adiós.

Salí corriendo de la cueva. Al principio corría para llegar pronto al pueblo y no mojarme, pero luego me cansé y fui andando. Total, ya estaba empapado. Por el camino no me encontré con nadie. Por el pueblo también andaba poca gente. Yo di vueltas por unas calles, pero no encontré a la chica. Pasé por delante de una cafetería llena de gente, me asomé al cristal, pero no vi a Jacqueline. Era normal, ella se había ido sin dinero, así que no iba a estar allí. Así todo, yo entré. Me acerqué a una mesa en la que se hallaban un hombre y una mujer y les dije:

-Estoy buscando a una girl. A beautiful girl. Es rubia y joven, ¿no me entienden? No sé decir nada más en inglés.

Ellos contestaron algo, pero yo no entendí nada y me fui de la cafetería. Di más vueltas por el pueblo, sin saber adónde ir. Busqué a mi amiga en el puerto, sin encontrarla, y cansado, me metí en unos soportales del ayuntamiento, para pensar lo que iba a hacer.

-¡Joachim! –escuché que me llamaba una voz de chica.

Miré a la derecha y allí estaba ella, Jacqueline. Se levantó. Tenía la melena empapada, y también la ropa. Estaba igual que al salir del mar después de bañarse. Y la abracé. Yo estaba como ella, totalmente empapado, por eso no me preocupó mojarme al abrazarla. La besé en el pelo y le dije:

-Te estaba buscando.

-Iba a volver ahora –respondió-. ¿Y dónde está Guillaume?

-En la cueva de la playa. Estábamos preocupados por ti, ¿te encuentras bien?

-Sí, y además... esta noche vamos a dormir en un hotel, y mañana podremos ir a Baltimore en barco –anunció-. En el puerto me he enterado de que mañana sale uno.

-Qué bien.

-Sí. Y mira esto.

Sacó un papel del bolsillo de la falda y me lo enseñó. Se le había mojado, y aunque en algunos lugares se había corrido la tinta, el papel se leía con claridad. Decía lo siguiente:

Queridos Jacqueline, Joachim y Guillaume:

Os vimos por última vez en la isla de Wight, así que estamos seguros de que os encontráis ahí. Vaya susto que nos disteis cuando llamamos a vuestros respectivos camarotes y no respondíais. Al final, Georges abrió la puerta de cada una de vuestras habitaciones, y las encontró vacías.

Georges y yo os escribimos esto desde el barco (un hombre que se bajó en otro puerto nos prometió enviar esta carta) para pediros que cojáis un barco hasta Baltimore para reunirnos allí.

El capitán nos ha devuelto el dinero del viaje que vosotros no estáis realizando, y no os preocupéis, porque Georges y yo hemos cogido todas vuestras pertenencias y os las devolveremos al llegar a Irlanda.

El paquete que os enviamos con esta carta contiene dinero para que podáis subir a un barco que os lleve a Baltimore, en donde espero que nos encontremos todos.

Saludos,

Auguste (y Georges).


-Bien, ¿y dónde está el paquete? –le pregunté a Jacqueline.

-Lo tengo en mi habitación de hotel. He reservado dos habitaciones; una para mí, y otra para ti y para Guillaume. Espero que no te importe dormir con él, pero como también tenemos que pagar el barco, hay que ahorrar algo.

-No pasa nada, no te preocupes –dije-. Estoy deseando saber lo que has hecho, y cómo has encontrado la carta. Pero no me lo digas ahora. Vete al hotel y descansa. Date un baño caliente, te sentirás mejor. Yo, mientras tanto, voy a buscar a Guillaume y a decirle que venga.

-¿Y cómo nos vamos a encontrar después?

-Tienes razón. Ahora voy contigo hasta la puerta del hotel, para saber dónde es, y luego ya vuelvo allí con Guillaume.

Así lo hicimos. El hotel se encontraba bastante cerca del ayuntamiento, sólo a unos cuantos metros de allí, siguiendo a la derecha. Yo me marché sin ver siquiera mi habitación. Volví a la playa a paso rápido, aguantando la lluvia. Guillaume estaba agazapado dentro de la cueva. Y al verme, dijo:

-Y de ella no sabes nada, ¿no?

-Sí. Tu hermana nos ha conseguido habitaciones de hotel, ahora está allí. Y tus hermanos nos han mandado un paquete con dinero. Mañana sale un barco a Baltimore, así que podremos ir en él.

-¡Bien!

-Ahora vamos al hotel. Coge tus cosas.

Yo cogí las mías y nos marchamos. Guillaume andaba bastante bien, su torcedura de tobillo se le iba curando.

Llegamos por fin al pueblo y entramos en el hotel. Aunque yo supiese poco inglés fui capaz de hacerme entender, diciendo que buscaba la habitación de Jacqueline Lebon. Los del hotel me proporcionaron el número de su cuarto, el 317. Guillaume y yo fuimos hasta allí y llamamos a la puerta. La muchacha abrió. Tengo que reconocer que estaba preciosa, con la melena recién lavada. Nos saludamos, y ella le estrechó la mano a Guillaume y lo besó en la frente.

-No, para, eso no hace falta –protestó él.

Jacqueline nos dio la llave de nuestra habitación (de Guillaume y mía), y una vez que nos duchamos, Guillaume y yo fuimos a una sala que era común para todos los que nos hospedábamos en el hotel. Jacqueline también se hallaba allí.

-Ya han dado la cena, vosotros os la habéis perdido –nos informó ella.

-No importa –le dije.

Y saqué comida de una bolsa. Yo creía que esos alimentos estaban destinados a ser comidos en aquella cueva de la playa, junto al colchón roto (que por cierto, habíamos dejado en la cueva), pero no. Ahora estábamos mucho mejor.

-¿Qué hiciste al marcharte de la cueva? –le preguntó Guillaume a Jacqueline.

-Primero fui a una farmacia –respondió ella-. Me dolía bastante el hombro izquierdo por un empujón que me diste tú, Guillaume...

-¿Qué? Pero bueno, ¿no se te puede tocar, o qué?

-Apoyaste tu peso en mi hombro y me lo retorciste. Me quedó dolorido. Intenté ir al médico ese que te vendó a ti el pie, pero me perdí, y menos mal que di con un chico que me indicó por dónde se iba al pueblo. Así que, como me quedé sin ir a la aldea del médico, fui a una farmacia del pueblo. Me echaron una pomada en el hombro y me dieron unas pastillas para el dolor. Fueron muy amables, porque en aquel momento yo no tenía dinero y no les podía pagar.

>>Yo seguía enfadada contigo, Guillaume, porque el dolor del hombro me producía mal humor. Por eso decidí escribirle una carta a mamá diciéndole que yo no aguantaba más, que me mandase dinero para volver a Francia.

-¿Querías marcharte a París sin nosotros? –le pregunté.

-Bueno... en primer lugar, no sería a París –me dijo ella-. Mis padres están de vacaciones en Calais, siempre pasamos allí el verano...

-¿Te ibas a marchar sin avisar? –insistí.

-¡No! Yo iba a mandar la carta, y luego, volvería a la cueva, con vosotros, y os explicaría mi decisión.

-¿Y por qué no lo has hecho? –quiso saber Guillaume.

-No tenía ni pluma ni papel. Fui a la oficina del correo, esperando que me dejasen lo que necesitaba, además del sello. Les dije que se lo pagaría todo (yo tenía pensado volver a la cueva y pedirle el dinero a Joachim), y como quedé debiendo, me pidieron mi nombre. Se lo dije, y me comunicaron que había un paquete para mí. Era el de Auguste y Georges. Leí la carta y me tranquilicé. Me animé a seguir con el viaje. Yo aún no le había escrito a mamá diciéndole que quería volver, y no lo hice, porque... además de que me apetece conocer Irlanda y ver a Wendy, tú quieres que yo vaya a Baltimore, ¿verdad, Joachim? –supuso la chica, mirándome.

Yo también la miré, sorprendido.

-Sí, lo prefiero –admití-. Te conozco más que a tus hermanos, pero... si tú no quieres ir, no te pido que...

-Sí que quiero ir. Estoy segura. Pero cuando dudaba, fue por tu culpa –dijo, mirando a Guillaume -. Estoy cansada de que me insultes y me pegues.

-Vale, te insulté –admitió Guillaume-. Pero lo que te dije no iba en serio, no te habrás creído que te quiero tan mal. Y... yo no te pego.

-Me apretaste el hombro con todas tus fuerzas.

-¡Mira que te quejas! –exclamó Guillaume-. ¡Pues a ver qué te he hecho!

Y le corrió el cuello de la camiseta, dejándole al descubierto el hombro izquierdo. La chica lo tenía morado.

-¡Eh, yo no quería! –exclamó Guillaume-. ¡No quería hacerte esto! ¡Te agarré de broma, te lo prometo! Jacqueline, escúchame, yo sólo te gasto bromas para divertirme, pero no quiero emplear la violencia contigo. Vale, una vez te pegué en la cara, y ahora te he hecho esto, sin querer. Pero nunca más te he hecho daño. ¿Y por qué no recuerdas todos los momentos divertidos que hemos pasado juntos? Cuando jugamos, y cosas así. Eso nunca lo recuerdas.

Ella sonrió.

-¿Dónde comiste al mediodía ? –le pregunté yo a Jacqueline.

-En el restaurante de este hotel –me dijo-. Aún no tenía dinero, no había cogido el paquete de mis hermanos. Sin embargo, entré aquí, y me invitó un hombre. Acepté porque tenía mucha hambre, pero ya sabéis que a mí no me gustan esas cosas.

Guillaume se rió.

-¿Te invitó un hombre? ¿Y era viejo? –le preguntó.

-Tendría cuarenta años.

-¿Y qué te dijo? –me interesé.

-Que no iba a permitir que una señorita se quedase sin comer... y... me preguntó dónde vivía yo. Le dije que en Francia, y me preguntó en dónde me alojaba aquí, en Wight. Hice que no lo entendía, ¿a él que le importaba? Y no le di mi verdadero nombre, le hice creer que me llamaba Wendy.

-Encima que te invita... –comentó Guillaume.

-Eso se lo agradezco, pero era un pesado –respondió Jacqueline-. Al final cogí el postre y lo comí fuera, para no aguantar a ese señor. Le dije que tenía prisa. Después tuve que entrar otra vez, para ir al baño, y el señor ese se me quedó mirando cuando pasé, todo extrañado. Yo pasé rápido, sin mirar mucho para él, y no le dije nada.

-¡Qué mala eres! –exclamó Guillaume.

-¡No! ¿Qué le iba a decir? En ese momento no se me ocurrió nada, y menos en inglés.

Guillaume sonrió. Más tarde se quedó más serio y dijo:

-Siento haberte lastimado en el hombro. ¿Me perdonas?

-Sí. Pero no lo vuelvas a hacer. Aunque, esta vez, si yo no me hubiese enfadado contigo, no habría ido a la oficina del correo, ni habría descubierto la carta de Auguste y Georges.

-¡Tú siempre con condiciones! –protestó Guillaume-. Pero no lo volveré a hacer, tranquila.

Esa noche, yo, por lo menos, sí que dormí bien. Al día siguiente embarcamos. Llegamos a Baltimore antes de lo que yo pensaba. En el viaje no sucedió nada digno de mención, así que relataré algo de lo que nos sucedió ya en Irlanda.

Jacqueline llevaba un papelito con la dirección de Wendy, y se arregló para dar con esa casa. Estaba cerca de la playa, era una zona muy bonita. Jacqueline llamó a la puerta, y abrió la propia Wendy. Ésta nos abrazó y dijo que había estado preocupada por nosotros. La noté más alta que la otra vez que la habíamos visto, aunque Jacqueline seguía siendo un poco más alta que ella. Y cuando Wendy abrazó a Guillaume, el muchachito le dijo:

-Hello, my love.

Jacqueline le tiró de una oreja.

-¡Eh, llevo semanas practicando para decir “hola mi amor” en inglés con la pronunciación correcta! ¡No me lo fastidies ahora!

Me sorprendió ver a Auguste y a Georges también allí, en la casa de Wendy. Ellos se alojaban allí, en esa casa, al igual que también lo haríamos los demás acompañantes de Jacqueline. Eso sí, a veces, los hermanos de Jacqueline y yo comemos fuera, porque si no sería mucho gasto para los padres de Wendy.

Lo que hacemos es dormir siempre en la casa de Wendy. Sobra una habitación, y allí nos quedamos Auguste, Georges y yo. Jacqueline duerme con Wendy; y Guillaume, con el hermano de Wendy. Éste se llama Nick y tiene nueve años. No habla bien el francés, ni Guillaume bien el inglés, pero ambos juegan juntos y se lo pasan muy bien.

Hasta ahora nos estamos divirtiendo mucho en la playa, en el jardín... Sólo recuerdo algo negativo, y lo contaré para que papá aprenda. Papá, tú siempre me pides que tome bebidas alcohólicas en vez de zumo, o de agua. Ya sé que es tu negocio, pero no te voy a hacer más caso. Porque eso que me cuentas tú, que los que beben son los verdaderos hombres, los valientes, es una tontería, y mi experiencia lo demuestra. Una tarde, Guillaume me dijo:

-¿A que no bebes eso?

Y eso era una bebida alcohólica algo fuerte que tenían allí los padres de Wendy. Nos invitaron a un trago el domingo, después de ir a la iglesia, pero entonces yo no la había probado. Sin embargo, el otro día acepté la invitación de Guillaume y tomé un poco.

-¿Sólo eso? –me provocó el muchacho-. Bebe un poco más, ¿o es que ya te mareas?

Y seguí bebiendo hasta que me temblaron las piernas. Después salí afuera con Guillaume.

Jacqueline y Wendy estaban en la hierba, hablando en francés.

-... sí, no pasa nada. Mi padre dice que es normal que a veces suceda eso –decía Jacqueline-. Y mi padre es médico.

-Eh, a ver de que hablan, vamos a escucharlas –me susurró Guillaume.

Yo asentí y nos escondimos detrás de un seto. Fue por culpa del alcohol, si no me habría negado.

-Y... otra cosa –dijo Wendy-. Tu hermano Georges... quiero hablar de él. Me han gustado sus cartas, y estos días me ha tratado muy bien. Ha ido conmigo a pasear por la playa, es un caballero. Quiero saber más cosas sobre él, ¿cuáles son sus gustos?

-Le gusta... un deporte que consiste en darle patadas a un balón para meterlo en una portería –dijo Jacqueline.

-¿El fútbol? Sé lo que es. Bueno, al menos he oído hablar mucho sobre él.

-Sí, el fútbol. Pero bueno, unas niñas que iban antes en mi clase, hace años, no sabían jugar, por eso te lo explico.

-¿Y tú sabes jugar? –preguntó Wendy.

-Sí, es fácil. Hay dos porterías. Y tienes que meter el balón en la portería contraria y evitar que entre en la tuya.

-Es un aburrimiento, ¿no?

-No te creas, es bastante divertido. Yo juego a veces con mis hermanos –comentó Jacqueline.

-¿Sabes jugar bien?

-Bueno... a Guillaume se las paro casi todas. Casi nunca consigue marcarme.

Se rieron.

-¡Será tonta! –dijo Guillaume, a mi lado-. Sólo le dejo ganar por educación, ¿eh, Joachim?

No lo creí.

-Es que eres tan educado... –comenté, con burla y conteniendo la risa.

-Jacqueline, ¿crees que Georges accedería a jugar conmigo al fútbol? –preguntó Wendy.

-Sí, claro.

-Pero tendrías que enseñarme tú. No quiero hacer el ridículo delante de él.

-Puedo enseñarte –contestó Jacqueline-. Sin embargo, si no te gusta el fútbol, no sé si merece la pena. ¿Qué pretendes con eso?

-Pasar tiempo con Georges.

-Ya sé que te gusta Georges, pero hay otras formas de pasar tiempo con él. No tienes que hacer nada que no te guste.

-Me temo que tú no lo entiendes. Después de unas semanas, os vais a marchar. Y... entonces no voy a poder estar nada con Georges. Por eso ahora quiero aprovechar el tiempo, y andar con él. Me gusta mucho, ¿sabes?

-¡Qué tonta! –exclamó Guillaume-. Sabiendo que existo yo, prefiere a Georges. Hay que estar mal de la cabeza, ¿verdad, Joachim?

-O no tan mal. Pero... ¿vamos a tomarles un poco el pelo a ellas? –le dije.

-Vamos.

Salimos de detrás del seto.

-¡Eh, chicas! –dije yo.

-Hola –contestaron ellas.

-Wendy, oye, Georges no merece la pena –comenté, sonriendo-. Nunca se fijará en ti. En cambio... hay otros chicos, como Guillaume y yo, que te consideramos atractiva.

-¿Le has contado lo de Georges? –le preguntó Wendy a Jacqueline-. ¡No quería que se enterase todo el mundo! ¿A qué estás jugando?

-¡Eh, no la culpes! –intervino Guillaume-. Los hombres tenemos nuestros propios recursos para enterarnos de lo que nos interesa. Y desde luego, tú no me interesas, Wendy. Engañarme con mi propio hermano, ¿quién lo diría?

-¡Guillaume! Hablas como si tú y yo fuésemos novios, pero... ¡es mentira! –respondió Wendy-. Eres un niño...

-¿Y tú que eres? ¿Una mujer mayor?

-No, pero mayor que tú sí, y...

-No le hagas caso –intervino Jacqueline-. No sabe cómo llamar la atención, es todo teatro.

Yo le pasé un brazo por los hombros a Wendy y le dije:

-Bueno, ya nos hemos librado de Guillaume. Ahora no hay obstáculos entre nosotros.

-Joachim, ¿qué haces? –me preguntó Jacqueline.

-Tú y yo elegimos ser amigos, ¿no lo recuerdas? –le dije-. Ahora déjale elegir a Wendy.

-Joachim, no sé qué te pasa –respondió Wendy-. Pero ya que estás al corriente de que me gusta Georges, deberías dejarme en paz.

-Georges no es tan maravilloso –comenté-. No sé qué le ves.

Y acaricié a Wendy en la cabeza.

-¿Qué haces? –repitió Jacqueline-. Déjala en paz.

-Vale, de acuerdo.

Y la acaricié a ella, a Jacqueline, en las mejillas.

-Para –me pidió.

No le hice caso, y le agarré el brazo. Luego me puse enfrente de ella. Me apoyé en su hombro izquierdo y le pasé mi otra mano por la mejilla.

-¡Déjame, Joachim! –me pidió.

No la obedecí. Yo no me encontraba perfectamente, ni mucho menos. Me volvieron a temblar las piernas, y me apoyé con más fuerza en el hombro de Jacqueline, porque me daba la sensación de que me caería si no lo hacía. Ella gimió, y Guillaume intervino diciendo:

-Para, para, que la lastimas.

Pero yo seguía apoyado en el hombro de la muchacha, forzándoselo, me atrevería a decir, y sus gemidos se transformaron en gritos. Perdí el equilibrio y la empujé a ella, sin querer. Yo no caí de milagro. Entonces la solté, sintiéndome como si hubiese estado dormido y los gritos de la chica me hubiesen despertado.

Jacqueline se encontraba acostada en la hierba. Wendy le tendió la mano, ayudándole a levantarse.

-Es el hombro, me duele –dijo Jacqueline.

Georges salió de dentro de la casa.

-¿Qué está ocurriendo? –quiso saber.

-Joachim se ha apoyado en mi hombro, y ahora me duele –contó Jacqueline.

Georges le corrió hacia la izquierda el cuello del vestido a su hermana, para ver el golpe.

-¡Eh, Joachim, se lo has dejado morado! –gritó-. ¡¿Pero a ti qué te pasa, por qué le haces daño a mi hermana?!

-¡No, ya lo tenía morado antes! –expliqué-. ¡Por lo de Guillaume!

-Mira, vete y déjala en paz.

Obedecí. Georges y los padres de Wendy fueron con Jacqueline a un médico, y éste dijo que ella no se había roto los huesos del hombro, ni nada. Más tarde no pude quedarme con Jacqueline a solas. Ella evitó estar sola conmigo, fue siempre detrás de sus hermanos y de Wendy. Pero a medianoche fui a beber agua a la cocina, y Jacqueline estaba allí sola, echando agua en un vaso.

-Buenas noches –le dije.

-Buenas.

Se metió una pastilla en la boca y la tragó con agua. Yo no sabía qué decirle, pero quería iniciar una conversación, creyendo que de esa manera arreglaría las cosas con ella.

-Así que... tomando pastillas, ¿eh? –fue lo único que se me ocurrió decir-. Son... útiles.

-Escucha, me dolía el hombro en la cama y espero que se me pase con esto.

-Ah. Yo... lo siento. Antes, cuando te apreté el hombro...

-Habías bebido.

-Sí, por eso...

-No me lo expliques, no tengo ganas de conversaciones. Quiero ver si puedo dormir de una vez.

Y se marchó. Yo bebí agua y me fui por el pasillo.

-¿Con quién hablabas? –oí que decía Wendy, en su habitación.

-Con Joachim –respondió Jacqueline.

-¿Te ha pedido perdón?

-A su manera.

-Bueno, descansa, a ver si puedes. Déjame echarte otra vez la pomada, ya que dices que te alivia.

Me quedé enfadado. Yo le había pedido perdón a Jacqueline “a mi manera” porque ella no me había dado tiempo de hacerlo de otra forma.

Sin embargo, a la mañana siguiente yo ya no estaba enfadado. Sólo deseaba hablar en serio con Jacqueline y hacer las paces con ella. Pero la joven no apareció a la hora del desayuno.

-¿Y ella? –le pregunté a Wendy.

-Está durmiendo. Ni se te ocurra ir a molestarla.

-Ya. No soy así –dije.

Yo me quedé en la cocina, solo, después de desayunar, y me encontré con Jacqueline al cabo de más de media hora.

-¡Hola! –le dije.

-Hola.

-Oye... yo... no me habría portado así contigo ni con Wendy si no hubiese bebido.

Jacqueline tomó el desayuno sin decir nada.

-Aquel primer día de clase en el que nos conocimos, yo fui el único que no te miró con malicia, tú lo has admitido varias veces –añadí.

-Es cierto. Y otro día te lanzaste al río para salvarme. Pero ayer apoyaste tu peso en mi hombro herido, me clavaste las uñas y me lo agarraste con fuerza. Pensé que me lo habías roto.

-Sin embargo... no lo tienes roto. Ni torcido, ni nada de eso. Sólo magullado.

-¡¡Pero he tenido que echarme tres veces la pomada, y que tomarme una vez la pastilla para aliviar el dolor y poder dormir!!

-Lo siento mucho –respondí-. Sé que soy un bruto, pero por lo menos puedo quedarme un poco tranquilo al saber que no te lo he hecho a propósito. Me sentí medio mareado, casi me llevaba la cabeza, y por eso me apoyé en ti. Fue... como si estuviese soñando. Fue algo muy raro.

Jacqueline no contestó.

-¿Ahora te duele? –le pregunté.

-No.

-Georges está en casa–comenté-. Los demás han salido. Y yo... estoy esperando por ti, por si quieres que vayamos a bañarnos a la playa dentro de unas horas.

Jacqueline se mordió el labio inferior y se puso colorada.

-No. Hoy no me voy a bañar –dijo.

-¡Vaya! ¡No te voy a tratar mal, ahora no he bebido!¡Puedes confiar en mí! –le prometí.

-No es por eso, Joachim.

-¿No? Pues no me lo creo –respondí, y me marché.

Al mediodía comí fuera, con los hermanos de Jacqueline. Y no me quedé contento hasta que volví a verla a ella y le pedí disculpas por lo último que le dije aquella mañana. Nos encontramos otra vez en la cocina.

-Lo de no bañarme es cosa mía, no tiene que ver contigo, no te lo tomes a mal –me explicó ella-. No estoy enfadada.

Asentí con la cabeza.

-Eres libre de hacer lo que te parezca, o lo que te convenga en cada momento, no tienes que explicarme nada. Y yo no debí haberte dicho eso, lo que dije cuando desayunabas, al final, antes de marcharme–comenté.

Jacqueline me miró , y al cabo de un rato me dijo:

-No estoy enfadada, pero... sí un poco decepcionada. Pensaba que no bebías.

-No bebo habitualmente. Lo de ayer fue por una apuesta con Guillaume.

-¿Guillaume anda en apuestas?

-No de dinero. Pero me dijo: “¿A que no bebes?” Y ya sé que no debería haberle hecho caso, pero creí que no pasaría nada y le seguí la corriente. No obstante, sí que pasó algo, y eso me sirve de escarmiento. Y siento que tú hayas tenido que pagar por mi tontería.

Wendy entró en la cocina.

-¡Oye, Jacqueline; Georges y yo vamos a ir a...! –empezó a decir.

Se calló al verme a mí.

-¿Estorbo? –le pregunté.

-No. Tú también puedes venir, supongo.

-¿Por qué lo supones?

-Verás, Georges y yo vamos a ir a dar un paseo al puerto y... vosotros también podéis venir, no creo que a Georges le importe.

-Pero es mejor que vayas tú sola con él –respondió Jacqueline-. Y regálale una cosa. Espera.

Jacqueline se fue de la cocina y yo me quedé solo con Wendy.

-Jacqueline dice que bebiste ayer, pero yo te noté bastante elocuente como para estar borracho –me dijo.

-No estaba borracho. Sólo algo alterado. Y... ¿tú quieres que Jacqueline o yo hablemos con Georges? Porque... te veo detrás de él, sin conseguir lo que quieres...

-Por ahora déjalo, a ver qué pasa.

Jacqueline volvió a entrar. Llevaba una bolsa, y de dentro sacó algo envuelto en papel de regalo.

-Regálale esto a Georges –le sugirió ella a Wendy-. Lo he comprado esta mañana.

-¿Qué es?

-Un plano de Baltimore. Le encantará. Ayer me dijo que hoy por la tarde iría a comprar uno, pero si se lo regalas tú antes, mejor.

-Gracias, pero, ¿no te parece un regalo algo raro?

-A él le gustan estas cosas. Las colecciona. Prefiere el plano antes que una joya, estoy segura.

-Mejor para vuestra economía –comenté.

-Bueno, gracias –le dijo Wendy a Jacqueline-. ¿Cuánto te ha costado?

-No importa, ha sido muy barato.

Wendy cogió el plano y lo guardó en una bolsa. Segundos más tarde entró Georges en la cocina.

-¿Estás lista, Wendy? –preguntó.

Wendy sonrió y asintió. Ella salió de la cocina y Georges se quedó dentro, con la puerta cerrada.

-Vosotros haced algo por ahí –nos dijo a Jacqueline y a mí-. Id con los otros a la playa, o adonde queráis. Pero yo prefiero estar solo con Wendy, porque... bueno... no sé qué le parecerá a ella, pero... sería estupendo decirle que quiero ser su novio.

Jacqueline me miró y sonrió. Yo también sonreí, disimuladamente.

-Y...¿creéis que debo regalarle algo a Wendy? –añadió Georges.

-Esto –dijo Jacqueline, entregándole a su hermano la bolsa de la cual había sacado el plano de Baltimore.

Georges la cogió y sacó de dentro un objeto envuelto en papel de regalo.

-¿Qué es, de qué me sirve esto? –quiso saber.

-Es el libro de aventuras que le gusta a Wendy –contestó Jacqueline-. Ayer lo vio en la librería y quería comprarlo, pero íbamos sin dinero y no pudo. Así que dáselo tú, te lo agradecerá.

-¡Ah, vale, gracias! ¿De dónde lo has sacado?

-Esta mañana lo he comprado en la librería.

-¿En la librería que está siguiendo a la izquierda desde la plaza? ¿La que tiene los planos de Baltimore?

-Sí. El libro estaba justo al lado de los planos.

Georges sonrió y metió el libro en la bolsa.

-Bueno, ya te daré el dinero. Gracias, de verdad.

Y se fue.

-Eres ingeniosa –le dije a Jacqueline en cuanto su hermano se hubo marchado.

-Es lo que tiene pasar parte de la noche en vela. En algo hay que pensar.

-Bueno. Le he oído decir a Auguste que él y los otros van a ir a jugar a la baraja a la playa –comenté.

-¿Quieres que vayamos con ellos?

-Sí. Pero a ver si puedo ir en el equipo de Guillaume, ¡casi siempre gana! –dije, sonriendo.

Entonces llegó el momento en el que comencé a disfrutar por fin, de verdad, de las vacaciones; sin enfados, ni gente perdida por las cuevas. Y hasta estoy aprendiendo algo más de inglés.

Deseo que vosotros también seáis felices.

Besos,

Joachim.

1 comentario:

Froiliuba dijo...

Gracias por pasar por mi espacio.

Tus narraciones se ven interesantes, pero, son muy largas, leeré el primer cuento en varias veces.

bss desde Madrid